sábado, 14 de noviembre de 2015

Un paseo por el cementerio, por CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN.

Cementerio de Guadix (Archivo de los Hnos. Fossores de la Misericordia)

     Pasear por el cementerio es una costumbre para mí desde que era una niña. Solía sentarme sobre las lápidas en los días soleados y comentar con alguna amiga esta o aquella tragedia de la familia de la foto ovalada, cuyos colores casi irreales y descoloridos les da ese aspecto de fantasmas tan propio de estos lugares. O mirar las viejas tumbas sin lápida, tan sólo cubiertas por un montón de tierra encalada. Como esa que tiene una cruz de madera torcida, que en el Día de Difuntos, los familiares remotos  o un alma caritativa endereza, dejando caer sobre ella la flor sobrante que más tarde será arrastrada por un viento injusto. Estas tumbas anónimas son las que más llaman mi atención.
 
     Los Frailes Fossores de  la Misericordia conocían la historia del muerto de esa tumba, porque el hermano Fray José María de Jesús la contaba en numerosas ocasiones y fue pasando de una generación a otra: Esa que veis ahí, es la tumba de una niña. Su familia vivía en una cueva de aquí al lado del cementerio. Eran tiempos difíciles, donde vivir o morir era cuestión de suerte. Las tumbas de los párvulos sembraban el camposanto y los padres tenían los ojos secos de tanto llorar. El padre era de oficio enterrador, pues  los frailes aun no habían venido al pueblo, y él se ocupaba de dar sepultura a los fallecidos. En el año 1918, hubo una epidemia de gripe despiadada que se dejó sentir con mucha fuerza por aquí, llevándose la vida de muchos niños, pues al igual que los ancianos, eran las presas más débiles. Los niños de las familias ricas eran enterrados  en suntuosas tumbas, adornadas con ángeles tallados en mármol blanco, para que velaran por las almas de los infantes. Los más pobres recibían un funeral de limosna y enterraba a sus hijos en la fosa donde yacían sus familiares más o menos cercanos. A veces una misma familia se veía en la necesidad de abrir la tumba a las pocas semanas de haber enterrado otro hijo y el enterrador era testigo del dolor terrible de padres y madres, cuyas caras de enajenados, quedaban grabadas en su retina. Incluso él, un hombre fuerte de espíritu, en ocasiones se derrumbaba, y cuando el séquito  resignado cruzaba las puertas del cementerio, él se quitaba la gorra y de rodillas lloraba en silencio.

     Una tarde Nazaria, su hija de 8 años, se acercó hasta allí para llevarle la merienda a su padre y lo encontró con el caldero de cal y la brocha, blanqueando el montículo de piedras  y tierra de una tumba de niño recién cerrada.

-         --  Dígame padre ¿por qué pinta de blanco la tierra?

    La pregunta cogió un poco desprevenido al padre que permaneció unos minutos en silencio, pensando qué respuesta dar a una niña que aun no conocía la crudeza de la muerte.

-          -- Las pinto de blanco para que la gente sepa que aquí duerme un alma pura y no puede pisarse por nada del mundo. Si no la pintara, la gente olvidaría que duerme aquí y todos la pisarían.

           La respuesta impresionó a Nazaria que miró la fila interminable de tumbas que aun faltaban por pintar. Después de compartir parte de la frugal merienda con su padre, le pidió una brocha, y muy resueltamente se puso a blanquear sepulturas.

     A los pocos días, el enterrador y su familia fueron alcanzados por la epidemia. Primero fueron dos niños de corta edad, menores que Nazaria, mas tarde murió la madre. El día del entierro de su padre Nazaria lloraba desconsolada, preguntándole a la gente quién pintaría su propia tumba, si ella llegaba a morir. No trascurrió una semana cuando también la niña fue enterrada en la misma fosa. Sus familiares y amigos, se ocupaban cada año de blanquear la tumba de Nazaria en la víspera del Día de Difuntos, y más tarde los hermanos y yo nos encargamos de ese menester.
     
     Mi amiga se acercó a la tumba, que a pesar de haber transcurrido casi un siglo aparecía radiante como el primer día.

-             -- Y dime, ahora ¿quién pinta la tumba de Nazaria?

-         --  ¡Ella misma! – respondí- Mi amiga volvió el rostro sobrecogida, pero yo me había ya marchado. Los vivos no están preparados para entender el lenguaje de los que hace mucho tiempo que dejamos este mundo.

6 comentarios:

  1. Me ha encantado, sobre todo ese inesperado final.
    Gracias.

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  2. Muy tierno y humano el cuentecillo. Nadie muere mientras alguien le encale la tumba.

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  3. Precisamente hoy me he acordado en varias ocasiones de fray José María de Jesús Crucificado, y de las cosas que me contaba de él hace sólo unos años don Agustín Sánchez Díaz, q.e.p.d. ambos.
    Don Agustín fue párroco en la Estación de Guadix y el primer Director Espiritual de los Hermanos Fossores de la Misericordia.

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