Ahí afuera hace cuarentaicinco grados por debajo de cero. Aquí dentro con la calefacción al tope que me puedo permitir, a pesar de las reservas de gas del Cáucaso, mantengo mi habitáculo a catorce grados, no se está mal, la verdad es que tampoco tengo que calentar un cuerpo entero. Sí, perdí las dos piernas hace treinta años en un desfiladero de Afganistán, al menos regresé, no como la veintena de militares soviéticos que allí quedaron hechos unos despojos tras la emboscada de los pastunes. Aquel es un país laberíntico y traicionero, las montañas conforman un dédalo de valles escarpados con caminos de curvas sin fin y muchas veces sin salida alguna. ¡Qué podíamos hacer nosotros frente a los nativos de aquella tierra! Esos hijos de pastores que conocen palmo a palmo hasta el menor resquicio de aquellas sierras encajadas unas entre las otras… ¡Morir!... O retornar hechos piltrafas, amputados en los miembros de nuestras anatomías o en las profundidades de nuestra alma, al fin todo deviene un túnel cuesta abajo imparable hacia la locura.
En aquellos días todavía gloriosos de la Unión Soviética, nos bombardeaban en Yakutsk cada día con propaganda de nuestra gran labor humanitaria allende los picos de la frontera natural con el Indo y la meseta irania. Estábamos allí para crear escuelas, hospitales, construir carreteras, llevar a sus habitantes los mínimos estándares de la civilización, ayudar a nuestros hermanos proletarios de la República Democrática de Afganistán a repeler a los integristas islámicos contrarios a todo progreso. Siempre fui un muchacho ingenuo y, sin parar a pensármelo, me enrolé en el Ejército Rojo, además el Politburó acababa de dar el mando del país a Mikhail Gorbashev, un hombre afable, cercano al pueblo, no como aquellos últimos mandatarios, ancianos decrépitos que sólo hacían, sólo podían, que esperar la muerte encerrados en el Kremlin, pero aún siendo capaces de firmar condenas al gulag. Gorbashev prometía la transparencia y la reforma, una segunda revolución leninista que, conservando las esencias de un estado obrero, libraría al aparataje burocrático del estado de todos los vicios adquiridos desde que lo creara aquel monstruo –sí, la imagen del libertador en la Guerra Patriótica contra los alemanes, pero el aniquilador de lo más sano y puro de su, nuestro pueblo, el monstruo con mayúsculas, el exterminador, el traidor a la revolución proletaria– el camarada Yosif Zhugashvili “Stalin”, el “acero de Georgia”, acero de puñales para degollar a sus propios camaradas. Gorbashev se mezclaba con el pueblo, dialogaba, sentía sus sufrimientos y por eso, estoy convencido, de que tenía fe en sus promesas, pero era tan ingenuo como yo al creer que el stablishment se lo iba a permitir dentro y fuera de nuestras fronteras. Recibió duro de uno y otro lado y su renuncia final fue un mero trámite ya previamente anunciado por la evidencia.
Allí, en las estribaciones afganas, también conocí a un oficial, Vladimir Putin, después supe que pertenecía al servicio secreto, y hoy es el líder que nos guía como rusos, ya no queda nada de aquella unión de naciones proletarias y socialistas. Era fuerte y valiente y transmitía seguridad a sus hombres, entre los que yo estaba, ciertamente tenía carisma y sabía mandar, hacer que sus hombres le obedecieran sin considerar sus órdenes como imposiciones, sino como el efecto lógico de sus razonables consignas. Aunque esa seguridad nos llevó a aquel maldito barranco donde quedaron esparcidas en pedazos mis piernas.
Aquel día presencié el horror por dos veces. Un primer horror terrible que ya nos dejó en estado de shock a toda la patrulla, antes de que se culminase la tragedia con el segundo, quizá el menos importante, porque, al fin y al cabo, fue un lance bélico más, la guerra es la guerra.
El día anterior se nos habían agotado nuestras provisiones de comida enlatada y no sabíamos cuánto tardaría un nuevo convoy en aprovisionarnos, debíamos conseguir comida para el destacamento, fue entonces cuando el cabo Ilia Piotronov, de Nizhni Novgorod, y yo decidimos aventurarnos hasta algún pueblo o aldea cercana a fin poder abastecernos. Tomamos el mapa y la brújula y trazamos la ruta hacía un pueblo a unos seis kilómetros valle abajo del lugar donde estábamos apostados. Con nuestros kalashnikov y un todoterreno nos dirigimos los dos por la senda previamente establecida. El cabo Piotronov conducía y yo vigilaba, fusil en mano, todos los perfiles rocosos que nos flanqueaban, a veces parábamos cuando un algo, una especie de instinto, nos señalaba que podíamos estar sobre terreno minado. Aun así, no tuvimos ningún problema para alcanzar aquel pequeño pueblo, un poco más que una mísera aldea.
La gente cerraba puertas y ventanas a nuestro paso, era tarea ardua poder lograr nuestra misión si no conseguíamos que algún nativo colaborase. Estuvimos largo rato dando tumbos, vueltas y vueltas por las escasas calles del villorrio, hasta que sobre una casa de una única planta, de barro y adobe, sobre la puerta vimos un cartel escrito en pastún, del que teníamos amplias nociones tras varios meses de servicio en aquellos remotos lares. Era el anuncio de una carnicería, con el subtítulo de «comida halal», quizá éste sobraba porque en ese territorio es difícil que pudiera ser de otro modo. Se bajó el cabo, que era el que mejor dominaba el idioma de aquella región, yo me quedé haciendo guardia en la puerta con el kalashnikov montado. Nada se movía en la calle, todo permanecía en silencio, un silencio hostil, un silencio que nos estaba amenazando.
Al salir por la puerta, Ilia portaba un cordero en cada hombro, sacrificados sin duda mirando a La Meca, y tras la cortina pude ver a una chiquilla que le sonreía con una chocolatina made in USSR en la mano. Era morena, churretosa pero de faz graciosa, con un pañuelo descolorido atado a la frente, y sonriendo con la mella de un incisivo entre los paréntesis de las simpáticas arrugas de sus mofletillos. Ilia tras dejar los corderos en el auto, se despidió de ella con un leve movimiento de mano que hizo que le devolviese otra sonrisa que rauda se perdió tras el cortinaje.
Arrancamos el vehículo e iniciamos la marcha de vuelta, el silencio huraño seguía rodeándonos como un enemigo al acecho. Ventanas, puertas cerradas, leves sombras incisas de las parcas edificaciones y ningún soplo de vida alrededor. Fue a la salida cuando oímos un grito terrible, desgarrador, el grito de muerte de un niño. Dimos vuelta al todoterreno y nos dirigimos con rapidez y actitud marcial hacia el origen del silencio roto por el horror, y llegamos a la puerta de la carnicería. Allí estaba la pequeña decapitada, rodeada de un inmenso lago de sangre inocente, su rostro roto ya no reflejaba la sonrisa feliz de la infancia inocente, era un resto, un despojo del dolor. Su padre a su lado lloraba y gemía y sólo sabía que decir: «¡Talibán! ¡Talibán!». Luego siguió el diálogo de disparos desde no se sabía dónde, respondimos y casi nos aciertan, hubimos de huir a toda prisa, mientras se perdía atrás el sonido machacón de los disparos y los furibundos «Allah akbar».
Regresamos salvos a nuestro campamento, Putin estaba allí. Cuando le contamos la historia sucedida, no dio muestras de extrañeza alguna. Luego advirtió: «Para esos fanáticos todo es herejía, colaboracionismo con infieles: venderles alimentos, aceptar una chocolatina… Nadie será capaz nunca de civilizar este país de mierda, y menos desde que los yanquis asienten sus barbaridades… ¡Hasta los israelíes les ayudan!... Quizá algún día el monstruo ande suelto y sean ellos los que griten».
Ese día comimos cordero sacrificado mirando hacia La Meca, bajo el rito halal, y, mientras forzadamente procuraba masticar, pensaba en aquella niña, aquel diminuto cadáver que probablemente sería enterrado vuelto hacia el mismo sitio. Desde entonces, en mi patria hay bastantes musulmanes, jamás he vuelto a probar nada que haya sido sacrificado bajo ese rito. Odio la comida halal, no odio a los musulmanes, esto sería una enorme estupidez, únicamente me produce nauseas la carne de los animales muertos bajo ese ritual y me produce ardor tan sólo escuchar o leer las palabras «comida halal».
El segundo horror ya no es preciso relatarlo. El barranco. La emboscada. Los misiles. Las granadas. Las amputaciones. La destrucción. El caos. La muerte… Luego el retorno de los héroes: unos encajonados, otros desmenuzados y, los menos, impecables por fuera y jironados por dentro… De Putin no volvimos a saber nada hasta varios años después, ahora ya lo conoce todo el orbe.
Hoy, aquí, en este invierno que no se agota de Yakutsk, con parte de mi cuerpo fosilizado y esparcido por una agreste hondonada de Afganistán, hago balance de mi vida, no me queda otra cosa en qué pensar y rememoro cómo he visto la muerte de inocentes en una guerra sin sentido, las mutilaciones, el dolor, la rabia, el desmembramiento de una nación, el derrumbe de un sistema de vida, los aliados de los yanquis provocar el pánico en Nueva York, a éstos bombardear en el mismo lugar y a los mismos a quienes nosotros bombardeábamos y ellos ayudaban, y, al final, todo puesto en la balanza, su fiel me indica que todo ello realmente no ha servido para nada. La confirmación certera del dicho aquel de que “todo ha de cambiar para que nada cambie”