viernes, 15 de mayo de 2015

El hijo pródigo, por EDUARDO MORENO ALARCÓN.



            La negrura se ha posado en el alféizar como un ave de mal fario. El ventanuco es ahora un telón denso de tinieblas. Mientras friegas los cacharros, sucios tras la cena, vuelves a sentir la angustia serpeando en el estómago. No es la muerte —tan cercana— lo que oprime tu garganta; es la incertidumbre, la alerta permanente que te acosa sin descanso, las dudas que se enroscan en tu mente cual culebras, la alarma ante los ruidos imprevistos en la noche.
            Los pocos viejos que aún quedan en el pueblo dicen que uno se acaba acostumbrando a vivir así, con el miedo siempre a cuestas. Pero tú sabes que eso no es cierto. Que el eco de las bombas y los tiros que el cierzo arrastra hacia los valles, cada vez más próximo, se abatirá sin remisión sobre el hogar. Eso, te dices a ti misma, es lo peor. Saberse con las horas contadas y no poder —o no querer— escapar.
            Desde la muerte de tu madre y la huída de Miguel, tu hermano, sólo hay sitio para estar junto a tu padre, ya anciano, con las fuerzas muy menguadas para echarte siquiera una mano.
            Esta maldita guerra echó por tierra tu futuro matrimonio con Daniel, el herrero. Lo supiste tan pronto se oyó el revuelo, y aquel miliciano, tan joven y ya roto para siempre, te dio las pertenencias del que iba a ser tu esposo, sus cartas renegridas por el humo. Otros, en cambio, escaparon monte arriba, y allí siguen, viviendo como lobos en covachas, furtivos del pasado, salvajes animales, acaso más libres…
            Ladran los perros al vientre hinchado de la noche, lastimeros, cómplices del miedo de sus dueños, tan ajados como ellos. Un ruido de pasos en el huerto te ha parado el corazón: «¡Ya están ahí!», te dices, mas la voz no te sale, ahogada por el pálpito del pecho. Instintivamente agarras la escopeta de tu padre y, reteniendo el aire en los pulmones, apuntas al vacío del corral.
            —¡Juana, soy yo, Miguel! —susurra un ser entre las sombras.
            Aferrando aún más el arma, tu pulso desbocado, extraes de la mesilla una vieja linterna. El haz alumbra un rostro hirsuto, un presente doloroso y un misterio inescrutable en el pasado, resumido en la maleta del soldado desertor.
            —¡¡Miguel!!
            Os fundís en un abrazo fuerte, hondo, detenido en la vorágine del tiempo. Las lágrimas te impiden hablar. Tu padre, aunque algo sordo, acude al oír la campanilla de la puerta. «¿Qué pasa Juana…?»… La sorpresa deja mudo al viejo Cayo. Al punto, Miguel se lanza en brazos de su padre. La escena se repite, casi idéntica.

            No puedes pegar ojo. Arrimas la oreja a la puerta del cuarto de tu hermano, tantos años clausurado. Miguel tampoco duerme: a través del silencio y las paredes, escuchas un extraño trajinar de cachivaches. Dudas si volver a la cama, si entrar, si preguntar. «Mejor mañana», te convences sólo a medias.
           
            «¿Qué has traído en la maleta? ¿Tienes ropa que lavar?»
            Tu hermano no ha querido responder a tus preguntas. Ha esperado que tu padre se acabara el cuenco de pan migado en leche y, azada en mano, enfilara el senderillo hacia la huerta. Ya solos, ha llegado su advertencia:
            —No entres en mi cuarto, Juana, te lo pido por favor; es peligroso.
            Miguel, enjuto y lívido, es una sombra del que fue y, sin embargo, exhibe una templanza que te asombra e intimida. Luego, su mirada atravesada por el dolor se dulcifica. Reflexivo y enigmático, agrega:
            —No temas, Juana. Yo os protegeré. Nada os pasará a ti y a padre. Pero has de prometerme que esta noche, oigas lo que oigas, no saldrás de casa —hunde sus ojos verde musgo en tu mirada; es como asomarse a un precipicio.
            Evocas con tristeza el día de su marcha, las peleas con tu padre, la tozuda insistencia del maestro: «El chico vale, Cayo, déjalo marchar», el duelo de tu madre con su huída; Miguel, el joven entusiasta de la Ciencia constreñido entre el ganado, aquel militar cazador que un día arribó al pueblo, la charla fortuita con tu hermano, la luz al final del túnel, el júbilo de ver cumplido un sueño…
            Aún conservas sus cartas clandestinas, aquéllas que llegaron al principio.
            Luego el silencio más inquieto. Llegó la guerra, los meses de contienda, la duda y el martirio…
            Un estruendo te ha arrancado bruscamente del recuerdo. Los milicianos están al otro lado del río. Te estremeces. Conduces a tu padre a la bodega, a fin de protegerlo del ataque. Te falta el aliento.
            —¡¡Miguel!!
            La puerta de su cuarto está cerrada. Dentro, un chirriar metálico.
            —¡No entres Juana, por el amor de Dios! ¡Vuelve a la bodega y quédate con padre! ¡Yo los detendré, confía en mí!...
            «¡Dios del Cielo, se ha vuelto loco!»
            Ahora las ráfagas percuten en las casas. Estruendo de los muros de la iglesia contra el lecho embarrizado. El pueblo está tomado. No puedes soportar más la tensión.
            —¡¡Miguel, por el amor de Dios, baja con nosotros!!
            —¡¡Aléjate!!
            Al otro lado, puebla la alcoba un chisporroteo de artilugio, de radio mal sintonizada, de colmena. Echas a correr, mas la puerta se abre a tu espalda; sin poder evitarlo, giras el cuello…
            Lo que ves te deja sin aliento. Miguel sale al pasillo y se desliza como un ánima. Aferra entre sus manos un artefacto con clavijas, botones y una antena desplegada. A semejanza de abejones, un enjambre de himenópteros bruñidos mariposea en torno a su figura. Más atrás, como legiones vomitadas desde el cuarto, revolotean más y más insectos.

            Las bombas restallaban sobre el valle y alejaban todo atisbo de susurros animales en los bosques; aquí y allá, bramaba el eco del infierno, el discurso de la pólvora, la arenga monocorde en la metralla.      
            Te escondiste en el rellano y, gracias a Dios, él no pudo verte. O acaso le cegaba el odio al enemigo. En medio de la noche y el horror, Miguel salió al camino salpicado por el barro y por las balas. Anduvo desarmado, a excepción de aquel transmisor portátil y la nube de criaturas voladoras, hasta el vetusto cartelón que anuncia el pueblo. Allí se detuvo. Estabas lejos, y la luna apenas ponía luz a la tragedia. Mas las llamas de un incendio recortaron la silueta de tu hermano alzando el artefacto. Luego, como si la Madre Naturaleza llamara a sus criaturas a la lucha, los insectos se lanzaron sobre el vasto regimiento que anegaba la vaguada.
           
            La fría amanecida arrojó un alud de muertos sobre el valle, milicianos enemigos perforados de aguijones, infestando las montañas con hedor corrupto a muerte.
            Miguel dejó una nota en su mesita. Tal como vino, se fue. Como un fantasma, como una aparición silente y misteriosa. Él y su maleta de artilugios se esfumaron, acaso para siempre.
           
           

           
            

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