jueves, 15 de diciembre de 2016

In nomine patris, por GLORIA ACOSTA.

M.C. ESCHER. LÍMITE CIRCULAR IV, CIELO E INFIERNO
IN NOMINE PATRIS

" No os olvidéis de la hospitalidad, porque por ella algunos sin saberlo, hospedaron ángeles" (Hebreos 13:2)
“ Sed sobrios, porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar ” (1 Pedro 5:8)
" Es mejor reinar en el infierno que servir en el cielo " (John Milton: El paraíso perdido)


Algunos inocentes son llamados a transferir los confines de la bondad para moverse entre la iniquidad sórdida que la ignorancia arroja sobre su frágil candidez. Nuestras luces y sombras  respiran el mismo hálito; conviven cediéndose el turno hasta que una de ellas sucumbe de forma inexorable. Así lo pude comprobar aquel lento invierno en que el destino quiso poner a prueba mi recién estrenada profesión en una escuela unitaria del norte.
   Claros y nieblas empolvaban aquellos días, que ahora trato de traer a mi memoria, sacudiéndolos de la ensoñación propia de las trampas del tiempo. Los primeros aires del otoño me removieron con el desconcierto de quien estrena el ropaje de una independencia tan deseada como temida. De repente se abre a tus pies el vértigo de un vacío al constatar que el valor o la cobardía de una decisión dejan un vestigio del que sólo tú eres responsable. El otro lado de esa inquietud lo suavizó en aquel tiempo, el dormir sereno que confiere la estabilidad económica.
   Transcurrieron rápido los primeros meses, entre mudanzas, clases, paseos y visitas vecinales. La pequeña escuela brillaba por la calidez humana de quienes aprendían en ella, contrarrestada por la escasez de cualquier material que se considerara un lujo superfluo.   
   Pronto perdí el estatus de novedad, hecho que agradecí sobremanera.
   Las mañanas se deslizaban al compás de libros y pizarras y las tardes, cada vez más cortas se acoplaban a la rutina de las nuevas amistades, donde las labores del hogar constituían una prolongación a las tareas del campo.
   El orden consustancial a los naturales acontecimientos jamás se altera en un pueblo rural de medianías, quizá sea ese el secreto de la serenidad de sus gentes; todo ocupa un espacio y un tiempo establecidos, acorde al ritmo que marca la tierra de labranza o el pastoreo de los animales. Incluso sus rarezas forman parte del paisaje, y ésta fue la primera nota disonante de aquel invierno, mi encuentro con Genaro.
   El día se había despertado soleado y libretas en mano llevé a mis ocho alumnos a pintar del natural. Primero fue un tintineo de atarecos que se acercaba y mas tarde la pequeña comitiva de cabras seguidas por el perro que rondaba alrededor reuniéndolas con maestría. Entre el fulgor de los  haces de luz que se colaban por el ramaje del inmenso castaño, apareció su imponente figura. A medida que se acercaba se definían sus rasgos, marcadamente masculinos, en una piel morena y curtida con profusas arrugas que no restaban belleza al semblante. Su mirada atravesaba el corto espacio que ya nos separaba cargada de una turbadora  atemporalidad. Se paró a nuestro lado y sin mediar palabra empezó a ordeñar un animal y me cedió el cazo. Me puse en pie agradeciendo el gesto y tratando de rehusar el ofrecimiento, pero fue en vano. Golpeaba con suavidad mi brazo en silencio, apremiando para que bebiera. El olor intenso de la leche impactó en mi nariz, pero el sabor tibio del líquido cayó en mi estómago con creciente gratitud. A continuación repitió el gesto con Joaquín, con Naira y con todos los que allí se encontraban abrazados a sus piernas, entre jolgorio y risas infantiles. Como vino, se fue.
— ¿Quién es?—pregunté.
— El hijo de doña Fermina, la que limpia el colegio.
— ¿Por qué no habla? ¿es mudo?
— No señorita, habla muchas lenguas. Su madre dice que es un ángel y por eso sabe idiomas sin estudiar.
   Se sucedieron a partir de ese día los encuentros con Genaro, y en todos fui testigo de la adoración que despertaba entre sus vecinos, que daban palmadas en su espalda mientras le repartían caramelos y cigarrillos. Las jóvenes cuchicheaban en la plaza cuando él se sentaba en la terraza a tomar su cuarta de vino.
— Seguro  que ha hecho un pacto con el diablo para tener tan grande  la...
— Schsss, calla Lidia, no seas  vulgar—le recriminé.
— Bueno, hablemos  entonces de las bondades de su miembro viril.
    Y entre risas comentaban cómo alegraba las noches de algunas solteronas.    
     Pronto dejé de dar crédito a ciertas historias de las que unos y otros, llevados por la confianza que depositaban en mí, me hacían partícipe y empecé a considerarlas meras supersticiones de pueblo.

    La tarde que rompió la quietud de aquellos meses se desdibuja como los sueños que escapan con las primeras luces del alba. La puerta de la casa de Matilde se encontraba entreabierta. Ese día no había ido a trabajar y quise interesarme por su salud. Abrí apenas y la llamé. Al instante me llegaron unos extraños gemidos guturales que fueron en aumento. Unos golpes sacudían las paredes. La niebla ensombrecía la casa que aún no tenía las luces encendidas y sentí miedo. Imágenes inoportunas sembradas en una infancia timorata acudieron a raudales. Llamé de nuevo pero nadie respondió. Me atreví a seguir los sonidos que llegaban del fondo, y a medida que me acercaba empecé a percibir de forma clara, voces que bisbiseaban extrañas palabras que no se parecían a nada que hubiera escuchado antes. De repente lo vi. Tumbado en la cama, Genaro se revolvía con espasmos que convulsionaban su cuerpo en un terrible frenesí, lanzando al suelo todo lo que tenía a su alcance. De su boca salía una espesa espuma y sus ojos se perdían en las cuencas de una mirada blanca y fantasmal. Mi primer impulso fue salir corriendo, pero el subconsciente me instó a ponerlo de costado y retirar los objetos que tenía alrededor; después de un tiempo que me pareció  eterno fue recuperando la tranquilidad, para acabar dormido en un sueño agitado y febril. En ese momento Fermina, apesadumbrada, entró en la casa seguida de don Juan, el párroco. Ante mi estado de aturdimiento me cogió las manos y me dio las gracias. Las piernas no me sostenían cuando salí de la casa y me senté sofocada en el porche. La conversación que mantuvieron dentro, me llegó de forma inconexa pero algunas palabras resultaron reveladoras.
— Fermina, te dije que tenías que poner remedio a esto. No va a parar si no...déjame hacerlo.
— Mi pobre hijo, ¿por qué … si es un alma de Dios?
— Solo el exorcismo puede...
  Ella no paraba de llorar y yo no paré de correr.

   Los últimos días del curso llenaron de quehaceres los espacios que mi mente trataba de sabotear para crear un tenebroso mundo paralelo, cubriéndolos de cordura y persuadiéndome de que aquella conversación, que al fin olvidé cuando el avión me alejó de la isla, sólo había sido producto del desasosiego del momento.
  Seguí manteniendo contacto con algunas amigas del pueblo. Sus cartas desgranaban las pocas novedades que sacudían los cimientos de aquellos tranquilos caseríos. Una de ellas, a pesar del tono humorístico que siempre utilizaba Lidia al escribir, me estremeció.

“ ...Te alegrará saber que a  Genaro lo ha visto un médico de la capital y se ha recuperado de aquella rara enfermedad. El suceso más comentado es  la costumbre que tiene de un tiempo a esta parte el cura, de hablar en unos idiomas que nadie entiende. A veces se le escapan unas palabras raras con una voz peculiar  cuando está dando misa; pero a él parece no importarle, al contrario, ahora siempre está de buen humor. Las solteronas dicen que le ha crecido el miembro viril. Ellas sabrán…”





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