domingo, 14 de septiembre de 2014

El naranjal de Ascalón, por JAVIER FRANCO.



Hoy el periódico abre con un reportaje gráfico, una serie de fotografías de horror y destrucción, la vasta desolación de un seísmo provocada por el hombre mismo: avenidas de ruinas, hospitales y escuelas apenas sostenidos por columnas de hormigón, mujeres y hombres, ancianos y ancianas, niñas y niños, sitiados por la muerte, unos cadáveres, otros plañideros pozos de impotencia… Y mucha indiferencia alrededor, la indiferencia de los organismos que se atiborran a palabras que nunca trasmutan a hechos, y, sobre todo, la indiferencia –¡oh, no: la connivencia!– del imperio de las barras y las estrellas y de un césar al que entregaron por anticipado un premio por la paz para usar de pisapapeles sobre los folios de un programa electoral, ambos para adorno en un despacho de forma oval.
Pero detrás de cada fotografía hay una historia, más bien una infinidad de historias, ésta pudo ser una cualquiera de ellas.

Nabil se balanceaba en la vieja mecedora de mimbre. Era la herencia que conservaba de su abuelo Utman Hussain, junto a un viejo manuscrito que le reconocía la propiedad de un naranjal en Ascalón. Hacía ya sesenta años que abandonó la tierra de su niñez y el solar de sus antepasados. Una guerra, una horrible guerra, la más cruel, desde que los cruzados pasaran por allí, había arrollado sus esperanzas, la continuidad ancestral de su futuro, y ahora todo era desierto, suciedad lamentable, pervivencia insalubre y de nuevo el desconsolador sonido, ora convertido en monótonos acordes ambientales, de las bombas y las sirenas.
Los judíos con los que durante siglos convivió su familia, acompañados de centenares, de miles de hebreos extranjeros, expulsaron a su familia de la única tierra que había conocido en más de una quincena de generaciones; ahora permanecía en su último refugio, en una tierra ruda y áspera, que era de la poca que podía con orgullo llamar Palestina.
Cada día realizaba sus abluciones y ajustaba su alquibla hacia La Meca, como siempre había hecho, tanto por sincera religiosidad como por maquinal costumbre. Fue en uno de esos ceremoniosos momentos, cuando unos soldados armados hasta los huesos, después de reducir a escombros casi todo el barrio, traspasaron el umbral de lo que aún se mantenía en pie de su destartalado y sagrado hogar. Le acusaron de ser un terrorista enrolado en las filas del fundamentalismo, pero él jamás había mantenido contacto alguno con Hamás, siempre mantuvo su fidelidad al rais Arafat aún después de fallecido. Y con el estigma del criminal fue ejecutado allí mismo, en juicio sumarísimo, sin defensa, pruebas o alegatos, por los mismos jueces y parte, en el patio desolado de la desolada casa.
Su última mirada no se dirigió a su pelotón, se dirigió al infinito mundo de los recuerdos, al olor a azahar de la casa de sus abuelos, a la imagen de las naranjas en los árboles brillando al sol del oscurecer como si de perlas de sangre mágica se tratara; pero la sangre, real y más pastosa, manaba de su cuerpo como la fuente del jardín que daba la bienvenida en el hogar de sus antepasados.
Un par de horas más tarde apareció su nieto Hakim. Un rugido de rabia y de dolor fue escupido por su pecho, como si todo su corazón contraído y de pronto distendido, hubiera brotado con él; sentía dolor, mucho dolor, pero aún más la inmensa pena de no haber podido hacer regresar a su abuelo Nabil al naranjal de la infancia. Su corazón, estrangulando a su voluntad, sólo dictaminaba venganza, ojo por ojo, hasta la muerte, morir matando, y despertar rodeado de vírgenes en un paraíso reservado para los héroes, que ahora estaba rebosante de desesperados. No lo meditó dos veces y salió de la casa: primero en busca de su tía Zanab para que organizase el duelo, después para encontrarse con sus compañeros de desesperado infortunio y planear un azote de venganza contra aquellos infieles.
Llegó Hakim a un antiguo redil, ahora trasmutado en pequeño cuartel semienterrado, en el que seguían arrinconándose los corderos para el sacrificio. Un grupo de fedayines mantenía aptas para el uso las viejas armas, accionadas en mil derrotas. Hakim, motivando la empatía de los guerrilleros, demandó la urgente necesidad de sellar con sangre el sepulcro de su abuelo, póstumo héroe y mártir.
No hubo más prolegómenos, la unidad se puso en formación con Hakim ciñéndose la bandolera del lanzacohetes, su arma más mortífera, y en la noche, por túneles, que tanto sirven para abrir paso a la muerte de un lado al otro, como para romper el férreo bloqueo de suministros a este campo de extermino que se conoce por Gaza, pasaron como lombrices bajo las huestes del invasor enemigo, llegando la pequeña y sigilosa columna hasta un monte al otro lado de la impuesta frontera.
Era de noche y en la nocturnidad se podían vislumbrar las luces de Ascalón. Hakim apoyó el artefacto para que Muammar introdujese el obús por el orificio, ahora tan sólo restaba calcular, graduar altura y distancia, ello llevó aún algunos minutos, hasta que una llamarada, como un genio recién rescatado de su carcelaria lámpara, resplandeció por la boca trasera del siniestro tubular metálico y un silbido, que a ellos les pareció el canto del ruiseñor en los jardines del paraíso, atravesó la oscura y lisa cortina de la noche en busca de las tintineantes luces del fondo. Luego fueron la gran llamarada y el bronco bramido al impactar el proyectil contra la tierra.
Se mantuvieron en silencio y aún se aventuraron a lanzar un segundo misil, lo hicieron con la misma parsimonia que la vez anterior. Volvieron a flamear gigantes danzarines de fuego y tornó a retumbar el orbe bajo sus saltos. Ahora sí que no encerraron en sus gargantas el grito de alegría, la loa a la victoria: "¡Dios es el único victorioso!" Mas aquello sólo fue el inicio de la transición al jardín de las vírgenes doncellas: tres espadas de fuego descendieron del cielo para convertirles en trozos de nada, ellos andaban ya el camino hacia el paraíso, y el ángel exterminador y metálico, con sus aspadas alas, transmigraba por el aire, rebuscando entre las ruinas nuevas diminutas Sodomas.
El amanecer entre los naranjales de Ascalón fue desolador, el suelo exhalaba humo, que con el olor a floresta quemada, mezclado con el de azufre, disfrazaba los huertos en simas del infierno. El fuego y la metralla habían destrozado uno de los naranjales más antiguos de la villa, el dueño –hijo de un askenasí que vino de Polonia– había perdido ambas piernas y los naranjos, los mismos que sembrara la familia de Nabil, testimoniales algunos de las vivencias de chiquillo del anciano asesinado, de los días en que el convivir de árabes y hebreos era rutina feliz en el tiempo, estaban en su mayoría tronchados, mutilados o carbonizados. Parecía un minúsculo trocito de Gaza que hubiese cruzado también por los corredores subterráneos. Prácticamente no quedaba vestigio alguno del viejo naranjal, era como si Nabil y su nieto lo hubiesen llevado consigo para trasplantarlo en su rincón del paraíso.


1 comentario:

  1. Flores de azahar son las palabras que ofreces tan terapéuticas, como intensa su fragancia, para paraísos que denuncien guerras.
    abrazos

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