Una suave brisa mecía las
ramas de los árboles, cuyas sombras proyectadas sobre los remolinos de
hojarasca conformaban caprichosos dibujos. De fondo, el martilleo incesante del
pájaro carpintero imperial componía una sinfonía monocorde, a la cual era ajena
el papagayo glauco, que se afanaba en abrir una nuez. Del otro lado del nogal,
un pájaro dodo se movía renqueante buscando frutos más jugosos que llevarse a
su curioso pico.
La escena era contemplad por
un joven, atónito y silente. Su mentor hizo un gesto, y el planeador les
desplazó a una velocidad vertiginosa junto al rio. Una pareja de zampullines
surcaban distraídos la caudalosa corriente, mientras que, como pepitas de oro
refulgentes, los sapos dorados se daban un baño en la orilla.
― ¿Te has fijado cómo
brillan estos animales? ―preguntó el adulto.
―Sí, es un color muy
llamativo, les resultará difícil ocultarse de su depredadores―contestó el
joven.
―Hay muchos motivos por los
que una especie resulta atractiva para sus depredadores. Ven, te enseñaré algo
curioso.
El raudo transporte les
llevó en cuestión de segundos a un nuevo hábitat. Atrás dejaron la frondosidad
de la vegetación para adentrarse en la sabana. A pesar de la velocidad, el
vehículo era totalmente silencioso, tanto que el rinoceronte negro no advirtió
su aproximación por la espalda. Ya a pocos metros de él, un nuevo comentario.
―Esta bestia tan plácida desapareció única y
exclusivamente por la creencia de que esa excrecencia de su morro,
convenientemente tratada y consumida, tenía efectos extraordinarios en el
organismo.
―¿Y era cierto?
―Por supuesto que no, pero
algunos interesados hicieron de este bulo un negocio.
―¿Quién podría tener tan
malas intenciones?¿Por qué llevar a la extinción a tan magnífico animal? En
este caso no se servían de él como alimento, como me has contado de otras
especies.
―Jovencito, la cadena
trófica no siempre sigue los dictados del instinto animal. ¿Ves aquellas
sombras en la distancia? Esa es la ciudad, allí terminaremos nuestra
visita, pero antes veamos más cosas que te resultarán interesantes.
Pupilo y preceptor
prosiguieron su periplo tras el galope de un tarpán que se había despistado del
grupo. No muy lejos, se toparon con una manada de quaggas trotando alegremente,
sin saber que estaban siendo acechados por un tigre de Java. El terreno era
cada vez más árido, y en el límite del desierto se encontraron con una jauría
de tigres de Tasmania que, olisqueando, trataban de seguir el rastro de alguna
presa.
―¿Quieres ver algo realmente
grande? Sujétate fuerte.
Virando meteróricamente,
pusieron rumbo a un gran estuario rodeado por un bosque de helechos tan vasto
que no se adivinaba su final. Desde el aire se veían moverse torpes figuras que
zarandeaban las ramas para llevar las hojas y tallos más tiernos a sus bocas.
Diplodocus, brontosaurios, estegosaurios o triceratops se desperdigaban por el
vergel inconmensurable.
―Cuánta diversidad de
especies, y qué distintas. Estas son enormes en comparación con las anteriores.
―Efectivamente. No fueron
coetáneas, cada época tenía su propia flora y fauna, que fue evolucionando en
función de las condiciones climáticas. Lo cual me da pie a mostrarte cuándo se
produjo el cambio definitivo. Hay un espécimen que te quiero enseñar. ¿Ves allá
a lo lejos esa nube proyectada desde la superficie del agua?
Al instante de pronunciar
estas palabras, bajo sus pies, un descomunal ejemplar de ballena azul se
zambullía en el océano, mostrando orgullosa su aleta caudal.
―Un día se dieron cuenta de
que ya no había ballenas, y la razón la encontraron en que los pequeños seres
que estas enormes moles consumían en ingentes cantidades habían sucumbido por
la contaminación. Habían envenenado los mares, también los cielos, el equilibrio
se había quebrado y el planeta dejó de ser habitable.
―¿Pero quiénes se dieron
cuenta? ―preguntó perplejo.
―Tienes razón, todavía no te
he hablado de ellos. Es hora de que los conozcas. Vayamos a lo que ellos
mismos llamaban “civilización”.
De nuevo la aceleración les
desplazó una distancia inimaginable en tan sólo un instante. Flotando a escasos
centímetros sobre el camino resquebrajado por la indómita vegetación, se
adentraron en la ciudad fantasma. Las rectangulares oquedades cinceladas en los
inmensos farallones de hormigón parecían desdentadas bocas de difuntos. Largas
y solitarias avenidas permanecían mudas ante los visitantes, tan sólo el viento
ululaba en los callejones, componiendo estrofas ominosas y remolinos
fantasmagóricos que danzaban sin oposición.
Sobre una colina se alzaba un edificio
singular. Una columnata ciclópea soportaba un frontispicio recargado con
figuras bípedas que alzaban sus brazos al cielo, del que descendían ovoides
bajeles. Se adentraron en su interior. La agrietada cúpula sobre sus cabezas
trazaba rayos de luz en todas direcciones, que incidían sobre grandiosos
paneles. En ellos, imágenes de la actividad diaria de múltiples individuos de
diferentes razas, vívidos retratos de sus ilustres representantes, un compendio
de lo que habían sido capaces de lograr como colectivo.
―Parece una especie
interesante, y muy activa. ¿Cómo se llaman?
―Se autodenominaban
“humanos”, pero por lo que sé, no hacían honor a las cualidades que ellos
mismos se atribuyeron en una de las definiciones de esta palabra. Tenían poco
de solidarios y bondadosos. Al contrario, se afanaban en asesinarse en batallas
fraticidas, y de paso, destruir todo lo que encontraban a su paso. Una vez ya
les salvamos de su destrucción. Cuando su planeta estaba exhausto, cuando la
vida estaba condenada a desaparecer, les trajimos aquí, a este planeta que
acondicionamos especialmente para ellos y el resto de especies. Agua y oxígeno,
eso era básicamente lo que necesitaban para recomponer su destino, para
aprender de los errores del pasado. Previamente, durante eones estuvimos
observando esa esfera azul en el firmamento, que albergaba una variedad
biológica tan distinta a la de otros sistemas planetarios que habíamos
visitado. Clonamos todo aquello que habitó su mundo, incluso aquello que ellos
mismos destruyeron. Y les dimos una segunda oportunidad.
―¿Y dónde están ahora? Este
lugar parece deshabitado desde hace mucho tiempo.
―La desaprovecharon. Con el
paso de las generaciones, nuestra visita redentora, la ayuda desinteresada, se
convirtió en un mito que fue degenerando, hasta caer en el olvido. Cambiaron el
mensaje de solidaridad por el de obediencia, y se volvieron avariciosos y
manipuladores. Crearon nuevas religiones
para controlar a sus semejantes, impusieron castigos a quienes ofendieran a sus
dioses llegados del cielo, se hicieron sacrificios en su nombre. El poder lo
corrompió todo, la guerra era su forma de vida, el egocentrismo su máxima, la
justificación para someter a todos los seres vivientes a su voluntad. Quebraron
el frágil equilibrio del ecosistema.
―Entonces, ¿se
autodestruyeron?
―No. Tuvimos que
exterminarlos. Fue un genocidio necesario antes de que ellos lo aniquilaran
todo, agotando todos los recursos naturales. Otra vez.
―¿A todos?¿Todos merecían
ese final?
―Eres sabio pese a tu
inexperiencia. No, no todos. Esta especie es tan inusual que tomamos una
decisión de la que espero que no tengamos que arrepentirnos.
Se adentraron en las
entrañas del edificio. Descendieron varios niveles hasta una cámara oscura y
fría. Una luz tenue fue despojándola poco a poco de las tinieblas, hasta que se
pudo apreciar un par de siluetas tras una superficie transparente. Dos cuerpos
desnudos, parecidos pero algo distintos el uno del otro, inmóviles, con el
gesto congelado, pero con una inquietante mirada que sin duda hacía vislumbrar
algo de raciocinio, de sensibilidad. Frente a ellos, en un bucle infinito, se
proyectaban imágenes de congéneres suyos cometiendo todo tipo de atrocidades,
matando animales a sangre fría, destruyendo bosques y selvas, arrojando
artefactos destructores sobre la superficie de lo que una vez fue su hogar.
―Pensamos que mostrarles lo
peor de sus actos sería un buen método para instalar el miedo en lo más
profundo de su ser, sus propias crueldades convertidas en las más terribles
pesadillas, y así hacerles rechazar todo aquello que les llevó al caos y la destrucción.
Una lección que tendrán que aprender si alguna vez quieren volver a poblar el
planeta.
―¿Qué son esas inscripciones
que aparecen bajo sus pies? ―preguntó el alumno.
―Son los nombres que les
hemos dado. Proceden de una antigua leyenda de los humanos. «Adán y Eva».
Subieron de nuevo a la
desolada superficie, y dieron un último vistazo al decadente imperio que una
vez se vanaglorió de dominarlo todo.
―Bien, vayamos a visitar la
siguiente galaxia.
Un esférico campo de energía
envolvió de forma instantánea al singular transporte y a los traslúcidos y
esbeltos cuerpos de los visitantes. El maestro formuló un último pensamiento
telepático: ―¿Preparado para viajar a hipervelocidad cósmica?
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