lunes, 14 de julio de 2014

El cementerio de los poemas, por PEDRO CASAMAYOR RIVAS.



    Los primeros poemas, doblados debajo de la almohada y del frío invierno, secan la humedad de su angustia generalmente en el fondo de los bolsillos, entre el pliegue de pañuelos y pastillas de jabón, entre tomos de enciclopedias que ya nadie lee. Como las primeras poluciones nocturnas callan su escozor, limpian su rastro de miedo y vergüenza, sin pedir consejo a nadie, sin destinatario ni espejo que compartir. Esperan ser encontrados cuando el tiempo ya haya dictado sentencia sobre tus experiencias y el álbum de fotos te evoque el tacto sedoso de la barriga de aquel cachorro.
 Recuerdo que mi primer poema fue sin rimas ni palabras; la imagen de un beso junto al secreto de sangre escondido en la roca y la sombra de aquel tilo. Dos cuerpos entregados a una causa, dos bocas en busca de la humedad de la inexperiencia, un papel escrito en rojo con aquella caligrafía redonda que ya no volverá.
Es por esa y por otras muchas imágenes, que durante estos años todo un campo santo de poemas descansa en mi habitación, convocando a la resurrección del tercer día, aguardando la reconciliación entre mis actos y mis palabras, entre la víspera de un día de fiesta y mis recuerdos durante el desamor. Son poemas todavía sin dirección, vivos desde su letargo, un poco desconchados pero que vuelven a respirar de nuevo al ser leídos y a recuperar sus rasgos al ser recitados.
Por tanto, “Cementerio de poemas” sería un buen nombre para aquella maleta vieja que guardo debajo de la cama y que solo se cartea con la corriente que empuja a las pelusas de apatía. Dentro, en la maleta, entre corchos de botellas de vino, entradas de conciertos y restos de pulseras, anidan como pollitos a la espera del calor de la madre, docenas de papeles con poemas de versos libres que me llevan a viejos celos, a mudanzas de discos de Joe Jackson, a mis charlas con Lorca en la huerta de San Vicente. Son poemas que ya no sentirán la lluvia, que no alimentarán ya a nadie y que aprendieron de memoria los labios para los que fueron creados, que no esperan nada, en todo caso renacer la próxima vez que alguien abra la maleta en busca de rosas secas.




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