I
Aquella mañana, los rigores del invierno por fin
habían dado paso a temperaturas más templadas que invitaban a la gente a
recorrer las calles parisinas. Tras los visillos de la ventana de su despacho
en la Rue des Capucins, muy cerca de la Place Vendôme, el doctor René Doinel
contemplaba como el viejo gañán azuzaba a la mula, que yacía sobre el empedrado
suelo, exhausta, su hocico rezumando espuma, y ya sin fuerzas para relinchar.
Los viandantes parecían no inmutarse ante esta escena, sin duda acostumbrados a
ver el sufrimiento a su alrededor como algo cotidiano. Era una de las múltiples
heridas silenciosas que había provocado la guerra, esa incapacidad para la
empatía, aunque fuese ante el dolor de una bestia reventada por el esfuerzo.
René no tuvo
ocasión de servir en el frente. Las secuelas de la poliomielitis le dejaron
algo renqueante de una pierna y episodios de insuficiencia respiratoria, así
que mantuvo su actividad como psiquiatra durante el desarrollo de la contienda,
eso sí, echando de vez en cuando una mano en la casa de socorro y en el
hospital de enfermos mentales, donde eran llevados los desquiciados que habían
visto las atrocidades de la guerra. Cuando ésta terminó, tuvo que multiplicarse
para atender la creciente demanda de sus pacientes, víctimas del terror
padecido en las trincheras. Toda una generación de franceses, de europeos,
tuvieron que hacer frente a situaciones extremas, matar o morir, soportar horas
interminables de bombardeos, la lucha cuerpo a cuerpo, los gases venenosos
quemándoles las entrañas. Toda esa ansiedad acumulada durante días y noches sin
fin, la pérdida de los seres queridos, los compañeros de filas sucumbiendo en
el campo de batalla, fueron el caldo de cultivo para que su gabinete fuese un
lugar de peregrinaje de almas en pena, consumidos por el miedo a cerrar los
ojos y volver a reproducir, una y otra vez en sus cabezas, situaciones tan
dramáticas.
Hoy no pasaría
consulta pues tenía que acudir a un congreso que se celebraba en la capital,
así que aprovechó para revisar los expedientes de las últimas sesiones. Se
sentó y puso sus notas desplegadas sobre la mesa. Se detuvo en la de una
paciente que le visitó hacía dos semanas.
21 de Marzo
de 1921. Paciente: Uma (no refiere apellido). Edad: la omite (unos 30 años).
Profesión: dice haberse dedicado a la enfermería durante la guerra. Otros
datos: se trata de una paciente extranjera, de raza negra, sin dificultades
para expresarse en francés fluido.
La paciente
acude a consulta indicando que le cuesta conciliar el sueño, y una vez lo
consigue, tiene extrañas pesadillas recurrentes, que le provocan estados de
ansiedad que le impiden llevar una vida normal. Interrogada por la naturaleza
de las mismas, relata lo siguiente:
Se encuentra andando por una
amplía llanura. No se escucha ruido alguno, parece estar ante una naturaleza
con ausencia total de vida animal o vegetal. El cielo tiene un color plomizo y
mira hacia el horizonte sin atisbar un sólo árbol en su campo de visión. Por
más que anda, parece no avanzar por este yermo páramo. No sabe que hace allí ni
tampoco a donde se dirige, lo que le provoca desasosiego. De repente, cree oír
el batir de unas alas, mira hacia arriba y una corneja con una amapola en el
pico pasa volando a ras de su cabeza, asustándola, por lo que cae al suelo, que
ha dejado de ser plano, resbalando a un inmenso hueco de arena negruzca.
Intenta salir pero le es imposible ascender por la empinada cuesta, que se
desmorona a cada intento. Mientras, la corneja le sobrevuela, y de repente,
profiere un estruendoso graznido, lo que provoca que la amapola, de un color
rojo intenso, caiga a sus pies, momento en el que sus pétalos se convierten en
un torrente sanguinolento que inunda la oquedad en la que se encuentra atrapada
y sin salida.
Una
fuerza extraña emanaba de aquella mujer, una mirada felina que no dejaba
indiferente. Ese magnetismo caló en el doctor, de tal forma que no podía dejar
de pensar en ella. A sus cuarenta y pocos años, su vida privada se limitaba a
las charlas de los viernes en el café y las esporádicas visitas a sus primos de
Orly.
René rememoró
la conversación posterior con Uma, en la que el terapeuta trató de encontrar
claves, puntos de conexión en la vida de la paciente, que pudieran dar una
explicación a la recurrencia de estos sueños que la habían sumido en este
estado de angustia permanente. Le explicó que era originaria de un país de
África Central, donde conoció a un reputado antropólogo, Jacques Roché, que
quedó cautivado ante la belleza de ébano de aquella chica larguirucha que acompañaba
a los hombres de la tribu en sus cacerías. Ya en el continente, vivió durante
un tiempo en la campiña normanda, donde compartía su vida con Jacques. Cuando
éste fue llamado a filas a finales del verano de 1914, no dudó en enrolarse en
la Cruz Roja con objeto de no separarse de él. Siguió sus pasos hasta el frente
occidental, cerca de la frontera belga, donde los combates cuerpo a cuerpo eran
encarnizados. Tras rechazar el avance alemán a orillas del Marne, su vida quedó
atrapada durante meses en aquella intrincada red de trincheras horadadas por
unos y otros.
Roché, en su
condición de capitán, se veía obligado por los mandos a realizar escaramuzas
para detectar puntos débiles en las líneas enemigas, e intentar desbloquear el
asedio que mantenía a hombres y bestias bajo el permanente bombardeo de obuses.
La incesante lluvia convertía el escenario en un inmenso lodazal, una trampa
mortal para soldados que se habían acostumbrado a convivir con la muerte, a
hacer guardia junto a los cadáveres de sus propios compañeros.
Ya en aquella
época, las pesadillas empezaron a visitar a Uma. El puesto de mando y los
servicios médicos no se encontraban demasiado alejados de la primera línea de
fuego, y en más de una ocasión la habían encontrado vagando entre ambos límites,
semidesnuda y cubierta de fango, aterida por el frío nocturno, sin que ella
pudiera dar explicación a estos hechos. Todos lo achacaban al sonambulismo.
Esto se repitió en no menos de una docena de veces.
La vida de Uma
dio un vuelco aquella tarde funesta en la que el capitán Roché entró en liza
una vez más con sus hombres ante las ametralladoras alemanas. En esa ocasión no
fue tan afortunado y no pudo esquivar las balas, que le destrozaron parte del
costado izquierdo y una pierna. Lo trajeron a rastras hasta el hospital de
campaña, donde Uma, horrorizada al ver a su amado mutilado, entró en estado de
shock, inmóvil, la vista perdida, la mente ausente. Jacques, viendo que la vida
se le escapaba por momentos, pidió que se acercara, y arrancando algo que colgaba
de su cuello, lo puso en su mano, al tiempo que le susurraba sus últimas
palabras: “Destrúyelo”.
Lo que le
entregó in extremis era la llave de un pequeño arcón que guardaba en la tienda
de oficiales. Al abrirlo, Uma encontró un pequeño tambor, que reconoció como
uno de los que fabricaban sus familiares africanos, pero por más que pensaba,
no acertaba a entender tan extraña petición, nunca le había hablado del objeto.
Dado que era su último recuerdo, hizo caso omiso y lo puso a buen recaudo.
Pocos días después, a pesar de la insistencia de algunos generales, que le
conminaron a seguir realizando su tarea de asistencia en el frente, arduo
trabajo al que no muchos se atrevían, decidió
marcharse.
Junto al
tambor, Roché también había guardado parte de su fortuna, lo cual permitió a
Uma buscarse la vida en París mientras duró la contienda. En la capital vivió
los sinsabores del rechazo por culpa de su raza. Tras muchas vicisitudes, el
frío que calaba los huesos de cada parisino por la ausencia de carbón, horas de
interminable trabajo en la fábrica de munición, consiguió sobrevivir a duras
penas. Al terminar la guerra, gracias a la experiencia adquirida en el frente,
finalmente encontró un trabajo estable en una farmacia.
II
Sonó el reloj
de cuco de la consulta, y René cayó en la cuenta de que debía darse prisa para
no llegar tarde a la conferencia de su colega Fritz Neuer, psiquiatra alemán
que, pese a las diferencias que les separaron durante el conflicto bélico,
retomaron su correspondencia y amistad una vez firmado el armisticio. Salió a
la calle y apretó el paso al pasar junto a las Tullerías, camino al Petit
Palais. Llegó tarde y se sentó en la última fila del salón, escuchando con
atención la disertación de su amigo sobre la interpretación de los sueños en el
ámbito de la psicoterapia. Al concluir la conferencia, se reunió con él,
compartiendo una copa de coñac en la cafetería. Durante la conversación, le
comentó el caso de Uma, lo que dio pie a un interesante diálogo.
― Mon amie
monsieur Doinel, por el entusiasmo con el que hablas de esta chica, me
parece que es algo más que una paciente cualquiera. Y ya sabes que no debes
empatizar demasiado...
― No digas
tonterías, Fritz ― contestó René― si te lo he contado es para que me des tu
opinión, no para que me eches una reprimenda. Es sólo un caso más de angustia
post-bélica, como tantos otros que habrás tratado en tu bando.
― Pues ahora
que lo dices, hace unas semanas acudió a mí un soldado que sirvió en la batalla
del Marne, pero en nuestro “lado” ― dejó caer el teutón en tono socarrón―. Se trataba de una persona que
permaneció durante meses enterrado en el barro de las trincheras, soportando el
frío, las incursiones del enemigo, los bombardeos. Me dijo algo que muy pocos
se atreverían a contar, una historia que cualquier gerifalte negaría porque
ante todo está el honor y el valor alemán, pero yo no tengo por qué dudar de
alguien que viene a consulta y te cuenta su experiencia en primera persona.
― Pero, ¿de
qué se trata?. Vamos, habla ― inquirió René.
― Verás, Otto,
así llamaremos a este paciente, me dijo que los soldados que estaban en primera
línea vivían atemorizados por “la sombra”. Llamaban así a
“lo-que-quiera-que-fuese” que se adentraba en las trincheras alemanas, todo
sigiloso y sin despertar sospechas, y mataba sin misericordia a todos los
hombres que encontraba a su paso. Era totalmente invisible, no les daba tiempo
ni a ponerse en guardia, ni un solo disparo para defenderse. Todos dejaban su
sangre en aquel agujero inmundo, y eran encontrados por los soldados de
reemplazo al amanecer.
― Pues sí es
extraño. Yo también he entrevistado a muchos soldados de nuestro frente, pero
ninguno jamás ha hecho mención a algo semejante, un “aniquilador” silencioso,
por lo que estás contando.
― Hay algo
mucho más extravagante en la historia, querido amigo ― continuo el Dr. Neuer. ―
Al parecer, cada noche en la que ocurrían estos hechos, un sonido cadencioso y
persistente se oía entre las líneas de combate, un repiqueteo de tambor, que
tras las primeras matanzas, se convirtió en el heraldo de la próxima carnicería.
Sólo el sonido ya helaba la sangre del desdichado que tenía que montar guardia,
se convirtió en un elemento de paroxismo generalizado, que provocó no pocas
deserciones, que obviamente terminaron ante un pelotón de fusilamiento. Otto se
libró de milagro, pues le tocaba dar relevo una noche, angustiado como el resto
de compañeros, pero ya no hubo más música, desapareció de repente y para
siempre. Desde entonces no puede acudir a concierto de ningún tipo, el miedo le
atenaza cuando redobla un tambor, es superior a sus fuerzas. Sin duda, como
arma desmoralizante fue bastante efectiva, ¿no crees, estimado colega?.
Doinel se
quedó por un segundo pensativo, y al momento reaccionó asintiendo con la
cabeza. Luego interpeló a su amigo, volviendo a la pregunta que inició la
conversación.
― Retomando el
tema, ¿cómo interpretas tú las pesadillas de esta chica?.
El alemán se
rizó el bigote con su mano derecha, y con aire de suficiencia le contestó:
― Veamos, dice
andar por un territorio totalmente desolado y gris, lo que implica desamparo,
ningún lugar donde encontrar cobijo o ayuda. Además, la sensación de no avanzar
tiene una relación directa con el estancamiento, un futuro incierto. Todas la
aves oscuras son símbolos de mal agüero, en particular la corneja es el llamado
“pájaro de los campos de batalla”, y según la tradición celta, la Diosa
Morrigan, señora de la muerte y de la guerra. El chillido del ave es el anuncio
de la muerte, en este caso no la suya sino la de su amante, reventado en una de
esas oscuras trincheras, lugar por cierto donde los soldados decían que crecían
las amapolas, de ahí el color rojo que lo inunda todo, por una parte, y por
otro el simbolismo de esta flor usada para conmemorar a los fallecidos en
combate. También está asociada al sueño, a la inconsciencia, que sin duda es la
fórmula que ha elegido la mente de esta chica para enterrar todo su
sufrimiento, que ahora aflora en forma de pesadillas.
La
respuesta de Neuer le pareció coherente y no insistió más. Terminaron la tarde
recordando tiempos mejores, embriagados ya por los rescoldos del fondo de la
botella de licor.
III
Una
semana más tarde, Uma volvió a la consulta, con aspecto aún más mortecino que
la última vez. René le pidió que se tumbara en el diván y le contara aquello
que tanto la embargaba. Le costaba disimular la extraña atracción que le
provocaba aquella mujer. Allí tendida, con ese delicado vestido que dejaba
apreciar su voluptuosa anatomía, le pareció estar delante de una escultura de
Rodín, trabajada con extrema delicadeza en ónice negro, refulgente,
arrebatadora.
― Dígame, Uma.
¿A qué se debe este estado de nervios?.
― Doctor,
seguí sus consejos y traté de no pensar en el pasado. A la salida del trabajo
quedaba con alguna amiga y paseábamos por el Bois de Bolougne para distraernos.
Al caer la noche me encontraba más relajada, evitaba cualquier pensamiento
funesto, y por un tiempo pude descansar. Pero una tarde...
La chica se
arrancó a llorar a lágrima viva, que rodaron por el sillón como un torrente, y
la escena conmovió a René, que sacó un pañuelo de su bolsillo y se lo ofreció.
― Vamos,
mujer. Tranquilícese. Cuénteme con detalle lo que le pasó, ya sabe que estoy
aquí para ayudarla ― trató de consolarla.
― Pues verá,
hará tres días que quedé con mi amiga en la escalinata del Sacré Coeur, con
intención de dar un garbeo vespertino por Monmartre. Mientras la esperaba,
escuché una música, y la curiosidad me llevó hasta su origen. Se trataba de un
chico que aporreaba un bongo con fruición, mientras un macaco desaliñado, atado
con un cadena a una de sus patas, danzaba siguiendo el ritmo. De esta manera
conseguía llamar la atención y arrancar unas monedas a los viandantes. En ese
momento no le di mayor importancia, la tarde transcurrió tranquila, y tras el
paseo, me marché a casa. Estaba cansada y no tardé en dormirme, pero aquella
anoche soñé algo muy extraño, y desde entonces no puedo dejar de pensar en
ello, se repitió también anoche.
― A veces nos
dejamos sugestionar por acontecimientos triviales, y nuestro subconsciente los
interpreta de manera caprichosa, de una forma que nunca haríamos en estado de
vigilia. Cuénteme ese sueño y le daré mi opinión.
― Trataré de
darle todos los detalles que recuerdo. Al principio tengo la imagen de un lago,
de aguas tranquilas, en una zona boscosa y escarpada. En su zona central, un
peñasco que emergía de la superficie albergaba una especie de torreón medio
derruido. La verdad es que la escena era tan bucólica que me encontraba muy
sosegada, incluso disfrutaba. Pero de repente, me vi envuelta en tinieblas. No
obstante, tenía la sensación de estar en el mismo lugar, solo que dentro de
aquel torreón. Estaba como aletargada, así que tardé un tiempo en reaccionar y
darme cuenta de la situación. ¡Estaba atada con grilletes en pies y manos!.
Durante mucho tiempo estuve forcejeando para tratar de escapar, por lo que la
angustia era cada vez mayor.
En este punto,
Uma comenzó a agitarse como una hoja en un vendaval, por lo que René se sentó
en un lateral del diván. La chica le cogió la mano con fuerza y el contacto con
su piel de ébano le estremeció. Entre sollozos exclamó:
― ¡No podía
escapar de allí!. Tampoco sabía quién o por qué me habían confinado a este
encierro.
Tratando de
indagar algo más, le preguntó:
― Dime,
¿estabas completamente sola en tu sueño?. ¿Qué otras sensaciones llegaban a ti,
olores, sonidos...?
― Tan sólo un
eco distante, que poco a poco tomaba fuerza. Y cuando ya estaba consumida por
el miedo, noté una presencia, invisible pero real, un aliento perturbador.
El doctor
Doinel se encontraba ante una situación nueva para él. Su paciente se había
convertido también en su obsesión. Tenía que ayudarla, pero tendría que ser más
expeditivo, dejar los tediosos métodos analíticos y ofrecerle una alternativa
más directa, una sugestión inmediata para evitar los sufrimientos nocturnos.
Por una vez dejaría de lado a Freud y Jung y utilizaría una técnica aprendida
en los libros del doctor Breuer. Además, muchos elementos antes inconexos ahora
parecían cobrar algún tipo de sentido. Hasta el relato del paciente de Neuer
podría servirle para adentrarse en las profundidades de su mente y saber si Uma
también tuvo un encuentro con “la sombra” durante sus paseos noctámbulos en el
frente.
Decidió
hipnotizar a Uma, y para sugestionarla aún más, necesitaba elementos que para
ella fueran tangibles. Observó como una cadena colgaba del cuello de la joven.
Con sutileza tiró de ella y una pequeña llave se abrió paso entre sus pechos.
― Dime, Uma.
¿Confías plenamente en mí?. Porque sólo sí es así puedo ayudarte a
desembarazarte de esos sueños malsanos, aquí y ahora ― le dijo con tono convincente
y tuteándola, esperando que la paciente asumiera que cualquier cosa que le
dijera le iba a ayudar. Ella simplemente asintió con su cabeza, al tiempo que
apretaba aún con más fuerza su mano.
― Esta es la
llave que te dio Jacques, ¿verdad?. Permíteme... ― Y con suma delicadeza abrió
el broche y le quitó el colgante, no sin antes observar como su respiración se
agitaba.
― Y ahora, con
tu permiso, déjame entrar en tu sueño. ¿Me lo permites?
― Haga lo que
tenga que hacer, René ― le respondió, era la primera vez que le llamaba por su
nombre de pila ― pero, por favor, quíteme este sufrimiento.
Corrió las
cortinas. Luego incorporó a Uma y la puso sentada en el diván, con sus pies
apenas rozando el entarimado suelo. Se situó frente a ella y encendió una
bombilla a su espalda. El escenario estaba preparado. A continuación cogió la
cadena con el brillante trozo de metal y lo movió delante de la cara de la
muchacha, muy lentamente. Mientras el péndulo oscilaba, René hablaba con voz
calmada.
― Uma, quiero
que te concentres en esta llave y en mi voz. Ambas te llevarán al lugar donde
habitan tus miedos y abrirán las cadenas que te atenazan. ¿Me has comprendido?.
La chica
seguía el movimiento con la vista. Si esa era la clave para acabar con su
pesadumbre, no iba a dejar pasar la oportunidad. La lividez de su cara ya
indicaba que se había abandonado, que su cuerpo, exangüe, seguía allí, pero su
mente volaba con total libertad. Apenas musitó:
― Sí, lo he
comprendido.
― Bien, quiero
que vayas allí donde te encuentras encarcelada en sueños. Ya sé que no es un
lugar agradable, pero es necesario ―. Esperó unos segundos y continuó ― ¿Estás
allí?.
Uma se
retorció. Alzó sus brazos de forma inconsciente. En su cara apareció una mueca
de dolor. Su pulso se aceleró.
― No puedo
soportar tanto dolor, ¡sácame de aquí!.
― Te sacaré,
¿notas mi presencia?.
― Sí, hay
alguien aquí conmigo.
― Soy yo, Uma.
Tú me has dejado entrar en tu sueño, y con esta llave abriré tus grilletes y te
liberaré. Ahora mismo estoy soltando tu mano izquierda.
Cogió su mano
y la bajó, poniéndola en su regazo.
― ¿Has sentido
alivio, Uma?. Seguro que sí. Ahora haré lo mismo con la mano derecha. Cuando lo
haga, quiero que pienses en el brillo del sol sobre la superficie del lago.
Sólo tienes que seguir la luz para salir de allí y por fin ser libre ―.
Aproximó la bombilla para simular la situación.
― Ahora Uma,
voy a soltar tu mano derecha. Sigue las instrucciones que te he dado, ¿de
acuerdo?.
―
René...espera ― dijo la joven inquieta ― ¿Oyes eso?. El tambor está sonando. Y
noto otra presencia. No, no es otra, soy yo, pero con otra forma, no sé
como explicarlo...pero para, no sigas, por favor, ella no me hará daño,
pero no quiero que te lastime.
― No lo hará
porque tú no quieres hacerme daño. Tú controlas la situación, y cuando te
libere, podrás volver sin el menor temor. Ahora libero tu mano derecha...
― ¡No lo
hagas, insensato! ― vociferó la joven.
Demasiado
tarde.
El doctor René
Doinel pensaba que lo tenía todo controlado. Una vez liberada la joven de sus
pesadillas, le estaría eternamente agradecida, y sería la ocasión para buscar
en ella algo de cariño, la compañera que tanto había echado de menos durante
toda su vida. Pero había algo que él desconocía, y que había permanecido
oculto, parapetado en las sinapsis más intrincadas del cerebro de Uma. Una
juventud sobre la que el médico no había tenido la precaución de preguntar en
sus sesiones, el origen del mal que rondaba su alma. La verdadera naturaleza de
la relación con Roché también le era desconocida. Se dejó dominar por sus
pasiones olvidándose del rigor científico, quiso recomponer el puzzle sin tener
todas las piezas, y lo pagó muy caro.
Tal vez no
hubiese actuado como lo hizo si hubiese sabido que el pueblo al que pertenecía
Uma, allí en el corazón de África, era temido por todas las tribus vecinas por
su ferocidad. Eran nómadas, y se alimentaban de las cosechas y caza ajenas,
sembrando el terror allí por donde pasaban. Tanto hombres como mujeres eran entrenados
desde niños para ser guerreros. Algunos eran elegidos para “no tener miedo”,
para ser armas mortíferas, controladas mediante un ritual que “les robaba el
alma” mientras tañían los tambores. Uma era uno de ellos.
Roché conocía
su secreto, y no dudó en compartirlo con la cúpula militar, tal era su
sentimiento patriótico. Era él el que hacia sonar el tambor durante aquellas
noches de terror, con la obsesiva idea de minar la moral enemiga. Cuando
aquella ametralladora le destrozó y vio su fin cerca, comprendió que no podía
seguir exponiendo al peligro a aquella chiquilla, sabiendo que ella albergaba
sentimientos sinceros hacia él, por lo que
le pidió que destruyera el nexo que le ataba a sus instintos asesinos. También
él estaba equivocado.
La tibia sangre
de René inundaba ya la sala. Sin saberlo, había liberado de nuevo al asesino
subconsciente de Uma. En los meses siguientes, varios cuerpos fueron
encontrados flotando en el Sena, o en oscuros callejones. Algunos testigos de
los barrios afectados afirmaron que la noche anterior les pareció escuchar a lo
lejos, como un susurro traído por la brisa, el redoble inquietante de un
tambor. O tal vez sólo lo soñaron.