Fragilidad de papel, por LUCÍA NIETO.



Hoy te cojo emocionada,
como una mariposa
posada en una bella flor...
Paso mis dedos entre pétalos,
absorviendo los aromas
con mezcla a papel, letras y café.
Cuál abanico de ilusiones,
paisajes, amores y desamores...
Novelas o poesias, donde entre cada lectura,  amanece un nuevo día.

A un libro llegas, por MARÍA PIZARRO


A un libro llegas
como un buzo adentra al arrecife,
acariciándolo suavemente.

Que no es roca esa animal,
el coral  amamantado de plancton,
algas y la paciente transparencia
de las  aguas.

La buzo  que lee
vive con paciencia
 una vida y otra vida en los libros.
El buzo que escribe
no sabe  el significado
-Ni  acaso la belleza-
ni la paz ni el plancton,
ni coral ni la piedra la mente ávida
de  la obra.


El leve suspiro de un poema, por INMA J. FERRERO




Escríbeme,
para tocar los cielos
de otras mentes
que a mi se acerquen.

Escríbeme,
para ser río,
para ser fuente.
para volar en corazones,
de sangre granada latente.

Escríbeme,
negra de tinta,
que nunca perece.

Escríbeme para el mundo,
para los oídos,
para los labios,
para los suspiros,
para la muerte.

Escríbeme,
para ser poema,
para ser verso,
para ser pensamiento...
que sobre hoja se vierte.


Extravío, por PURA FERNÁNDEZ SEGURA



Irrita bastante  perder un libro.
Siempre es por culpa nuestra.
Porque acaso los libros, ¿andan solos?
Si donde lo extraviamos fue en la calle,
consuela pensar
que lo leerá alguien.
Pero cuando no logras
encontrarlo en tu propia casa,
el grado de ofuscación puede alcanzar
un tinte  cuasi dramático:
revuelves la casa entera,
de los despistes propios culpas a otros.
Y del libro, nada, se esfumó, ni rastro.
Cuando te rindes
y has dado por perdida la batalla:
agazapado en los pliegues del sillón,
emerge su lomo grisáceo.
Estaba allí tu libro,
donde lo habías dejado.. esperando.

Tú, que tantas cosas has perdido
dejándolas pasar,
cuando las tenías delante.


28-1 2014

Las lúcidas tinieblas de un rey, por CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN

Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe,              
y en cenizas le convierte
la muerte, ¡desdicha fuerte!
¿Qué hay quien intente reinar,
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte? 
“La vida es sueño” de Calderón de la Barca 

En la última década, los países “desarrollados”, hemos pasado de disfrutar de una sociedad de bienestar, en la que los derechos sociales parecían inquebrantables, donde las oportunidades de prosperar, en teoría , estaban al alcance de la mayoría, hasta el punto de sufrir una amnesia colectiva más o menos generalizada, en la que se nos olvida que no fue siempre así, y que esos derechos con los que legítimamente debiéramos nacer, han tenido que ser conquistados a lo largo de la historia, con no pocos sacrificios de vidas humanas en nombre de la libertad, a presenciar el declive de una economía mal gestionada, sometida a la dictadura de un capitalismo imperante y deshumanizado, que incuba y fomenta la corrupción. Así las cosas, habría que hacer una seria reflexión sobre las consecuencias del abuso del poder, que irremediablemente nos aleja a todos de ser personas, y nos condena, más temprano que tarde a la absoluta soledad.
Rey tiniebla es el título de la última novela del escritor y poeta granadino Antonio Enrique que he tenido el placer de leer recientemente, sumergiéndome en la riqueza de su vocabulario y en la maestría de su discurso narrativo.  Felipe II, rey del más vasto imperio español donde se decía “nunca se ponía el sol”, con una salud ya quebrantada, ve aproximarse la hora de su muerte. En su prolongada agonía, es asistido por un joven mozo de retrete que Antonio Enrique erige en narrador principal de la novela, personaje de humildísimo origen, al que el rey apadrina con el nombre de Maltrapillo. Felipe II, viéndose rodeado de una corte de validos que sólo aspiran a privilegios y prebendas, se conmueve ante la actitud compasiva del muchacho. La admiración del mozo hacia el monarca y la gratitud de este, se van trasformando en afecto en el trascurso de la novela. El mozo del retrete, es el elemento iniciático que hace tomar conciencia al rey de su plena condición humana, ya que se siente intimidado al tener que exhibir ante el muchacho sus excrementos, la prueba irrefutable de que somos iguales. Ahí, en su debilidad, es donde el muchacho reconoce en el rey, al hombre. Se  establece entre ellos un vínculo singularísimo, un diálogo en ocasiones casi telepático. El rey hace examen de conciencia y en ocasiones se interesa por el parecer de Maltrapillo en cuestiones de gran trascendencia. 
“-¿Qué harías tú si yo te nombrase noble?-…
- Yo, majestad, procuraría que todos de mis tierras fueran servidos de ataviarse con decoro, y fueran bien comidos y bebidos, con lustre de sus personas, para que se les percibiera la buenandanza hasta en las caras.
- ¿Y sabrían así, Maltrapillo, que tú eras su señor?
- Todos lo reconocerían por eso, majestad, y no como tengo visto de otros señoríos, que muchos pujos gastan, pero sus súbditos van desarrapados. Y digo, dice: ¿qué grandeza hay en esto? ¿Acaso no les deshonra que, perteneciendo a sus casas, padezcan hambres? Los míos los reconocerían, aun sueltos en la corte. No habrían de preguntarles de dónde proceden. Sabrían todos que de mis tierras.”

De: “Rey Tiniebla” de Antonio Enrique

El rey y Maltrapillo, aun siendo dos personajes antagonistas uno del otro, por pertenecer a dos estratos sociales radicalmente opuestos, tienen en común que ninguno de los dos ha conocido otra condición que la que les es impuesta desde su nacimiento; el rey es rey, como maltrapillo es parias desde la cuna, de ahí su acercamiento desinteresado, que en la realidad puede resultar bastante inverosímil.  El mozo del retrete es el Karma del monarca, la voz de su conciencia…

“¡El poder! este poder, consistente en que mires donde mires todo es tuyo, necesita de una justificación que lo fundamente: la voluntad de Dios. Si no es por designio superior, la desproporción entre un hombre que manda y millones que obedecen es tal, que nada puede justificarlo, con lo cual la locura suple esa voluntad divina…”

De: “Rey Tiniebla” de Antonio Enrique

Por tanto el argumento de la novela tiene plena vigencia en la actualidad, ya que nos hace reflexionar sobre muchos de los desmanes causados por el poder. Esta obra es una novela histórica en toda regla, en esto discrepo de la opinión de su autor, ya que está escrupulosamente documentada. La novela histórica, lejos de ser una crónica, es una recreación de hechos ocurridos, cuyas motivaciones no tienen por qué ser verídicas, pero han de resultar creíbles para los lectores; esto es lo que la hace novela y lo que la diferencia de la historia. Recomiendo su lectura, en primer lugar, por su riqueza literaria intrínseca y en segundo lugar, porque en tiempos como los actuales a la humanidad le hace falta buena memoria. ¡Chapeau, querido Antonio!.

Carmen Hernández Montalbán

El libro sin texto, por ESNEYDER ÁLVAREZ





Hoy el libro se quedó sin texto,
No hay más historias,
No hay más inspiración,
O sí, pero el final no es lo que un lector esperaría,
No sería con el beso que todos soñarían tener,
No sería con el matrimonio que todos esperarían vivir,
No inspiraría ese suspiró de aquel día que decidimos escribir este libro
Que narraría nuestra  historia de nuestro amor.


Mi diario, por ANTONIA PILAR VILLAESCUSA RIUS


Son palabras inquietas, que me hacen temblar.
Sílabas que esconden una frase
que intento olvidar.

Son hojas amarillentas,
que han perdido su color
 pero queda el aroma,
 el olor aún fresco de una flor.

Entre palabras y escritos,
esos pétalos han dormido presos
 como el aire comprimido.
Es mi desnudez completa
 la que adorna cada hoja.

Un amor, en cada pensamiento.
Una frase de alivio o de tormento.
Un placer guardado o soslayado.
Es mi diario un libro de pasión.
A una vida, a un misterio,
a una muerte que aún no quiere el corazón.

 Son soplos de suspiros en una urna escondidos.
es el reposo de paz y el audaz despertar.
 Mi diario, mi libro de la vida. Quizá....
quizá me faltes tú, para poder completarlo algún día.


Sobre escritores y mazmorras, por MARCELO MIRANDA RIVAS.



"No se lee en este país porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee? Esa breve dudilla se me ofrece por hoy, y nada más. Terrible y triste cosa me parece escribir lo que no ha de ser leído...".

El amigo Larra no andaba desencaminado cuando —ya en su época— dudaba de la utilidad de la pluma. Una tesitura a la que todos, en mayor o  menor medida, llevamos enfrentándonos desde que se difundiera el uso de la imprenta, y con ella se generalizaran las letras. El problema aparece irremisiblemente después de una temporada poniendo negro sobre blanco una parte de ti mismo, de disfrazar con la retórica muchas vidas y experiencias. Momentos plasmados —reales— que de otro modo no existirían. Llega el día en que te lo preguntas: ¿sirve de algo, acaso me comprenden? Caes después, inexorablemente, en retorcidas aseveraciones entre el ser y el no ser, que no es sino decir entre uno mismo, o la fachada que implica el ribete del nombre de un autor; en este caso, tú.

El problema va mucho más allá del alcance que puedas llegar a tener. Eso es lo de menos. Puedes conseguir llegar a millones de personas de diferentes partes del globo, ser traducido a veinte idiomas que, aún así, te preguntes lo mismo, ¿sirve? El acto de la escritura, como expresión artística, implica bastante más que unos números fríos. Lo que todo escritor acaba por preguntarse en alguna ocasión se reduce a si las personas que ama —y en menor medida los desconocidos que posan sus manos por sus escritos— lo “comprenden”. Esa espectacular razón inconsciente, entre otras, es la mecha que prende y empuja a todo ser humano hacia la expresión creativa. Así, puede llegar la conclusión de que se escribe para desahogar, para soltar en un cajón de papel y cartón los sentimientos, emociones, vivencias o aventuras. De que, en fin, la escritura acaba siendo un grito al viento escuchada por unos pocos capaces de “comprenderla”.

Los hechos y conclusiones expresados por el autor, aun respondiendo a un factor irreal fruto de la creatividad del mismo, son en buena medida hijos de la experiencia, a resultas de que el mismo no sería él sin el camino que dejó atrás, y que lo conformó como persona, como un individuo singular que enmascara los recuerdos con metáforas y personajes. Por desgracia, son escasas las veces en que esto es entendido por el lector, quien observa con ojos glaucos tan solo una historia rubricada tras un título y un nombre o un seudónimo que lo enmascara. Un creador, en resumen, vaciado, desprovisto de su ser, travestido en “canal”. Es comprensible por otra parte que resulte ser así. La mente humana se acerca a lo desconocido tendente hacia la fantasía o la suposición. Por ese motivo no sorprende que el autor, a ojos del conjunto de receptores, no sea nada más que visto como el medio catalizador que hace posible el propio vuelo a través de unas experiencias noveladas y urdidas en la obra.

De ahí, imagino, las inquietudes que ya Larra sentía al decir lo que dijo. La vida de un escritor anónimo —o pintor, escultor, romántico en fin— puede desembocar en esos breves momentos de melancolía, en los que se añore la felicidad del niño que un día se fue; de un pasado arropado y protegido en su totalidad. Y es que él, al descubrir hoy al mundo su caja fuerte —la propia vida reflejada en sus personajes—, corre el riesgo de ser cosificado, paradójicamente, por expresar y ser más humano. El miedo, la inquietud, la duda de la despersonificación por parte de un receptor que no conoce la historia del autor puede conducir al mismo a un más que probable ánimo decaído, y a terminar por considerarse máquina que pulsa teclas con mayor o menor precisión.

Pero es entonces, en esas horas bajas, cuando se obra el milagro y el guiño de la intuición pasa de puntillas sobre el hombro del abatido quien, apenas si viéndola desaparecer en la niebla, puede acertar a comprender que lo verdaderamente relevante en la vida del romántico no sea llegar a dejar huella en un ente anónimo llamado audiencia sino, bajando la mirada, encontrar los referentes que desde un principio siguieron ahí: su “más acá” ante el “más allá”, sus amores —tangibles o no—, o seres queridos, piedra angular del ser humano; en quienes, y por ellos, puede sostener los pasos que lo encaminan hacia el futuro. Los referentes apuntalan con su existencia los vaivenes del camino. Con ellos, en el viaje romántico o en nómada singladura, el escritor se buscará a sí mismo en una permanente fuga, pero habrá “Triunfado” ante sí mucho antes de poder siquiera perder la vista.





4/2/2014
Madrid






Los versos heréticos, de FRANCISCO JAVIER FRANCO



I. El testimonio

Sé que el fuego acabará conmigo, pero el dolor no me asusta. Voy a morir como un hereje, pero mi interior no alberga herejía alguna. Escapé en el último momento de la mano aniquiladora de los fundamentalistas de una religión para ser arrastrado a la muerte de manos de los integristas de otra. Todo en nombre de dios, de un único dios… ¿Y a dios –sea cual sea su nombre– cómo podría molestarle aquello que albergo y por lo que vivo? No me asusta el dolor, me asusta perder, dejar caer en el olvido lo que durante toda mi vida he ido guardando. No me asusta el dolor, pero tengo miedo a las llamas, y sinceramente, no es hora de mentiras ni flaquezas, me son indiferentes las manos que prendan la hoguera y al dios que sirvan… Lo que realmente me aterra es no poder legar todo aquello por lo que he vivido, para lo que he vivido.
Soy hijo de un rey de reyes y pasé toda mi juventud en un palacio. Nunca me faltaron mimos ni cuidados, manos que me acariciasen y miradas con los mejores ojos, nunca, hasta que aquel enviado de dios, aquel que se llamaba ulema, convenció al gran visir Yaqub Abu Amir Muhammad al-Mansur para que el fundamentalismo se impusiese como norma en el califato y las hogueras comenzasen a transformar en cenizas, cenizas de las que no podrá resurgir ninguna ave mágica,  aquello que fuere tildado de herejía, sin más pruebas que el juicio fanático de un dictador insensible.
Aún siento los cuidados con que, en el alcázar califal, me trataba el eunuco Talid, a mí y a todos los que compartíamos vivienda y vivencias en los aposentos, plenos de sabiduría, de aquel palacio. Siento también las curas sobre mi piel y lo que bajo ella encierra mi cuerpo de las que fueran mis parteras Fatima y Lubna, que jamás se olvidaron de mí mientras vivieron. Luego llegaron las desgracias y la persecución, el fuego terrible, para unos purificador, para mí aniquilador sin razón ni excusa.
Ya había sido señalado para ocupar mi sitio en el cadalso, para sucumbir arrollado por las flamas, todo estaba a punto para mi muerte, mi desaparición definitiva, cuando apareció aquel soldado de piel oscura y mirada dulce, aquel africano que me miró con devoción y me apretó contra su pecho, llevándome consigo a lugar salvo, bajo unas montañas de nieve perpetua cuyo nombre evocaba al sol, Sulayr, a una ciudad llamada Hadirat Ylbira, donde fui feliz mucho tiempo antes de trasladarme a la recién creada medina de Garnata, donde he residido hasta ahora.
Ahora los servidores de otro dios tornan a juzgarme hereje. Ya sí que siento la hoguera certera y cercana, preparada para mi condena. Hoy al ulema le llaman cardenal. Uno, al que los suyos respetan como un gran hombre, que se ceba en los indefensos para condenarlos a un fin sin retorno, privando a las postreras generaciones del saber, de la experiencia, del mensaje vital que almacena el tiempo en cada cuerpo y que hace que todo sea más comprensible si acercamos lo dicho, lo vivido, lo pensado, lo experimentado de unas generaciones a las otras. Sé que todos, mis compañeros de infortunio y yo, somos inocentes, pero nadie nos ha dejado defendernos y ya llega el final ineluctable… Es el fuego envolviendo mi cuerpo y ya van dejando de quedarme palabras… Es el fin.


II. Lo que otros contaron

El califa al-Hakan II, hijo del gran Abd al-Rahman III, fundó en la capital del califato de al-Andalus, Córdoba, la biblioteca más importante de la Europa medieval, que muchos han comparado con la de Alejandría. La pasión del monarca por las artes, la literatura, las ciencias y la filosofía de la época, le hizo reunir la impresionante cantidad de cuatrocientos mil volúmenes.
La biblioteca se situaba en el alcázar real y la dirección y conservación corría a cargo del eunuco Talid, para el que trabajaba un conjunto de funcionarios, eruditos, copistas, destacando entre éstos dos mujeres, Fatima y Lubna, también existían miniaturistas e iluminadores. El califa, incluso, mantenía copistas destacados en la ciudad de Bagdad para que le reprodujeran obras que para el mundo occidental eran desconocidas.
Al-Hakan falleció de hemiplejía en el año 974 de la era vulgaris, le sucedió su hijo Hisham, de once años, quien dejó todo el poder en manos de su gran visir –hayib– Almanzor. Éste, en 977, se dejó llevar por la presión de los ulemas más intolerantes, quienes arrasaron las joyas de la biblioteca: “Todos los libros o hablan del Sagrado Corán o están en contra de Él, por lo que, salvo el libro sagrado, todos son innecesarios”. Éste era el trascendental argumento de la irrevocable sentencia.
Pero no todos los ejemplares fenecieron bajo el maléfico ardor de las llamas. Un soldado bereber de la guardia personal del hayib observó uno entre los montones apilados, era de una bellísima encuadernación con adornos geométricos y letras cúficas andaluzas repujados en oro en las cubiertas de cuero de ternero. Lo escondió entre sus ropas.
Cuando su bandera, al mando del general Zawi ibn Zirí, quien luego fundara el Reino de Granada, se trasladó a la cora de Elvira, el soldado portó el volumen consigo, que fue heredado como una joya familiar de padre a hijo, hasta acabar morando en la biblioteca de la universidad, madrasa, nazarí.
En 1.499, cuando la ciudad de Granada y su reino formaban ya parte de la Corona de Castilla, y el fanático cardenal Cisneros ordenaba la quema de los libros escritos en caracteres árabes en la plaza de Bib-Ramla, nada ni nadie pudo impedir que esta vez el fuego acabase con el libro y con todo aquello que guardaba entre sus páginas… Eran los versos de un poeta, los versos del califa al-Hakan, que nunca podremos leer ni escuchar.
Este califa utilizó el sobrenombre de al-Mustansir Bi-l-Lah, el que busca la ayuda victoriosa de dios, pero en nombre de dios fue derrotado lo más maravilloso de su obra.


Inmortal, de SUSANA NÁSERA


Llueven versos y amanece.
El silencio trae luz a la oscuridad.
Abro tu obra,
desplegando páginas cual vuelo de mariposas.
Deteniendo el tiempo en relojes sin destino.
En un imposible,
regresan sombras sin censura en la lectura.
La rutina se marchita -igual que humeante vigilia-
próxima al ocaso de tus lados.
En mi deseo de tenerte,
conquisté entre páginas la inmortalidad.

Háblame de los libros que lees, de PEDRO CASAMAYOR RIVAS.


Háblame de los libros que lees,
del olor de tu biblioteca
cuando vuelves mojada por la lluvia,
permíteme entrar en tus ojos
cuando se convierten en río de Ofelia,
cuando los velos de la noche
ocultan los ojos del agua
y nacen las flores de la Alhambra.
Me convertiré entonces en la dedicatoria
grabada sobre el lomo de tu recuerdo,
en la biografía oculta de tus días encantados,
en el marca páginas que te lleve
hacia esa hoja donde una lisonja
vencerá a la muerte.
Déjame leer y ser libro contigo
para esquivar cien días de soledad,
llevando nuestro descanso a
el zaguán de la casa encendida de Rosales,
a los pasos fecundados que tatuarán
el vientre de Yerma.
Ya nunca estaremos solos, la vida
escribirá su prólogo entre nuestras páginas,
sobre nuestro cuerpo literario,
para ser a diario y sin agravios
esa buena excusa que irá dibujando nuestra portada.


Howard, por PEDRO PASTOR SÁNCHEZ

Para él no resultaba extraño moverse en la oscuridad. No es que fuese nictálope, pero los paseos a los que su abuelo le acostumbró, desde muy pequeño, recorriendo las estancias casi en la oscuridad más absoluta, le habían conferido un conocimiento preciso de cada rincón del viejo caserón colonial en el que habitaba desde hacía no más de 3 años. La música de fondo acompasaba el repiqueteo de la lluvia en los alféizares de las ventanas. Así, mientras su madre sobaba las teclas del piano, el niño se entretenía poniendo a prueba su instinto aventurero. La luz que se escapaba por entre los goznes de la puerta de la biblioteca arrojaban sombras que para su imaginación convertían el abigarrado pasillo en un lugar mágico. Al aproximarse en sigilo, el crujir de una de las vetustas tablas delató su presencia. Al otro lado del vano, el viejo Whipple, con voz hosca, pronunció su nombre:
Howard, ¿eres tú?. Pasa, anda, pasa.
            El tono imperativo le dejó estupefacto por un momento, pero a continuación, como un resorte, empujaba la hoja lo suficiente como para que su pequeño cuerpo pudiese franquear el umbral. Sobre la labrada mesa, la luz del quinqué mostraba el encorvado corpachón de su abuelo afanado en su afición principal. No menos de 2.000 libros atestaban los nutridos anaqueles, volúmenes comprimidos o apilados, lomos gastados por el uso, tejuelos con  caligrafías muy diversas. Mientras se aproximaba, su reflejo en un pequeño espejo le recordó cuanto odiaba aquellos bucles dorados en su cabeza, de los que se había quejado amargamente a su madre, sin éxito. Permaneció inmóvil esperando alguna reprimenda de su ascendiente, que durante un tiempo pareció ignorarle. Aprovechó para echar un vistazo al libro que yacía sobre el escritorio. Era de hojas gruesas y macilentas, de bordes desgastados. Una serie de extraños símbolos salpicaban las páginas, y la mayoría de las palabras que pudo leer le resultaban extrañas, atropelladas de consonantes y con una extraña grafía. Por fin su abuelo se volvió hacia él.
― Supongo que Susie te enseñó a leer, ¿verdad? ― inquirió. El niño simplemente asintió con la cabeza. Efectivamente, a base de repetir “Las mil y una noches”, Howard aprendió a leer con sólo tres años. Luego siguieron los cuentos de los hermanos Grimm y otros textos propios de su edad.
            ― Todavía no estás preparado para este ― le dijo mientras cerraba el tomo de golpe. El sonido retumbó por toda la sala, y coincidió con el estruendo de un trueno no muy lejano, provocando al tiempo que la llama del quinqué bailara desacompasada, al borde de la extinción, lo cual dio al hecho, tan vulgar, una macabra envoltura fantasmagórica. A continuación, el anciano sacó una pequeña llave de un bolsillo, y de forma que no pudo advertir con nitidez, la introdujo en algún orificio bajo el tablero, abriéndose una estrecha cajonera, en la que hizo un hueco, apartando otros libros, y dejó caer el ominoso ejemplar.
Por aquel entonces, la figura de su abuelo se presentaba bastante distante, siendo la única masculina que, de alguna forma, suplía la de un padre, Winfield, al que ya apenas recordaba y nadie mencionaba. Tampoco, por aquel entonces, sabía que Whipple era un miembro prominente de una antigua sociedad masónica de Nueva Inglaterra. Su poblado bigote de morsa ocultaba unos labios que pronunciaron la siguiente frase:
― Supongo que en más de una ocasión te habrás preguntado qué extrañas leyes obedecen los movimientos de las luces que, noche tras noche, pueblan la gran cúpula celestial, ¿no es así? ―. Una vez más, la mudez del niño fue su respuesta, cosa que no importó a su abuelo, decidido a buscar un texto apropiado para no iniciados. La abuela Robie era una gran aficionada a la Astronomía, por lo que no le fue difícil encontrar un compendio del tema. Puso en sus manos el “Tratado de Astronomía elemental”, forrado en curtida piel de tono oscuro. Fue el primero de una larga lista de libros que, uno tras otro, fue devorando, unas veces en compañía, las más en completa soledad, en aquel lugar que, desde ese momento, se convirtió en una especie de santuario.

*          *          *
            El crudo invierno dejó paso a una esplendorosa primavera, que se prolongó hasta las primeras semanas del estío. Mientras Whipple se encargaba de los caballos en el cobertizo, sus hijas se dedicaban a distintos quehaceres. Susie acompañaba a Lilian mientras esta daba los últimos retoques a su más reciente composición pictórica, de nuevo la fuente, cuyos chorros formaban un pequeño arco iris, que ella trataba de retratar con toda la minuciosidad y paciencia que podía. La más joven de las hermanas, Annie, deambulaba por el huerto, absorta con su último folletín novelesco.
A todo esto, el pequeño Howard permanecía oculto, en lo alto de la buhardilla, entregado al ansia incontenible de conocimiento. Prefirió proseguir con sus lecturas sobre mitología clásica, fábulas y leyendas a corretear por el barrio con otros niños de su edad. De hecho, no sería hasta años más tarde cuando trabara amistad con los hermanos Munroe, y de aquellos vínculos empezara a socializarse de verdad.
Pasó la tarde y llegó el momento de tomarse un refrigerio para soportar los rigores del verano. Tía Lilian profirió a voz en grito:
― ¡Howie!. Baja. He preparado limonada.
No hubo respuesta, lo cual no le extrañó nada. Minutos más tarde, fue su madre la que tuvo que reclamarle para que finalmente accediera a abandonar su soledad. Nunca pudo contravenir a su madre.
El niño se plantó bajo los hastiales del porche. Parecía un sonámbulo, y casi tropieza cuando trataba de bajar los tres escalones de madera. Su tía Lilian se acercó a él, y rodilla en tierra, le sujetó firmemente por los hombros. Al contacto, su cuerpo se estremeció, parecía asustado. Al momento, le interrogó:
― Pero Howie, ¿qué te pasa, pequeño?. ¿Qué diablos hacías ahí arriba?
― Miraba por el ventanal, tía ― respondió entre sollozos.
― Entonces, ¿a qué obedece este estado?.
― ¿Es que no lo viste? ― respondió desconcertado. Su madre se sumo a la conversación, ofreciéndole un vaso de limonada, al cual el pequeño dio un sorbo.
― ¿Qué teníamos que ver, Howard? ―. Susie sólo le llamaba Howard cuando estaba enfadada con él, cosa que últimamente ocurría bastante a menudo, la mayor parte de las veces sin razón aparente, todo hay que decir.
― Allí, en el huerto, a pocos pasos de donde tía Annie se encontraba...
― ¿Otra vez esos seres que dijiste que te susurraban cuando te perdiste en la gruta hace dos semanas?. Te he dicho que no me gusta que trates de engañarnos con tus fantasías. Nos tuviste muy preocupados, podía haberte pasado algo, aquello estaba muy oscuro y... no quiero  pensar que hubiera pasado si llegas a resbalar y te golpeas en la cabeza. Fuiste un inconsciente, Howard...
― Seguro que él no lo hizo a propósito, Susie. ― terció de nuevo Lilian. ―Fue culpa nuestra, el no conocía el terreno y sólo estaba jugando, ¿verdad, Howie?.
El incidente fue para Howard tan real como el sol que brillaba cada día al amanecer. Nunca olvidaría la sensación de “compañía” que vivió durante algunos minutos en las entrañas de aquella gruta, en las inmediaciones del lago. Las tinieblas parecieron tomar cuerpo, el silencio se tornó susurro al principio, luego aliento. No estaba sólo, esas sensaciones no podían haber sido una mera entelequia, un engaño de sus sentidos.
Volvió a insistir: ― ¿Pero de verdad no lo habéis visto?.
Las dos hermanas se miraron resignadas. Ya estaban acostumbradas a las historias fantásticas del infante.
― ¿Qué viste exactamente, Howie? ― preguntó con voz calmosa Lilian.
― Ese ser, pequeño, de mi estatura, más o menos, pero con estrechas pezuñas en lugar de pies. Se movía despacio, como danzando, y me pareció que asomaban pequeños cuernos en lo alto de su cabeza. Se aproximaba sigilosamente a Annie, y temí que la cogiera. Pero no pude gritar para advertirla, no pude. Cuando pronunciaste mi nombre, sentí como su mirada se posaba en mi, y torció el gesto, como airado por la oportunidad perdida. Cuando quise darme cuenta, había desparecido...
De nuevo las hermanas cruzaron las miradas. Por supuesto, no podían creer ni una palabra de lo que habían escuchado, pero para Howard era totalmente verídico. Ni siquiera trataron de calmarlo, de convencerle de que era todo fruto de su desbordada imaginación. Tía Annie se aproximó al grupo, y sin saber lo que había acontecido, protectora como siempre se había comportado con el niño, tomó lo que este portaba en su mano, lo dejó sobre la mesa donde estaban los vasos con la ya recalentada limonada, y lo abrazó.
Tal vez alguna de ellas debería haber echado un vistazo a aquel libro que Howard llevaba en sus manos. Se trataba de un relato de reciente publicación, y que sin duda exacerbó la fantasía del futuro genio del terror: “El gran dios Pan”, de Arthur Machen.

*          *          *
Pocos días después del entierro de Howard, August todavía no podía creer como su amigo les había abandonado tan pronto. Cuarenta y seis años son una vida muy breve. Y aunque vividos con intensidad, los fracasos sentimentales, y la misma falta de ánimo que siempre mostró, unidos a su escasa iniciativa en lo laboral, desidia y ausencia de compromiso, le convirtieron en un ser mediocre a ojos de los que no entendían que su mundo, más allá de las simples vicisitudes de los mortales, moraba en el interior de su mente privilegiada, capaz de crear y recrear toda una pléyade de seres, cohabitantes en tiempo y espacio con nuestra propia raza, latentes, expectantes, aguardando su resurgimiento para tomar posesión de lo que una vez fue suyo.
August consiguió convencer a Annie para cederle los derechos para publicar los relatos de Howard. Algunos ya habían aparecido a lo largo de los últimos años en algunas revistas pulp, pero su amigo estaba convencido de podrían llegar a un gran público que sabría apreciar el talento de Howard, aunque fuese de forma póstuma.
Así que, una parte importante del material que su sobrino almacenaba en casa fue mandado a un librero local, para su tasación, y los manuscritos y su copiosa correspondencia serían entregados a August para su recopilación. En esa tarea se encontraban. Varias pilas de viejos libros se agolpaban en el suelo de la librería. Ejemplares únicos de obras de Poe, historias de detectives, diccionarios, atlas, clásicos ilustrados por Doré... Howard guardó durante años una selección de sus libros más queridos, sin duda los que más impacto le causaron de aquellos que leyó de niño en la biblioteca de su abuelo. August se movía con torpeza, cogiendo al azar distintos textos. En uno de estos movimientos, una torre de polvorientos tomos cayó al suelo. Mientras los recogía uno a uno, fue a dar con un ejemplar con tapas en piel casi ennegrecida, que parecía haberse desencuadernado. Al asirlo, vio en su portada que se trataba de un antiquísimo tratado de astronomía, cosa que llamó su atención, pues sabía de la fascinación de Howard por esta materia, que le había llevado a escribir numeroso artículos y colaborar con revistas especializadas. Pero la sorpresa fue mayúscula cuando al abrir el libro, en lugar de constelaciones aparecieron extraños signos, conjuros en una lengua que no acertaba a distinguir. Retrocedió páginas tratando de buscar un título, un índice que arrojara luz sobre su contenido. Cuando se dio cuenta de que en realidad se trataba de un libro dentro de las tapas de otro libro, recordó aquella historia que una vez le contó su amigo, de cómo heredó la llave que, según sus propias palabras, “le abrió las puertas a otros mundos”. El libro que tenía en sus manos era el   “NECRONOMICÓN”.


Homenaje a Howard Phillips Lovecraft (1890-1937)