viernes, 14 de marzo de 2014

Mundos infinitos, de PEDRO CASAMAYOR RIVAS



   De niño en mi habitación eran frecuentes los terremotos, las fumarolas en busca de las entrañas de la tierra, las inmersiones al fondo de las aguas a bordo del Nautilus. Entre las láminas de aquellos libros y sus tentáculos ya iba yo buscando la respuesta para todas aquellas preguntas que embarraban mis juegos desde  pequeño: ¿habrá vida en otros planetas?, ¿harán la comunión también los marcianos?,  ¿jugarán al fútbol?
   En aquellos momentos la imaginación era más importante sin duda que el conocimiento. Tras el reino de la siesta, comenzaba el descenso dentro del cono del volcán, la exploración en busca de monstruos de tres cabezas en las grutas de un mar misterioso. Previamente  ya había hecho la mochila cargada solo con lo imprescindible:  bocadillo, cantimplora, brújula y un buen montón de cromos por si había ocasión de algún intercambio en mi viaje.
Anticipando logros científicos y tecnológicos como cohetes o submarinos, mi cita con lo desconocido sacaba pecho y valentía haciendo amigos entre praderas submarinas y bosques de hongos gigantescos. La era terciaria y sus helechos se mezclaba con el canto de ballenas y perlas de moluscos de valvas gigantescas.
   La máquina del tiempo volaba adentrándose en mis dominios, libre de gases contaminantes, híbrida entre una caja de cartón y las antenas de las azoteas y con una munición potente de rayos secuestrados a las tardes de tormentas.  Una vez dentro, mi destino, rumbo al amanecer de otros mundos infinitos.
Hoy simulo mi realidad inventando nuevas anochecidas.

Ya la tarde encendía dos lunas,
la creciente cargada de luz de hogaño
con intenciones de destellos de futuro
y la menguante para hablarnos de un ayer
ofrecido a las confines de la memoria.
En el cielo las estrellas abrían de dos en dos
como los ojos de un rostro sin espejo
que recuerdan un camino de miradas.
Del mar libre de horizonte en el que descansar
levaduras de amor sin disculpas.





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