Las cifras y gráficos
parpadeaban constantemente en el monitor. Mientras, Nicholas Vermin miraba a
través de aquellas enormes cristaleras. Cuarenta pisos más abajo, el bullicio
de la gente le era ajeno. En su cabeza, una única idea: «Llegó el día».
Un zumbido le distrajo, el
móvil comenzó a deslizarse por la pulida mesa de sequoia. Era Brad, su yerno y
único factótum dentro de la compañía.
―Nick, buenos días ― le
saludó afable.
―¿Ya ha llegado? ―le
contestó dejando a un lado los modales.
―No, todavía no. Pero
vendrá, no te preocupes.
―No me preocupo. Déjale un
buen rato en recepción, no está acostumbrado a que le hagan esperar. Así tendrá
tiempo para pensar y se pondrá nervioso.
―Te llamaba porque no sé si
has visto las noticias del canal 10.
―¿Te refieres a la demanda?
No tienen nada contra nosotros, que vayan preparando el dinero para pagar las
costas judiciales.
―Pero Dennis... ―no le dejó
terminar la frase.
―¡Al diablo con Dennis!
Investígale, seguro que hay algo turbio en su pasado y podemos machacarle.
Colgó el teléfono y lo
arrojó sobre la mesa. No permitiría que nadie pusiera en tela de juicio su
integridad. Había peleado durante muchos años para estar en esta posición
privilegiada, por fin reconocida por sus homólogos. Empresario del año, sí
señor. El galardón, una pesada espiral metálica rematada por una bola, ocupaba
un lugar privilegiado en su imponente escritorio. Era una especie de alegoría
sobre lo sinuoso que era el camino para llegar a lo más alto. Sólo unos pocos
hombres de negocios podían decir que habían alcanzado el éxito en su sector, y
él pertenecía ahora a esa élite.
No siempre el camino fue
fácil, la competencia se comportaba como alimañas, pisoteando sin piedad a los
que se quedaban por el camino. Estuvo a punto de arruinarse en más de una
ocasión. Tuvo que invertirlo todo, arrimar el hombro, hipotecar su casa. Todo
por un sueño que ahora se veía cumplido. Un imperio que en un futuro heredaría
su hija, Joanna.
De repente, al fondo del
enorme despacho, se abrió la puerta, y una figura desgarbada se introdujo,
cerrándola tras de sí.
―¿Qué hace aquí?¿Quién es
usted? ―dijo alterado, abalanzándose sobre la mesa buscando el interfono. Ya
había pulsado el botón y por el altavoz se escuchó la voz de su secretaria.
El intruso no se movió, tan
sólo pronunció una frase.
―Tranquilo, Nicky. No hace
falta que llames a seguridad. ¿Es que no me reconoces?
Ese tono tan rasgado de voz
enseguida le resultó familiar, aunque tuvo que rastrear durante un momento en
su memoria para enlazarlo con un nombre.
―¿Ezra? ―pronunció su nombre
con perplejidad.
―¡Bingo! ―le respondió su
interlocutor mientras se aproximaba cadencioso a la mesa. ―Ezra Damon viene a
reclamar lo suyo.
―Laura, no me pases
llamadas, por favor. Y avísame cuando llegue el señor Richards.
Antes de que pudiera decir
nada más, el extravagante personaje acariciaba el premio.
―Parece que no te va mal,
Nicky, grandullón―le dijo mientras tomaba asiento enfrente suya. ― No has
vuelto a visitarme desde aquella noche. ¿Cuánto tiempo ha pasado?¿Diez años?
―se rascó la rapada cabeza mientras le señalaba con el dedo índice.
El magnate seguía anonadado
buscando respuestas a estas preguntas. Todavía no asimilaba la situación. En
primer lugar, cómo aquel impresentable había pasado por delante de las narices
del dispositivo de seguridad y se había plantado allí sin problema. En segundo
lugar, se agolpaban en su cerebro, como centellas de fuegos artificiales, los
acontecimientos acaecidos hacía una década.
―Ya entiendo, seguramente
has olvidado dónde está mi local―. Se hurgó en la raída chaqueta y puso sobre
la mesa un macilento posavasos con las esquinas desgastadas. Sobre un diseño
bastante anticuado, con unas llamas extendiéndose de un vértice al contrario,
se podía leer el nombre del local: «Inferno 66».
―Ahí sigue la mancha de
sangre, no se ha borrado con el paso de los años. Y seguro que todavía sientes
irritación en el dedo. No sabes cómo lo siento, pero soy muy efusivo en los
apretones de manos―recalcó mientras giraba un extraño anillo en su dedo, en
forma de enroscada serpiente.
Era cierto. La maldita y
minúscula herida tardó meses en cerrarse. Y la pequeña cicatriz, apenas
imperceptible, a veces le escocía, sobre todo al agarrar el palo de golf. El puzzle
se iba recomponiendo en la cabeza de Nicholas. Años atrás, al borde de la
bancarrota, agravado por una profunda crisis en su matrimonio, veía como todos
sus sueños e ilusiones se iban al garete. El profundo y oscuro pozo en el que
se había convertido su vida le llevó a inundar las noches con alcohol. En una
de sus excursiones nocturnas, dio por casualidad con aquel antro perdido, en el
que la barra era una suerte de confesionario y el barman ejercía como
improvisado confesor.
― Entonces, Nicholas, ¿qué estarías dispuesto a pagar para salir del
atolladero en el que estás metido?― le preguntó mientras le servía una copa más
de bourbon a aquel andrajo en el que se había convertido el empresario.
― No hay salida, amigo. Esos malditos cabrones del sindicato me están
arrancando la piel a jirones. Si no desconvocan ya la huelga, seguiré tirando
de créditos y mis acreedores me sangrarán con los intereses acumulados― le
contestó el atribulado parroquiano.― Cuál no será mi desesperación, que había
pensado quitarme de en medio. Al menos así mi mujer y mi hija podrían salir
adelante con la póliza de mi seguro de vida.
―¿Tan poco aprecio le tienes a la misma que no te importaría perderla
por problemas tan nimios? ¿Y si te dijera que sé la forma de cambiar tu suerte,
que la diferencia entre el fracaso y el éxito sólo depende de ti?
―¿Qué sabrás tú de eso? Mira el tugurio que regentas.
―No deberías menospreciar al que te ofrece ayuda.
―Tienes razón. ¿En cuanto cotizas tu ayuda, oh gurú de los negocios?―
contestó en tono sarcástico.
Esta conversación tan
absurda había quedado bloqueada en la memoria de Nicholas durante años, en los
cuales su negocio volvió a florecer.
―¿Nunca te paraste a pensar
el motivo por cual se desconvocó la huelga de un día para otro? ¿Acaso crees
que fue casualidad el tifón que arrasó las fábricas de tus competidores en
Asia? ¿O la súbita muerte de aquel fiscal que te investigaba? No seas iluso,
Nicky, todo obedecía a un plan. Desde que me conociste, no has tenido que
preocuparte por nada. Todos tus problemas se diluían por arte de magia. Y no
era cuestión de suerte, ¿verdad? Yo ya he cumplido mi parte, ahora te toca a
ti.
El empresario no daba
crédito a lo que escuchaba, así que contestó con contundencia:
― Seguro que el día que nos
encontramos debiste pensar que era un estúpido, contando mis problemas a un
desconocido. Pero fueron sólo eso, conversaciones de barra de bar. No pensarás
que voy a creerme que mi buena o mala racha va a depender de un "pacto"
con un personaje tan extravagante como tú.
Ezra no se inmutó ante esta
respuesta, al contrario, parecía que era parte de un ritual que había repetido
centenares de veces, así que replicó entrando en detalles de la vida personal
de su interlocutor.
― Bien, veo que para que te
des cuenta de que esto va en serio, tendré que tocar alguna que otra fibra
sensible. A ver si te gusta este juego. Supongamos que tu mujer se encuentra
"por casualidad" con tu amante en una de esas tiendas tan exclusivas
que suele visitar, y, hablando, hablando, traban cierta confianza. Se van a
almorzar juntas, y en un momento dado, sale a relucir tu nombre de la boca de
tan voluptuosa señorita. ¿Qué crees que pensará tu mujer?¿Volverán los
fantasmas del pasado, cuando tu infidelidad casi os cuesta el divorcio?
― Así que eres un simple
chantajista, ¿no? Lo siento, amigo, pero no te servirán esas tretas conmigo ―le
respondió con desdén. ―Yo también puedo hacer que te sigan y averiguar cual es
tu punto débil, ¿qué te parece la idea?
―Nicky, Nicky, qué incrédulo
eres. Está bien, dejemos que el azar siga su curso, los dados ya han sido
lanzados. Lástima que tu hija no tenga tanta fortuna como tú. Ella es una
fanática de la velocidad, ha heredado de ti ese gusto por los coches
deportivos. Ya sabes lo peligrosos que son esos cacharros cuando les pisas más
de la cuenta.
― Te recomiendo que no pises
terrenos pantanosos, idiota. ¡No metas a mi hija en este asunto!
― No te enfades, Nicky ― no
dejaba de llamarle así a propósito, igual que lo hacía su padre cuando quería
ponerle nervioso ― al menos no conmigo, sino con ella, por tener esa misma
debilidad que tú tenías de abusar del alcohol. Bebida y velocidad, mala
combinación. Mejor le dices algo cuando vuelva de su ruta por la Interestatal,
por cierto, muy por encima del límite de velocidad permitido. Esperemos que no
se distraiga, podría ser fatídico.
Por primera vez durante toda
la conversación, Nicholas se sintió incómodo, tal vez, incluso algo asustado.
Por muy loco que estuviese aquel tipo, tenía que averiguar qué había de cierto
en sus palabras. Cogió el teléfono e hizo un par de llamadas, sin obtener
respuesta. Finalmente llamó a Brad.
― Nick, acaba de llegar― le
espetó nada más descolgar.
― Escucha, Brad, Joanna está
en casa, ¿verdad? No coge el teléfono.
― No, no está allí, salió a
media mañana para reunirse con su amiga Cinthia, fue a la costa, volverá esta
noche. ¿Ocurre algo?
Colgó sin responder a su
yerno. Con algo de desconcierto, se volvió hacia el intruso, y con la voz
quebrada, le exhortó:
― Esta bien, hijo de puta,
negociemos un precio y sal de mi vida cuanto antes.
― ¿De repente quieres poner
un precio para continuar con la vida que llevas ahora? Un poco tarde, Nicky.
― Entonces, ¿qué demonios
quieres de mi?―le gritó desencajado.
― Ya lo sabes, lo que me
prometiste aquella noche hace diez años. Yo sólo tengo que esperar ― y se
acomodó en una silla junto a la puerta.
Sin tiempo para reaccionar
ante esta situación tan chocante, la puerta se abrió de golpe. A través del
dintel apareció la vociferante cara de Richards, y tras de él Brad, que
intentaba excusarse:
― No he podido hacer nada
para...
― ¡Maldito cabrón!. Así que
querías quedarte con mi negocio a base de malas artes ―le gritó Richards
mientras la saliva salía de su boca cual proyectil.
El escenario que esperaba
Nicholas aquella mañana era el siguiente: un humillado Richards acudiría a la
reunión para negociar una salida digna del consejo de dirección de su propia
empresa, que sería absorbida y pasaría a formar parte del emporio Vermin. Todo
por obra y gracia de una compleja trama en la que estaban implicados tanto
abastecedores de componentes como distribuidores de productos del sector, que
fueron coaccionados subrepticiamente para aislar a Richards y bloquear tanto la
producción como las ventas de sus productos.
Nunca hubiese imaginado lo
que ocurriría a continuación.
Con un gesto, le indicó a
Brad que ya se hacía cargo él y que abandonara la habitación. Richards continuó
soltando veneno por la boca:
― Sólo que ahora el que paga
la nómina de Dennis soy yo, y con todo lo que él sabe, tengo argumentos más que
suficientes para llevarte a los tribunales. Lo sé todo, incluido ese asunto tan
turbio con las patentes. Ese pusilánime todavía habla bien de ti, te idolatra,
¿te lo puedes creer?
Dennis. Hasta hace poco era
la mano derecha de Nicholas, estuvo con él desde el principio, su dedicación y
fidelidad eran incuestionables. Hasta que cierta información delicada empezó a
filtrarse. Un topo hacía tambalear su imperio y sólo podía ser alguien muy
cercano.
Ante el comentario de
Richards, cayó en la cuenta demasiado tarde: «¡Cielo Santo! ¡Brad! El muy
estúpido creó una cortina de humo para quitarse a Dennis de encima. ¿Cómo no lo
vi antes? ».
Estos pensamientos pasaron
por su cabeza mientras Richards seguía con su letanía, pero en esos momentos ya
era totalmente ajeno a lo que le decía. En cambio, mirando por encima del
hombro de Richards, vio a Ezra, al fondo, riendo a mandíbula batiente.
― Maldito bastardo. Les has
tentado a todos ellos, ¿verdad?, con tal de destruirme...
Richards se dio por aludido,
aún sin entender nada.
― ¿Destruirte? ¿Cómo tú
pensabas hacer conmigo? No. Yo sólo quiero que se haga justicia, pero cualquier
cosa que te pase, la tienes bien merecida.
― No estoy hablando contigo,
estúpido ― le respondió iracundo.
― ¿No? Entonces con quién.
Aquí no hay nadie más― y se giró sobre sí mismo dando un vistazo a la sala. ―
Estás más loco de lo que pensaba.
― ¿Loco yo? No, si hay alguien
aquí que ha perdido el juicio eres tú. No dejaré que os salgáis con la vuestra,
ni permitiré que nadie se apropie de lo que es mío― le avisó encolerizado
mientras le sujetaba por las solapas de la americana.
Richards respondió a esta
afrenta empujándole contra la mesa, a su espalda. En ese momento de máxima
tensión, Nicholas vió con el rabillo del ojo su recién adquirido galardón, y
sin pensárselo dos veces, lo agarró con fuerza con la mano derecha y lo
estrelló repetidas veces contra la cabeza de su adversario, que al momento,
cayó fulminado sobre la alfombra, que poco a poco fue tiñéndose de carmesí.
Nicholas Vermin fue acusado
de homicidio y condenado a morir mediante inyección letal. Tumbado, amarrado a
aquella extraña mesa con forma de cruz ―el Diablo siempre trata de imitar a
Dios― creyó ver la sonriente faz de Ezra Damon entre el público asistente. Su
pacto estaría saldado en cuestión de unos agónicos minutos.
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