viernes, 2 de mayo de 2014

Relatos premiados en el I Certamen de Relato Breve "Guadix en el día del libro".

18511, por ADORACIÓN DE LOS REYES DELGADO GARCÍA.  (1º Premio).



     Entre el ajetreo de la mañana, el buzón abría su boca al mundo todos los días. Por él se precipitaban, como si de un barranco lúgubre y sinuoso se tratara, los asuntos importantes que debían escapar del pueblo en una saca parda y áspera a la hora de la siesta. Pero antes de marchar, se llevaban incrustados en su piel de papel la divisa marcada con el acompasado ritmo del grasiento y zaino matasellos. 

     En el otro extremo, un desvencijado postigo comunicaba con la oficina de correos. El pequeño y húmedo habitáculo encerraba entre sus paredes todos los colores, alegrías y penas que podía deparar la vida: giros del padre emigrado al extranjero, pensiones de beneficencia, refrescantes postales veraniegas, entrañables cartas manuscritas, publicidad barnizada de otra época, fotos de la jura de bandera del hijo, periódicos inabarcables o pasteles de Navidad en pegajosos paquetes entreabiertos. 

     En la mesa, bajo el hule con el mapa de España, se guardaban celosos, sobres y documentos, garabatos y firmas misteriosas, huellas dactilares y tarjetas de boda. Y el calor del brasero de la mesa camilla lo envolvía todo con la tranquilidad y la ternura con la que el cartero y su mujer abrazaban el oficio cada mañana. El oficio de clasificar cartas, noticias, mensajes, palabras. Por barrios, por calles, por casas, por vidas. El oficio ritual de desentrañar la rutina de los lugareños de un pequeño pueblo entre el valle y la sierra. 

    Por el marco de la ventanilla desfilaban cada día estampas variopintas con sus trajines y sus recados: viejas enlutadas y plañideras, parejas de novios ilusionados e inexpertos, funcionarios ávidos de burocracia o agricultores con manos sarmentosas. Todos llevaban y  traían algo, esperaban, firmaban, se sorprendían, se quejaban o se alegraban, en un ir y venir interminable. 

     Todo esto, desde un rincón, bajo la prohibición de no tocar ni romper nada, sentada en su silla de enea, lo miraba y lo aprehendía con ojos grandes e inocentes, una niña.




Las dos orillas, por FRANCISCO JAVIER FRANCO MIGUEL





La esperanza de felicidad es una onda en el mar que va y viene de una orilla a otra.
Todo es oscuridad, noche que me persigue, mientras huyo tras una luz que, golpe a golpe, sangre a sangre, nunca hallo, por más que mis huesos, mis hematomas y mi desesperación, engalanada de esperanza, la persigan.
Cuando conocí a Juan, había escapado, dejado atrás lágrimas y sangre entre alambradas y un mar inmisericorde, que tantas veces ha servido de camino, pero que en los momentos más desesperados puede tornarse en la frontera más difícil de atravesar. ¡Hacía tantos años!, pero el tiempo permanecía detenido en su humilde hogar en Orán, a donde llegó refugiándose del horror de una guerra desde Almería.
Luego su recuerdo de una guerra y mi presente de otra alcanzaron a unirnos, fue la conjunción de dos huidas, y me convertí en el hijo que nunca tuvo. Bajo su filantrópica acogida estuve hasta que falleció. Lo hizo con su mano apretada a la mía y no me quedó ya nada por lo que permanecer allí. Con la parte de su vida que instaló en mi memoria, reemprendí la aventura y la ventura de cruzar a su viejo, y para mí nuevo, mundo. Ese lado del mundo donde ahora se profetizaba el derecho inalienable a ser feliz.
El mar vuelve a ser camino y frontera terrible, mientras marco mi estela en su oscuridad impenetrable. Los traficantes de seres humanos, los mismos que hace poco más de un siglo hacían negocio de la esclavitud, ya han cobrado su parte de nuestra miseria, y tras acomodar con miserias una pequeña fortuna, nos han arrojado hacia la noche. Una noche que no se acaba. Una onda de esperanza de felicidad que no encuentra orilla.
Estoy despierto y ya veo las luces, pero… «¡Juan! ¡Juan! ¿Qué ha pasado? ¿Qué haces tú aquí?». Juan está a mi lado, nos estamos abrazando. Estamos juntos. Ésta debe ser la otra orilla, la que ahora ondea en sus playas la bandera de la esperanza, porque ahora, bajo esta luz, para todos, todo está dispuesto para que seamos felices.


El precio de la desesperación, por JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ (Accesis 2).





     Su vida estuvo siempre dentro de la corrección, no entendía porqué motivo los desmanes de una clase política corrupta y de una clase económica usurera, le habían dejado sin trabajo, sin coberturas sociales… para colmo, el mismo banco que le dejó sin ahorros con malas artes, le iba a desahuciar.
Como fichas de dominó, su vida se desmoronaba, trabajo, hijos, esposa, amigos… perdidos, a punto de compartir su existencia con los perros callejeros. No lo aguantaba, su vida estaba a punto de finalizar víctima de su propia mano.
     Observando las armas que en casa guardaba, pensando que usar en su decidido final, recordó instantes de su vida… Un recuerdo le hizo estremecer, su paso por un cuerpo de élite militar siendo mozo, allí aprendió a matar hombres de diez formas distintas con sus manos, allí le despertaron el instinto de auto-defensa ante las injusticias. En su mente se fraguó otra forma de acabar con su agonía.
Su mirada se paró en un AK-47 que tenía en su armero, sin dudar después de ponerse un elegante traje, camufló el arma en el lateral, con una cartera de fuelle grande en la parte armada se dirigió hacia el Banco.
Entró, se encaminó a la oficina del director, aquel que tan buena cara le ponía mientras todo iba bien, el mismo que le convenció para que el dinero que poseían, se convirtiera en “subordinadas”.
     Sin mediar palabra, con la música tenue de una emisora de radio de fondo, descerrajó una ráfaga en la corbata impecable del “amigo de antes”, a cara descubierta, salió del banco sin prisas, con decisión.
Segundos después, se presentaba la policía en el local, barrían la escena del crimen, buscaban huellas, pedían copia de las cámaras de seguridad para poder identificar al asesino de aquella impecable persona, cuyo único delito fue cumplir las órdenes de sus superiores, vender como buenas las subordinadas de su empresa y agilizar el desahucio de aquel que, pudiendo pagar con sus ahorros lo que debía de su casa, la iba a perder por que su dinero se lo habían quedado los mismos que lo embargaban.
Mientras los inspectores buscaban, alguien dijo… “Silencio, escuchad”. El tenue transistor emitía la noticia,       “Acaba de ser abatido un terrorista que después de entrar armado en el congreso, ha vaciado dos cargadores entre sus señorías, estamos esperando el recuento de víctimas”.



De infancias y nostalgias, por ALICIA MARÍA EXPÓSITO (Accesis ).






  Las nueve. A pesar del frío y de la pereza, hay que salir al paseo diario. No sé cuánto tiempo hace ya que mi vida depende de las agujas de un reloj. Mejor no lo pienso. El chándal, las zapatillas…lista.
  Acaba de llover. Finales de octubre y aún huele a septiembre. Soledad en las calles. El silencio nocturno engrandece el eco sordo de mis pasos. El barrio se disfraza de misterio bajo la tenue luz de las farolas. Mis años más felices viven en estas calles. Cada esquina, cada rincón me cuenta infancias, me llena de nostalgia.
De camino, a cada paso, la noche confabula con el sueño y el tiempo retrocede. Los años más queridos vuelven a mi memoria y los recuerdos están en cada esquina. Recuerdos dulces de inocencia intacta. Recuerdos de colegio, de tardes de uniforme y  merienda de pan con chocolate. Los domingos azules y mañanas de sol, cogida de la mano del abuelo. De él escuché las primeras historias que aún no he olvidado. Historias de la guerra, de ogros, de brujas o de martinicos. Aquellas historias provocaban siempre el enfado de mi madre, porque a la hora de acostarme yo podía oír los murmullos de los monstruos que estaban esperándome escondidos debajo de la cama. Casi siempre, acababa durmiendo en el dormitorio de mis padres, donde realmente me sentía segura.
  Las amigas, los secretos contados las noches de verano en las escaleras del convento o de la iglesia vieja.
  Las primeras miradas…..y los primeros besos. Besos  blancos, reposando en los labios aún sin estrenar. Besos torpes, inexpertos….y sin embargo, besos que no se olvidan porque impregnan la piel y nos marcan por dentro con el amor más verdadero. Una sola caricia, valía la vida entera…
  El reloj de la torre rompe el hechizo. En un cuarto de hora llego a casa. Me acostaré temprano. Mañana será otro día.





Pastelito: un hombre de color de rosa, por CUSTODIO TEJADA (Accesis 4).



 Entró en el supermercado como una estrella de cine derramando glamour por los  cuatro costados. Apuesto y decidido empujaba el carro de la compra con estilo y elegancia. Por donde iba un olor a Chanel Nº 5 impregnaba el aire y los sentidos se nublaban en un cóctel de sinestesias. Los clientes del supermercado al verlo se volvían como autómatas para recrearse y desnudarlo con los ojos. Vestido completamente de color rosa parecía un pastelito envuelto en papel de celofán, preparado a propósito para una fiesta del amigo invisible. Camiseta rosa de Hello Kitty, pantalones vaqueros de color rosa con dos conejitos blancos de Play Boy bordados en los bolsillos traseros, zapatillas Adidas de color rosa y una gorra de jugador de béisbol.
Pastelito, se quitó las gafas de sol y me miró con la misma lentitud que entran los grandes barcos a puerto. Una sonrisa perfecta dejó al descubierto una dentadura blanca como la nieve. El cielo entero se me cayó encima y mi corazón rugió como el Vesubio antes de su mortal erupción. Tartamudeando le dije hola. Él me respondió un buenas tardes tan dulce que todavía hoy me sabe a gloria. Cada uno de sus movimientos respondía a un riguroso ritual (milimétricamente calculado) para desprender un aspecto misterioso y extravagante al mismo tiempo. Nada más verlo entrar en el supermercado comprendí que estábamos hechos el uno para el otro, fue un amor a primera vista, de esos que sólo suceden en las películas; pero cuando me tocó, mi nerviosismo me hizo sentir como un elefante dando tumbos en una cacharrería. Mi carro chocó con las estanterías, tiré un par de botes de cristal (no me acuerdo de qué), se me cayó un paquete de arroz de las manos que se desparramó por el suelo y yo imaginé  que estaba en la puerta de la iglesia oyendo un ¡viva los novios! … Aunque la voz de un empleado del supermercado me despertó del sueño diciéndome: ¡Tenga cuidado, caballero, que el suelo está mojado! Vaya a caerse.
Para desgracia mía descubrí que había un pequeño problema que nos separaba, él era un hombre felizmente casado que lucía con orgullo su alianza; y yo, un solterón de hojalata, raro y maniático, que había dejado escapar muchos trenes y que seguía sin encontrar su media naranja. 


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