martes, 14 de enero de 2014

El fantasma del cine Acci, de ANTONIO ENRIQUE



"Lo malo de ser fantasma es que no puedes llorar. Las lágrimas te salen secas y se te quedan adentro. Además, nadie te toma en serio", dijo. Había cobrado yo aficción a pasearme por aquellas ruinas. El cine Acci, que antaño acogiera a tantas generaciones de espectadores, mostrabaahora la armazón de sus vigas, arriba del patio de butacas; había yesones desprendidosque obstruían el paso y los asientos, como destripados, parecían aguardar inútilmente a quienes les prestasen calor e ilusión por un momento. Yo iba de un sitio a otro, recordando. En aquel espacio, desde la embocadura del telón a las plateas y e paraíso, habían quedado impresas las huellas de la sorpresa, la complacencia, el miedo y la ambición de los accitanos de otro tiempo: eran cúmulos de energía que paulatinamente iban apagándose, pero que aún eran perceptibles al tacto, e incluso a la vista, con tal que el resol de media tarde se filtrase por las claraboyas.
    Sin embargo, hubo algo que me llamó la atención al poco de mis solitarios deambuleos. Era un sonido de campanillas. Un leve cascabeleo que me llegaba muy tenue, muy de lejos, y que al parecer yo solo oía. Este sonido de campanillas no era uniforme en todo el recinto. Era pasar por el ambigú, con sus mostradores revueltos, desencajados desde donde se asentaron entre dos columnas de bronce, que  comenzaba a percibirse. Pero a medida que iba ascendiendo la escalera, para ganar el patio de butacas, aquel cascabeleo, din-din muy bajito, tomaba cuerpo acústico e iba igualmente, subiendo de grado, perfilándose en su nitidez jocosa. Un día, como si me acercaba al escenario ganaba aún más su percepción, decidí trepar hacia la plataforma. En lo que había sido aforo de actores ahora estaba la pantalla. Imposible reconocer en aquel papel blanco, impregnado con recuerdos de humedad, tantas visiones (los siux, sus hachas y aullidos, las espadas de los caballeros templarios, las trompeta cromadas de Roma, las lanzas sarracenas, los arcabuces corsarios: la vida convertida en caleidoscopio) como la vieja máquina, desde su nido, había proyectado.
Enla pantalla alguien había practicado una gran brecha, y por aquí penetré. El sonido de la campanilla era ahora más definido, y más punzante fué haciéndose conforme, a través de un túnel, descendí por la angosta escalera hacia el habitáculo alargado que queda exactamente debajo del escenario. Tal cámara es de suelo de cemento y ligamento de madera. Allí en aquella oscuridad inmóvil donde sólo la carcoma reinaba, se espesaba el rín, y la ranciedad me acogió con su bocanada de hastío. Al fondo hay un albañal para un caso perentorio de actores, y por las paredes inscripciones de nombres pretéritos, los integrantes de la compañía del pasado, la farándula que llegaba, representaba y se marchaba, tras pernoctar en malas posadas, con los escasos beneficios que quedaban, lugo de haber saldado las innumerables deudas. Sin embargo, la sensación en aquel recinto era de placidez, de un abandono lánguido, csi elegíaco. El cascabeleo era ahora más inminentes, como si sus tintineos llegasen más agudos, más apremiantes. El haz de mi linterna iluminó entonces un algo que al pronto no distinguí, y me acerqué para verificarlo. Era un lazo. Un lazo rojo como de sujetar el cabello, pero fue cogerlo, asirlo entre mis dedos, que el sonido de las campanillas cesó de repente. Me dio un vuelco el corazón. No fue una voz, fue un estremecimiento. Sé que es difícil creerme, pero, pese a no oir nada lo escuché con entera claridad. Era una sensación, una sensación semejante al vértigo que me compelía a entender el mensaje siguiente "No lo toques, déjalo". Quedé vacilante un punto, pero aun con los cabellos erizados, o tal vez por la sorpresa, desobedecí y me llevé aquel lazo a los ojos con aturdimiento. Era de un rojo casi carmesí, suave al tacto, olía aún a perfume, undelicioso, escalofriante perfume femenino, como cuando en as noches de teatro a las damas les sobreviene, con la emoción de la escena, el aroma adicional de sus deseos y añoranzas. "Déjalo ya, no sigas tocándolo", volvía a sentir. Entonces dejé correr, deslizándose el lazo entre mis yemas, de puro pavor. Con suma perplejidad fi enunciarse frente a mí una mancha blanquecina y volátil, inconsciente. Estaba hecha a semejanza de las telarañas, tal si muchos de sus hijos suspensos se hubiesen acumulado repentinamente en una esfera vaporosa. ("Valla -dije sobreponiéndome, naturalmente con el pensamiento-, tú un fantasma y yo sin saberlo"). "Menos guasa, los fantasmas, aunque no tenemos carta de ciudadanía, sabemos la vida de cada cual", "Pues tú dirás", emití con mi pensamiento, ya más tranquilizado. El fantasma -o lo que aquello fuese-dudaba, era como si remolonease vacilando en hacerme confidencias. Lo sentía en torno a mí, curvándose entre mis hombros, acechándome luego cualquier ademám de las manos y la cara. No se decidía, claro está. El cúmulo aquel de fosforescencia era singularmente tímido y cauteloso, como que se espantaba al menor de mis gestos. Tuve que contener mi respiración, para que se confiase. "Tú no sabes dónde estas". "Claro que lo sé". "En el Cine Acci, vas a decirme ¿no? los humanos no entendéis". Y como yo callase, él añadiío "Estás en mi santuario". A lo que agregó:"¿Sabes cuántos años lleva así ese lazo, que con tus torpes dedos acabas de profanar?", "Cualquiera sabe. Un poco desteñido sí está", contesté, vía pensamiento, con todo el tentico que pude.

    Entonces, el fantasma, entrecortadamente, me hizo saber que a él, como alma en pena, todo le había ido bien el teatro-cine de que había sido acomodador muchos años, hasta que en cierta velada teatral, una noche de diciembre, se enamoró de una muchacha que representaba una obra cuyo título no viene al caso.
   ¡Alto ahí!- exlamé-, que a los fantasmas no les son dadas las concupiscencias de este mundo". "¿Y tu das literatura a los muchachos? -saltó fastidiado -acaso no dijo el Dante: L'amor che vove il sol e le altre stelle?". "Seguro que iba en mallas, vamos ligerita, no pude por menos de imaginar, relamiéndome." ¡Obseso!, pues sí, iba tan ligerita que cogió un costipado, pero es porque el dueño se negó en redondo a instalar calefacción , que yo de lo que morí es de pulmonía. El director. El director, además, no dejaba de mirarla, que ganas me dieron de asestarle un linternazo. Un individuo con perilla y mostachos de empresario de circo arruinado". "Bien", dije admirado de su erudición y poder de observación espectrales, dispuesto a no interrumpir. "Es del caso -prosiguió- que me enamoré de esa joven. Pero como accitana que es, prefirió a su novio (¡Santo cielo!, dije aquí para mis adentros); prefiero ser fuel a ser bondadosa... Y yo no puedo y yo no puedo irme de este mundo, en el que peno, sin devolverle el lazo. Porque lo dejó caer para mí en prenda de su afecto". Rexonsideré la cuestión y aventuré: "Bien, dime al menos sus señas. Y te advierto que estoy yo poco acostumbrado a mediar de amores entre fantasmas y mortales" A lo que adujo: "Ella es así de este modo y de este otro (que traduje: pequeña y morena, graciosa, no del todo bellísima, pero pasable)". "Pues con estas señas, poco puedo hacer, señor fantasma". "¡Ingrato! ¿Por qué crees que hice sonar campanillas a tu alrededor, cada vez que venías? ¡Tú la conoces bien!" "Que no, don fantasma, que se lo digo yo, que aquí pequeñas y morenas hay la tira". "Piensa en una, hombre de poca fe. A ver ¿Quien te viene a la cabeza?". Ahora fue mi modesta persona la que fijó su memoria en la imagen incomparable de una chiquilla, ya no tanto. "¡Pues esa es! Y, además la llaman La flaca, con que... ¡Ah! los poetas, que ya no escuchan a su corazón. ¿Me prometes que se lo darás? No le digas de parte de quien. Ella lo sabe ya. Seguro que se queda muerta, la pobre, de la impresión".

Desaparecieron entonces luminiscencias y campanilleo, que este volvió un punto como un tutti orquestal al regresar el fantasma a las tinieblas, y yo me ví, como un estafermo, con el lazo entre las manos. Fui saliendo. De la Plaza de las Palomas llegaba el jolgorio de los villancicos, entre repiqueteo de panderetas. Bajo las luces blancas de los faroles alcancé a ver algunos jóvenes de los que iban cantando, provistos de largos levitones y con la bufanda enrroscada al cuello. "¿Hace un poco de anís?", se me acercó uno. "Sí, hombre, como para anises que estoy yo". Era nochebuena, y la radio había informado de la temperatura mínima registrada en la península: ¡Nueve grados bajo cero, y seguiría bajando, en Guadix y su comarca! y la genta había comentado aquella misma mañana, mientras aguardaban su turno en el mostrador atestado de cajas de alfajores y apilamiento de turrón: "¡Vaya tiempecito! El invierno viene con ganas"."Como siempre", asentí recordando, acariciando el lazo en el bolsillo de mi gabán. cuando días después de el lazo a su dieña, ésta me dijo "No sabía que también fueras fetichista". Hecho un nudo en la garganta, alcancé a contestar "No soy yo bonita, es alguien" "¿Qué alguien ni qué nada? -se resolvió- ; no se puede confiar en los poetas". Pero ya había tomado el lazo entre sus dedos divinales. Entonces escuché de nuevo la frágil música de las campanillas, din-din alborozadamente, y como una sonrisa en el aire rosado del mediodía, a la que contesté yo con el mejor guiño que supe. 

Pero aquella nochebuena, hecho un embrollo bajo los soportales de la plaza, junto a los letreros luminosos de la Joyería Garcón y Confitería La Oriental, solo alcancé a oir los tañidos opacos y espaciados de las campanas de la Catedral, que daban el último aviso para la Misa del Gallo. Y en efecto, muchos accitanos se dirigían en familia hacia sus gradas, cuyos peldaños ganaban sacando un poco las posaderas, como quien copiosamente han cenado y sienten cierta pesantez en el estómago. Bien abrigados y saludándose unos a otros, dejaban tras de sí las felices vaharadas de sus alientos satisfechos.

Entonces supe que el fantasma había muerto tal noche como aquella. Y que, en algún lugar de aquella ciudad dónde un maravilloso escritor antaño fabulase un relato titulado "La Nochebuena del poeta", una jovencita, aficionada a los lazos rojos en el pelo, como siempre, no sabía de las congojas de un pobra poeta, parecido a un fantasma ¿O al revés?


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