Autor: M.C.ESCHER. |
Antonia era una mujer oronda. La recordé
después en múltiples ocasiones cuando Mamita apretaba el corsé a Escarlata O'
Hara; hasta su caminar basculante la emulaba.
La
pequeñez de nuestra infancia agrandaba sus curvas hasta el infinito e inflaba
aquella sonrisa por la que escapaba su voz potente y rotunda. Pero lo que la
hacía singular era su mirada. Nadie supo en años sucesivos acompañar el mundo
interior que creó para nosotras con la pujanza de unos ojos.
Eran por entonces, anchas tardes de pan y
mantequilla, cuando las pocas tareas de la escuela dejaban sobrados momentos
para el solaz. Antonia vivía dos casas más abajo, en una calle que no atrancaba
sus puertas. La suya no era como las demás. Traspasar sus muros era perderse
entre los recovecos de sus dos plantas, corretear por las terrazas y azoteas o
descender con una larga capa de princesa real, las elegantes escaleras de
mármol que conducían al salón donde ella solía acomodar sus caderas en un ancho
sillón de orejas, mientras pelaba las papas que descansaban amontonadas en el
delantal. Nos observaba, a sus nietas y a mí, entrar y salir de la cocina para
asaltar la talega del pan, o jugar al escondite por las múltiples habitaciones
que configuraban su reino.
Nuestro pequeño pueblo quedaba casi siempre reducido a la plaza y a
nuestra calle. La escuela, que ocupaba las mañanas, estaba cerca y en ella
atamos los primeros nudos que la infancia teje haciendo y deshaciendo, en un
entramado que luego el tiempo desata de un lado o aprieta en otros. Y éramos
felices. Salíamos al mediodía en tropel y recalábamos en el bar de la esquina
para saborear aquellas princesas de bizcocho emborrachado, cubiertas de coco
rallado y coronadas por una roja cereza almibarada, preludio del esperado
momento del día. La tarde, la casa
grande y Antonia.
Sabíamos que la caja mágica se abría cuando ella se sentaba en su
sillón; deteníamos de inmediato nuestros juegos y nos sentábamos en el suelo, a
sus pies. La gran Sherezade cruzaba sus brazos bajo sus generosos pechos, y
sonreía accionando el interruptor que encendía la pantalla blanca de su mirada,
mientras la estancia se oscurecía hasta desaparecer por completo. Y Antonia
inventaba, contaba, pintaba, tejía, un palacio, un príncipe, un mago y un
dragón, un laberinto sin fin donde se perdían los niños traviesos o una casita de muñecas que tomaba vida en primavera, y
nosotras cabalgando en el carrusel de pegasos voladores pedíamos más.
Es tarde pero va el último. Y seguía.
A mí
me gustaba perderme en sus ojos. Los abría con fruición mostrando la puerta de entrada a un mundo interior por
el que yo me colaba para saltar las vallas tediosas de la realidad.
Podía
permanecer largo tiempo en silencio y dejar que su mirada derramara por la casa
los sueños que cualquier niño pedía tener al dormir. Ninguno estuvo escrito y
ninguno repitió. A veces empezaba de la misma manera, y girando en una pirueta
inesperada hacia otros derroteros más misteriosos o fantasmales, prendía hasta
la ebullición nuestros corazones agitados, para
terminar apaciguados al remanso del fin de la tarde, el final de la
función.
Así
se concatenaron los largos días de aquellas anchas tardes mientras el decurso
de los años giraba entre su casa y la mía.
Una
tarde Antonia ya no estaba. No recuerdo cuándo ni cómo sucedió. Lo supe al
entrar en el salón y vislumbrar la luz cenital que irradiaba su orondo sillón.
Precioso relato, me trae recuerdos de la niñez!!!
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