La
agitación propia de un estreno se palpaba en el ambiente, tanto entre las
butacas de un público expectante ante el arranque del espectáculo, ajeno a la
vorágine de preparativos que se cocía en el backstage, como entre fotógrafos y
reporteros especializados en moda, ante la vuelta a las pasarelas de la gran
diva del momento, tras el receso al que se vio obligada después del accidente de tráfico que sufrió hacía ya
seis meses.
Al
fondo de la sombría y muda pasarela, cual istmo que uniera dos mundos, la mirada
hipnótica de un ojo descomunal parecía transportar al observador a otra
dimensión. Los arpegios que sonaban iban aumentando el ritmo de forma gradual,
cual mantra que anunciara el advenimiento de algo novedoso, un hito en la breve
historia de su joven protagonista.
Los ojos de Iris siempre
fueron muy especiales. Tanto que, desde el mismo día del nacimiento, marcaron
su destino. El nombre que habían pensado sus padres para ella, Joanna, en honor
a su abuela materna, fue desterrado cuando la cría abrió los ojos. Al contrario
de lo que suele ser habitual en los recién nacidos, el iris de la niña no
estaba teñido del típico color grisáceo. Por el contrario, un refulgente verde
prásino llenaba de clorofílica vitalidad sus cuencas. Con el paso de las semanas,
de los meses, alrededor de sus pupilas fue amalgamándose una increíble variedad
de tonos verdes: cian, esmeralda, turquesa, jade, malaquita. Cuando cumplió un
año, su madre restringió los paseos en el carrito por el vecindario porque a
duras penas conseguía avanzar unos metros por la acera, asaltada por vecinos e
incluso extraños que querían asomarse a tan peculiares ventanas oculares,
atraídos por la enigmática y fascinante mirada de la criatura.
Este hecho distintivo hizo
de Iris, sin ella percatarse en su tierna infancia, un ser un tanto especial,
provocando que sus familiares y educadores la trataran de forma algo distinta
con respecto al resto de niños, colmándola de atenciones y en muchos casos
sobreprotegiéndola. Lo hacían de forma absurda e innecesaria, pues más adelante
tendría que afrontar, ella sola, la crueldad y envidia de algunas de sus
compañeras de estudios, relegadas a un segundo plano ante sus adláteres
masculinos, subyugados por el embrujo de aquellos ocelos de mantis. Fue
entonces cuando aprendió que, de un solo vistazo, podía conseguir lo que se
propusiese.
Justo antes de entrar en la
pubertad, una prueba para una gran cadena de ópticas le abrió la puerta para
mostrarse al mundo. Aquel anuncio lo vieron millones de personas, que compulsivamente
compraban aquellas gafas, atraídos tanto por las indudables cualidades
optométricas de los cristales como por la cautivadora y limpia mirada que se
vislumbraba tras ellos.
Fue en aquella época de
éxito y reconocimiento cuando nació Eva. Su venida al mundo no fue programada,
ni mucho menos, por sus padres, que guiaban con férrea mano la carrera
profesional de su hija en el mundo de la publicidad. Con el tiempo, aquella
nariz respingona de la menor, sus ojos marrones y su tendencia al sobrepeso ya ponían
en evidencia lo caprichoso de las leyes de la genética. La chiquilla fue
prácticamente criada por la niñera, pues sus progenitores, entre idas y
venidas, castings y sesiones, apenas le dedicaron el tiempo que todo infante
precisa para una adecuada educación. Así, el carácter de Eva se fue forjando
introspectivo y esquivo con el resto del mundo.
En cierta ocasión, contando
ella unos cinco años, sus padres mostraron cierta preocupación porque comenzó a
mantener charlas a todas horas en su cuarto, solo que allí no había nadie más
que la cría. Los psicólogos le quitaron importancia al asunto, a fin de
cuentas, un amigo imaginario no es más que un mecanismo de defensa, una forma
de crear vínculos externos por pura necesidad de comunicación. Les recomendaron
prestar algo más de atención a la niña, mitigar su sensación de soledad con más
presencia y preocupación por sus asuntos, y así verían que pronto se
desprendería de esa amistad fruto de su fantasía. Sus buenas intenciones apenas
duraron unas semanas, pues los compromisos de la carrera profesional de Iris
coparon de nuevo su tiempo. Estaba claro qué era lo prioritario en aquella
familia. Con bastante tesón, y algo de fortuna, vinieron las comodidades,
grandes coches, una enorme mansión y una gran fortuna amasada a costa de la
infancia y pubertad de su agraciada primogénita.
Por su parte, lo que al
principio era para Iris un juego en el que gustaba de sentirse protagonista,
poco a poco fue tornándose una agotadora obligación. Su cuerpo fue creciendo,
las hormonas forjaron un cuerpo sensual y voluptuoso, y no tardó mucho en
labrarse un camino en el mundo de la moda. Sus peculiares ojos seguían siendo
su carta de presentación, reproducidos hasta la saciedad en revistas, carteles
y anuncios publicitarios. Su magnetismo trascendió al mundo del cine,
apareciendo en un pequeño cameo en el último film de un director de culto. Eso
hizo que comenzara a relacionarse con algún que otro galán tóxico, que quería
aprovechar su tirón mediático para permanecer en el candelero de las
celebridades. Sus primeros coqueteos con las drogas comenzaron entonces.
La relación entre las
hermanas era un tanto extraña debido, en primer lugar, a la diferencia de edad.
Para una niña de diez años, tener una hermanita recién nacida hubiese podido
suponer tener un juguete animado con el que jugar. O bien un estímulo para
desarrollar un sentimiento de responsabilidad, por el hecho de tener que cuidar
de la menor. O una malsana envidia si su madurez no estuviese en consonancia
con su edad y sus padres hubieran mostrado una epifanía exacerbada por la
recién llegada. Pero no se dio ninguno de estos casos. Para Iris, su hermana no
era más que un habitante más de la casa, su interacción era mínima, nunca tuvo
demasiado tiempo ni deseos de jugar con ella. Simplemente, vivía allí.
El vínculo entre ambas
cambió radicalmente tras el accidente.
―Vamos, vamos. ¿A qué estáis
esperando, a que se enciendan las luces? Quiero ver esos ojos pintados, pero
ya. Venga, Alicia. ¿Pero todavía estás así? Tú lo que quieres es que me dé un
infarto, ¿verdad? Peluquería, por favor, poned un poco de orden en esa cabeza.
Luigi. El gran Luigi, como
era conocido en el mundo del pret-a-porter. Genio y figura de la vanguardia en
la pasarela. Y controvertido. En la temporada anterior saltó a las portadas de
los noticiarios por su colección más transgresora, enfundando a las modelos en
una especie de condones gigantes multicolores. Levantó ampollas entre facciones
tan antagonistas como las ultradefensoras de la moral católica, que lo
consideraron una campaña anticonceptiva, como las liberales feministas, que la
tildaban de burda “cosificación” del cuerpo femenino convertido en miembro
viril.
La nueva colección también
estaba acompañada de polémica. Esta vez los seguidores del grupo PETA, pro
derechos de los animales, amenazaron con el boicot por utilizar pieles de
diversas especies en la confección de algunos complementos. Por eso, para esta
primera puesta en escena, se había reforzado la seguridad en los accesos.
Sobre el esbelto cuello de
Iris colgaba una piel de armiño, cuyo níveo tono contrastaba con el brillante
viridio de su mirada. No podía ocultar su gesto un aire de cierta preocupación.
―¿Qué te ocurre, reina? ¿A
que viene esa cara de limón? ―le preguntó Luigi mientras retocaban sus
pestañas.
―No te preocupes, estoy
bien―le respondió, ocultando sus verdaderos sentimientos. Lo cierto es que sólo
pensar que tenía que desfilar ante el público le ponía enferma. En aquella
clínica de desintoxicación lo había pasado fatal. Cuando llegó, su autoestima
estaba por los suelos, y encima, cargaba
con la culpa de lo que acaba de ocurrir en el seno de su familia. Pensó que
nunca lo superaría, pero allí estaba, consiguieron convencerla para que
volviera.
Ajena a su presencia, Eva
contemplaba la escena sentada bajo una de las mesas de maquillaje. Con unos
rulos y unas pinzas que había encontrado por el suelo se había fabricado un
pequeño humanoide, que desplazaba por el suelo haciendo poses imposibles, al
tiempo que mantenía una conversación totalmente surrealista.
―Te veo más gorda, ¿no
estabas haciendo dieta? ―preguntó al muñeco manufacturado.
―Pues sí, la del e-rizo,
pero un día se me fue la pinza y me dije: “Por más vueltas que le doy, no me
veo mejor” ―contestó con voz de pito y sin mover los labios, cual maestra
ventrílocua.
Mientras esto ocurría, a escasos metros, un
émulo de vigilante de seguridad se introdujo entre bambalinas. En su mano
izquierda, una discreta bolsa negra. Nadie le hizo caso, cada cual estaba
pendiente de su maquillaje o peinado, mientras las modistas trataban de ceñir
los escuetos vestidos a aquellos huesudos cuerpos a base de alfileres, que en
muchas ocasiones laceraban sus finas epidermis.
De repente, el soniquete se
detuvo, y dio paso a una melodía a base de sintetizador. Al mismo tiempo, sobre
el iris del imponente ojo comenzó a proyectarse una cuenta atrás, mientras el
escenario se inundaba con un iridiscente resplandor. La proyección sobre el
telón negro dio paso a un foco deslumbrante, que parpadeó durante un instante,
el necesario para que Iris se plantara en el escenario como una aparición
espectral. Los aplausos y ovaciones atronaron sus oídos. Había vuelto al centro
del huracán, sólo que en esta ocasión, su aplomo ya no era el de siempre, sus
inseguridades le impedían mantenerse erguida.
―¡No te pongas su piel,
ponte en su piel! ―profirió el activista, al tiempo que lanzaba su bolsa al
aire, cargada con sangre artificial. Con tan poco tino que, al caer, se
desparramó toda por la primera fila de asientos. Las salpicaduras llegaron a
Iris, que inmutable y absorta, veía como su pelo chorreaba una roja lluvia
sobre el blanco armiño. La estupefacción dio paso a un aluvión de flashes. Los
telediarios arrancarían con la noticia, misión cumplida para el manifestante.
Sacaron a la modelo de allí
en volandas. Luigi estaba histérico, pero no estaba dispuesto a que le
reventaran su presentación.
―¡Atención! Quiero a todos
en sus puestos para empezar a desfilar. Vamos a cambiar el orden. ¡Tatiana!,
¿dónde está Tatiana? Prepárate para salir, abres tú. Y por favor, ¡no te caigas
esta vez! ¡Pero limpiad el suelo antes, por Dios!―se desgañitaba el milanés
dando órdenes a diestro y siniestro.
Todo el mundo se puso a
correr como loco de un lado a otro. Aprovechando la confusión, emergió Eva de
su refugio y cogiendo a Iris de la mano, la condujo a las cortinas donde tenían
un pequeño set de maquillaje y peluquería.
―Ven, hermanita, creo que
necesitas lavarte el pelo, no puedes salir así.
Por primera vez, la hermana
menor tomaba la iniciativa y mostraba su solidaridad en este momento de
adversidad. O al menos, eso parecía. Ninguno de los presentes podía adivinar la
escondida inquina que albergaba el corazón Eva hacia toda su parentela. Ya se
libró de sus padres aquella fatídica tarde en la que su coche se empotró contra
la mediana de la autopista mientras se dirigían a la clínica en la que iban a
ingresar a su primogénita para que tratasen sus adicciones. Pretendían cuidar
de su gallina de los huevos de oro, pero la fatalidad se cebó con ellos. No
debieron discutir con su hija mientras conducían, aquella distracción les costó
la vida. Eva salió indemne, pero el sentimiento de culpa la persiguió desde
entonces.
Durante semanas, los
servicios sociales se hicieron cargo de Eva. Alejada de la mansión y los
privilegios, se dio cuenta de las dificultades que entrañaba la orfandad. Sin
sus progenitores y con su hermana en tratamiento, dio con sus huesos en una
familia de acogida. Acababa de cumplir los diez años y su vida había dado un
vuelco, pero no estaba dispuesta a perderlo todo.
Cuando Iris volvió a casa,
comenzó a comportarse de forma errática. Volvieron a convivir juntas en la
mansión, rodeados de servidumbre. Pero la ausencia de cariño, forjada durante
años, prevaleció sobre cualquier otro sentimiento.
Pasaron los minutos y,
superado el desconcierto inicial, el pase de modelos fue adquiriendo el ritmo
habitual. Una tras otra, las maniquíes se contoneaban sobre la pasarela. Pero
faltaba la gran estrella de la noche, la artífice de grandes éxitos para el
modisto. ¿Dónde estaba Iris?
Al correr la cortina, un
espectáculo dantesco les sobrecogió. La gran diva estaba sentada en una silla,
volcada su cabeza sobre la bandeja donde se enjuaga y lava el pelo, el gesto
crispado, las manos aferradas a la toalla que oprimía su cuello. Sus ojos se
habían convertido en un manantial sanguinolento por los puñados de afilados
alfileres que atravesaban sus córneas.
A su lado, con la mirada
perdida, Eva sujetaba el acerico. Había garabateado en él con un pintalabios un
burdo esbozo de ojos y boca. Ahora, por fin, había robado el protagonismo a su
hermana, todas las miradas se posaban en ella, sin excepción.
Dirigiéndose a su
improvisado amigo de fieltro, le susurró:
―Siempre supe que nunca
sería la niña de sus ojos.
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