miércoles, 14 de mayo de 2014

La oscuridad, por JAVIER FRANCO




Sólo el agua de la lluvia podría salvar el caos, tan sólo ella. El fuego crecía, como un ejército invasor e invicto, al empuje de los empellones de aire, para dejar atrás un reguero de silencio –silencio y llanto– de tierra quemada. Alguien sugirió desviar el cauce del río para que se enfrentasen, cara a cara, las tropas del agua y del fuego, sería la línea de frente para estabilizar el calcinamiento de la tierra, a pesar de la alianza fatídica con la aviación de los ejércitos de aires ventosos. Los cuatro elementos zambulléndose entre sí en pugna tenaz, arremolinándose y siempre la misma víctima: el hombre, los animales, las plantas… La vida.
Tras mucho, una vez sujetas las bridas despotricadas de fuego y viento, los analistas comenzaron a dramatizar la recreación del origen del estrago. Una señal aquí, otra allá, una más acullá. Entonces el que vestía el uniforme con más insignias del equipo investigador dictaminó: “Este incendio ha sido provocado”. Luego la Guardia Civil rural recibió el informe exhaustivo y se puso en marcha en busca del pirómano; tras las múltiples pesquisas, un muchacho demacrado y desgarbado, que en poco sobrepasaría la veintena, fue detenido. No lo negó en ningún momento. Pero la clave era el porqué. “¿Por qué lo hiciste?”, le interrogó el sargento, “¿por qué?”. El muchacho no mostraba signos ni de emoción ni de arrepentimiento, respondía con la mirada perdida en el infinito, era un “no sé” tímido que no acertaba a ser respuesta completa.
A la noche, cuando la oscuridad más intensísima invadió el calabozo, comenzó a tiritar y a sollozar, culminando su desvarío en un griterío desaforado. Acudió el número de guardia, abrió la rejilla del portalón de la celda y se encontró con su rostro sudoroso, jadeante, babeante: “¡Sáquenme de aquí! ¡Tengo miedo, sáquenme de aquí! ¡No soporto esta oscuridad”. Fue despertado el sargento de su descanso reparador, y tan sólo dijo un “tráiganme al preso”. Cuando el tembloroso y sudoroso muchacho quedó sentado al otro lado de la mesa del despacho, no cejaba en mirar las bombillas de la lámpara del techo y de la lamparita de la mesa del sargento, quien le demandó: “A ver, hombre… ¿qué coño hace sollozar y temblar de pánico a un criminal que es capaz de incendiar todo un monte?”. Los ojos enrojecidos seguían pendientes de la lucecita de la lamparilla, le temblaba la mandíbula y ello le producía un babeo continuo, hasta que pudo articular de nuevo palabras: “Tengo pánico a la oscuridad… Es un pánico insuperable… En mi entorno todo el mundo lo sabe… De pequeño caí a un pozo seco y estuve tres días hasta que me encontraron… La penumbra de día y aquella oscuridad profunda en la noche me han marcado para siempre… ¡Por eso lo hice!... Los muchachos del pueblo, que sabían de mi mal, de mi debilidad, en una de sus gracias, me llevaron al monte en plena noche y me dejaron en el bosque solo… No podía resistirlo… ¡No podía! ¡No podía! ¡No podía!... Menos mal, que en el forcejeo para abandonarme, a uno de ellos se le escapó un mechero del bolsillo, y… ¡Hágase la luz!... Comencé una hoguera y otra y otra, así iba iluminándome mientras retornaba al pueblo, hoguera tras hoguera… Luego vino el viento y todo se expandió, pero aun así, me senté a la entrada del pueblo, sobre una piedra, y permanecí, hasta el amanecer, observando el magnífico espectáculo de ver crecer y crecer la luz… Hubo un momento, en que hasta pensé que cuanto más avanzara el incendio, más probable era que la luz  lo cubriese todo y desapareciese para siempre la oscuridad, que ya nunca más hubiese oscuridad en el mundo, aun a costa de la tierra quemada”.
El sargento apenas cambió el rictus de su faz y, una vez hubo terminado el acusado su relato, le miró fijamente a los ojos, luego se volvió hasta el guardia numerario y le indicó: “Lléveselo otra vez al calabozo, pero déjele la luz encendida… Por la mañana ya dispondrá el juez lo que hacer con él… Supongo que será, más que carne de prisión, carne de psiquiátrico.



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