domingo, 14 de septiembre de 2014

Paula en la ventana, por JOSE ARAGÓN



Paula imagina:
Cuando se es diestra como la mayoría de nosotras, al arrojar algún paralelepípedo sólido con la mano que nos es propia y más cómoda, el objeto en cuestión realiza un movimiento de alejamiento semicircular muy parecido, si no exacto, al descrito por la trayectoria vertical de una bala de cañón defectuosa…
Como todas las mañanas, Paula mira por la ventana y deja volar su imaginación por encima de los tejados que observa justo enfrente. También mira las palomas, las antenas, el perfil de las nuevas construcciones a través de la bruma amortiguada. Un poco más lejos, no mucho, pasea su mirada por la escalinata empedrada; se sostiene en las cornisas y trepa por la cúpula de la catedral hasta las nubes, desde donde regresa a su salita de estar, a su sillón preferido y a su gato (que ahora mismo se cuela entre sus piernas) así; en un suspiro. Pero como Paula tiene una imaginación desbordante, han sido esos pensamientos y no otros con los que hoy entretiene el tiempo mientras se asoma al balcón a realizar la intranscendente tarea de recoger la ropa tendida.
Si ese mismo objeto fuese arrojado con la mano impropia o siniestra, éste describiría un movimiento elíptico y horizontal similar al que realiza un beso cuando es lanzado por dos dedos al azar y recogido en superficie por la palma de una mano…
Justo debajo de su ventana y sobre el alero del tejado más cercano, ha descubierto una fotografía enmarcada, una foto de dimensión estándar de trece por dieciocho centímetros en la se adivina la cara de un hombre, un muchacho tal vez. El marco es de color verde brillante y está nuevo, lo que hace que resalte sobre el rojo apagado y mohoso de las tejas. Sin pensárselo dos veces, Paula va a por su cámara de fotos con teleobjetivo, apunta al retrato, enfoca y dispara. Y mientras comprueba la calidad de la instantánea descubre que el fotógrafo por partida doble es un chico joven y además bastante guapo.
Qué raro, piensa mientras recoge la ropa y la dobla. Qué raro.
Y como ya hemos advertido de la inventiva desbordante de Paula, no caben en su cabeza explicaciones banales o sencillas como que alguien haya dejado caer accidentalmente el retrato mientras lo limpiaba o lo miraba al trasluz de la mañana. Aún así busca en las ventanas de alrededor a alguien asomado con expresión de querer recuperar la fotografía.
No le vale la explicación más lógica, la primera que cruzó por su cabeza: que tal defenestración sea fruto de un arrebato o un despecho de amor, o más bien de desamor. Y así imagina que en un instante de celos o de enajenación transitoria, la novia del chico ese tan atractivo (el mismo que incluso ahora parece que también la observara a ella desde su propia cámara), haya arrojado su foto por la ventana como quien tira por la borda para siempre varios años de noviazgo. No tiene tampoco mucho sentido que un golpe de aire la haya arrastrado lejos de la mesa o e aparador que la sostenía.
O quizá sí, quizá sea eso…
Aunque la verdad es que no, no le valen estas razones. Tampoco le funciona la idea descabellada de un pájaro negro y absurdo que entra por la ventana y atrapa entre sus garras el retrato para dejarlo caer un poco más allá, o tal vez un océano más allá, una vez picoteado.
Todos los días, todas las mañanas, Paula se asoma a la ventana y comprueba que el joven de la fotografía sigue ahí, bajo el tiempo inclemente. Y a ella le duele la lluvia que le empapa los esos de papel, y el sol que le cuartea los ojos y los labios, y le duelen más que nada las palomas que lo cubren todo con sus excrementos.
Paul piensa en maleficios y vudúes, en extraños rituales que condenan al muchacho de la foto. En caídas de aviones o globos aerostáticos. En suicidios programados.
Cada vez que sale a la calle mira buscando entre los vecinos al joven del retrato, ese chico tan guapo que ya sabría distinguir entre una multitud de chicos atractivos. Revisa con un nudo en la garganta las esquelas del periódico y la página de sucesos. Pregunta a los tenderos de la zona y les muestra su fotografía. Algún día se ha sentado horas y horas en el portal para soñar con verlo aparecer tras una esquina o en el reflejo de los escaparates.
A Paula le parece que el retrato le sonríe una mañana mientras tiende sus braguitas de colores, y ella que no puede sostener su mirada, cierra los ojos dejando caer la ropa húmeda mientras su cara se pone toda de color púrpura. Desnuda. Intenta después recoger la ropa con una cuerda y un garfio de alambre como ha tratado de hacer tantas veces con la fotografía, pero sin ningún resultado.
Paula no descansa, no duerme. Su imaginación la traiciona con pensamientos superfluos o enamoradizos. Con sueños húmedos y a veces dolorosos. Paula (ya lo sabemos de sobra) tiene una imaginación desbordante y eso la rebosa, la arrastra. Intenta olvidar su cansancio insomne cubriendo el retrato y le lanza los periódicos, las bolsas de basura, y hasta las fundas de discos antiguos que ya nunca volverá a escuchar.
Un día cualquiera, pero ese día y no otro, Paula decide coger de nuevo su cámara de fotos, la prepara sobre un trípode y aprieta el botón del disparador automático.
Apunta, enfoca, espera. Piensa.
Paula imagina:
Cuando se es diestra o siniestra, como la totalidad de nosotras, al arrojar un objeto paralelepípedo con ambas manos, éste realizará un suave movimiento elíptico y exacto, propio de un ave en las alturas y al acecho; o en su defecto, de una pluma muerta, o de una hoja…
Sobre el tejado de enfrente, bajo su ventana y también asomada al balcón, Paula respira más tranquila, casi liberada, mientras recoge la última camiseta tendida.
Entre los periódicos, la ropa caída, las bolsas, las fundas de los discos y emergiendo entre el moho y los excrementos, destaca ahora un breve rectángulo de color madera que a simple vista carece de importancia, pero que esconde en su reverso, una foto de Paula acariciando con una sonrisa de cristales rotos al joven de la fotografía.

Y con este último pensamiento, Paula hace huir a las palomas. 

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