Dentro de la iglesia del Monasterio del Sr. San
Francisco de Guadix flota una niebla de incienso. Numerosos clérigos y vecinos
se han congregado para dar el último adiós al gran Maestre de Campo don Lope de
Figueroa y Barradas. Largo ha sido el camino que el capitán Miguel Ferrer ha
tenido que recorrer desde la villa de Monzón de Aragón para dar cumplimiento a
la voluntad de don Lope. El hijo pródigo de los Barradas viene a descansar en
la capilla de su familia. El féretro, cubierto por las insignias de los
caballeros de Santiago y de las personas que mueren al servicio del rey, es
conducido a hombros por su hermano, el regidor don Fernando de Barradas, el
propio capitán Ferrer y otros deudos hasta el altar mayor del templo. Allí,
hincados de rodillas se hallan las figuras marmoleas de sus padres y abuelos en
actitud orante. Tras el redoble de tambores a las puertas, las notas de un
viejo órgano dan paso a la comitiva de religiosos con el obispo a la cabeza. Los
frailes franciscanos portan hachones encendidos. Los hidalgos y cristianos
viejos delante, los esclavos detrás. En un rincón apartado, una morisca de su
casa solloza.
Terminada la Misa fúnebre, el ataúd es introducido
en el interior de la cripta por dos frailes, que la depositan junto a otra de
plomo de grandes dimensiones. La tumba queda sellada finalmente por la lápida
de mármol. En el templo, ya desalojado de gente, rechinan los goznes de la puerta al
cerrarse y los frailes van apagando velas y hachones hasta que el silencio y la
lobreguez reinan en él, sólo el tiempo va transcurriendo inexorable como en un
reloj de ceniza. En el interior de la cripta alguien está hablando, aunque los
vivos no lo sepan.
-¿Qué silencio es este don Miguel?
Qué oscuridad… ¿cómo es que los huesos
no me pesan? Este olor me resulta familiar, aunque encubierto por el otro de la
humedad y la rancia podredumbre. Sin embargo, este olor… es el olor de la
memoria. Huelo al sudor de mi padre; aquel hombre inquietante de genio temible
del que nunca recibí el menor gesto de afección. Huelo al herrumbre de las
armas, a la pólvora que de seguro llevo entremetida en las uñas y hasta la
leche de mi madre me parece tener en las narices ¿Dónde estoy capitán Ferrer?
El
maestre de campo, tras una pausa, escucha un rebullir de huesos junto a sí,
como de gato encerrado.
-¿Sois vos don Lope? Le
responde una voz conocida de criatura magullada…
-¡Martín! ¿Qué haces aquí?
- ¿Y vos lo preguntáis? Soy uno de
los mártires fritos de las Alpujarras, uno de los que vos dispusisteis fueran
traídos desde Huécija hasta el monasterio de San Francisco de Guadix.
- ¡¿Cómo?! ¿Es posible que estemos en
Guadix? ¿Y dónde está el Capitán Ferrer?
- Don Miguel marchó, una vez que
vuestros restos fueron depositados en la cripta de la familia Barradas y,
cumplida su misión, nada lo embarazaba aquí.
- Mis restos…, ¿acaso estamos muertos
y en Guadix? Ahora comprendo este sosiego, esta liviandad del cuerpo…, de ahí
este tufo tan familiar… al cabo hemos vuelto ambos al lugar donde hace tantos
años nos despedimos…, pero, dime ¿Cómo es eso de que eres uno de los frailes
martirizados por los moros que yo mandé traer desde Huécija?.
-¡Ay don Lope, qué triste fin el mío!
Vos y yo siempre fuimos dos almas sedientas de aventuras; más nos hubiera
valido quedarnos en Guadix y acatar el destino que se nos tiene reservado a los
hijos segundones de las familias nobles, el de abrazar la vida religiosa. Pero
vos y yo siempre fuimos dos rabos de lagartija, dos manojos de nervios con
demasiados pájaros en la cabeza… ¡De cuántas calamidades nos hubiéramos
librado, de cuántos percances y fatigas desde aquel día que nos despedimos
aquí…!, Vos, decidido a desertar de novicio franciscano, partisteis hacia el
puerto de Almería para embarcaros en aquella nave con destino a Genova, para ir
después a Milán y alistaros en el Tercio de Lombardía, como supe más tarde. Yo
permanecí aquí todavía unos meses y fui testigo del disgusto de vuestros padres
con motivo de vuestra marcha; en especial el de vuestra madre, doña Leonor, que
lloró amargamente vuestra ingratitud por haber rechazado la vida religiosa y
todos sus esfuerzos por procuraros acomodo y un porvenir apartado de peligros…,
pues sabed que vos siempre fuisteis el ojo derecho de vuestra madre, don Lope.
- Bien lo sé, Martín, bien lo sé…,
pero ¡dime de una vez! ¿Cómo es que acabaste en aquella alberca de aceite?
Siempre has sido hábil para enmarañar el relato hasta lograr que uno pierda el
hilo y acabe enredado en él…
- Aunque fui interrogado varias veces
por vuestra familia y, aun amenazado por la mía como si fuera un rufián de baja
estofa, nada pudieron sacarme, salvo lo que vos me habíais dicho aquella tarde aquí;
que os marchabais del monasterio a la mínima oportunidad para alistaros en los
Tercios. Mis padres ya no fiaban de mí y para tenerme bien vigilado me mandaron
a Huécija con un primo de mi padre que era fraile en el Monasterio de San
Agustín de aquella villa, Fray Toribio de Careaga. Allí pasé mis días sin
apenas venir a Guadix, salvo un par de veces por Pascua de Navidad. Aquí oí
decir a mi padre que el vuestro había sabido de vuestro paradero por una carta
que le envió el Duque de Sessa, desde Milán. Entonces, me sentí como una
gallinaza comparado con vos, por no tener la valentía de haberos acompañado,
don Lope. ¡Cuántas aventuras habréis vivido y cuantos percances habríais
sorteado siendo como erais entonces, apenas un muchacho imberbe…!
- Muchas, en verdad…, pero ¡¿Quieres
ahorrarte el “don”?!, se me antoja raro viniendo de ti, ¿acaso has olvidado que
juntos hemos echado los dientes? Pasé muchas fatigas Martín. La primera de
ellas, cuando embarqué en aquel cascarón podrido y plagado de ratas que me
llevó a Génova, en él casi vomito las mismas entrañas. Poco se puede contra las
fuerzas de la naturaleza si no es sobreponerse a sus zarandeos. Yo había
resuelto escapar de las garras paternas a como hubiere lugar, que Dios lo tenga
en la gloria y lo sepa perdonar. Mis padres nunca admitieron mis amores con
María… “¡holgar con ella sí!, pero no albergues por la moza ilusiones que vayan
más allá del trato carnal!” – exclamaba lleno de cólera cuando supo por mi
hermano que yo le había dado palabra de casamiento… -“¡No ha de mancharse mi linaje
con la sangre de la secta de Mahoma!”- reponía pleno de soberbia… Pobre María,
amenazó con venderla al mejor postor… y yo, viendo su mal, me consumía de rabia
e indignación… ¿Qué sabe el corazón de pureza de sangre?¿No había nacido María
en la fe de Cristo? de padres humildes, criados de nuestra casa, de abuelos
musulmanes, sí, pero cristianados… ¿No habíamos aprendido juntos la doctrina
desde niños y a la par?
Pues a pesar de todo, aquel amor dio
fruto, como supe después por mi madre, a los nueve años, tras la muerte de mi
padre. Él no hubiera permitido que la noticia trascendiera… La pequeña Jerónima
fue depositada en el Convento de la Concepción…, pobre hija mía…, de haber
sabido de su existencia no hubiera emprendido la huída, tal vez, ¿Quién lo
sabe? El caso es que en este primer
viaje lo pasé de polizón, con una mano delante y otra detrás, como quien dice…,
a las tres jornadas navegando no pude soportar el olor hediondo de mi propio
vómito y de las continuas cagaleras que me provocaban los vaivenes de la
embarcación. Así que, una noche de mar calmo, subí a cubierta a tomar el aire y
de paso llegarme a la bodega por ver si podía procurarme un poco de alimento y
agua dulce que beber. Una vez en cubierta sentí frío y me cubrí con un desgarro
de vela aprovechando la oscuridad y me refugié en un rincón. Tuve la gran suerte de quedarme dormido. Ovillado
sobre mí y entre el lino desgarrado de la vela, me encontró Bartolomé Veneroso,
un mercader de paños genovés que viajaba en la misma galera. Y digo suerte,
porque de no haberme vencido el sueño, tal vez hubiera regresado a mi guarida
inmunda. Pero Micer Bartolomé se apiadó de mí cuando supo de mi condición de
polizón y me permitió quedarme en su camarote y dormir en el suelo, sobre un
burujo de lana de las que había comprado en la vecina ciudad de Huéscar, no sin
antes apremiarme para que me aseara y me vistiera con una muda limpia de las
que llevaba. Y a la sombra de este hombre generoso llegué a Génova sin mayores
contratiempos...
En este mundo de oscuridades, las ánimas de fray
Martín y don Lope conversaban de manera intermitente; alternando los silencios
de duración indefinida, pues el tiempo aquí no tenía medida y no se sabía si
eran segundos o siglos los que mediaban entre sus pláticas. Las misas por sus
respectivas memorias y las de sus ancestros, se sucedían año tras año en el
mundo de los vivos. Fuera todo mudaba a una velocidad vertiginosa, los
capellanes perdían el recuerdo de las almas sufragáneas de sus rezos conforme
pasaban los siglos. Los amigos y deudos que acudían a los oficios, ya no
recordaban los nombres de los enterrados en la cripta y tenían que leerlos en
las lápidas. Pero dentro de ella, los difuntos seguían su coloquio, como dos viejos
amigos que se encuentran después de mucho tiempo.
-
Y dime pues, Martín, tú que conoces mejor que yo el trasiego de las ánimas,
¿cómo es que mis padres y abuelos no participan de nuestra conversación, si
están tan muertos como nosotros?
-
Creedme, Lope, que no lo sé, pues como vos estoy en esta ignorancia que me
inquieta y angustia al mismo tiempo. Tal vez sea que ellos ya cumplieron las
misas por sus ánimas y Dios los ha acogido en su seno…, acaso sea este nuestro
purgatorio… y nuestros espíritus están en tránsito, esperando el descanso
eterno o las llamas del infierno…
-
¡Voto a Dios que prefiero mil veces este estado! pues si Dios es servido de
llevarnos al infierno, preferible sea que nos olvide en este limbo…, muchos han
sido mis pecados y tan cierto no estoy de que me sean perdonados…, tú al menos
fuiste hombre de religión, consagraste tu vida al Señor y eres mártir.
-
¡Ay don Lope! Vos no sabéis lo que ocurrió aquella noche de Navidad en Huécija
de las Alpujarras. Yo no abracé el martirio gustoso, muy al contrario, tentado
estuve de renegar de mi fe cuando vi los atropellos que contra nosotros
cometían los de la secta de Mahoma. Yo me hallaba en la torre de la iglesia con
otros muchos cristianos, entre ellos mi prima Francisca, una doncella de dieciséis
años de quien me había enamorado en secreto. Los allí reunidos, albergábamos
las esperanza de que los moros no atentaran contra el templo por ser un lugar
sagrado, pero muy pronto salimos de nuestro yerro, cuando vimos cómo prendían fuego a la torre. Algunos caían
desmayados por el espeso humo, otros se precipitaban por el campanario; otros
se encomendaban a Dios y esperaban su suplicio y muchos optamos por descender
de la torre ayudados por una cuerda, siquiera para escapar de aquel infierno. Pero
abajo nos estaban aguardando gran número de la grey mahomética y mi prima
Francisca se abrazó a mí presa del terror. Nos cogieron cautivos con otros
cristianos que habían logrado salir de la torre y nos encerraron en un calabozo
improvisado. A media tarde, entraron algunos moros pregonando repetidas veces
la secta de Mahoma, ofreciendo la libertad y la vida a quienes adjuráramos de
nuestra fe. Yo miré a mi prima y la animé a renegar con un gesto desesperado,
con el propósito de salvar la vida. Ella
respondió que sí, anegada en lágrimas. Pero, si bien los moros creyeron a
Francisca y la dejaron en libertad vigilada, no ocurrió otro tanto conmigo, que
fui motivo de chanza y escarnio. Nuestros opresores hicieron burla de mi
cobardía debido a mi calidad de religioso y después, agarrándome de la cruz que
llevaba prendida al cuello, me arrastraron a la alberca de aceite hirviendo,
arrojándome a ella sin ninguna misericordia..., decidme ahora mi querido amigo
¡qué fama de mártir he de tener ante los ojos de Dios! Y ante los vuestros:
¿Qué clase de gallina miserable puede compararse a mí después de la confesión
que os acabo de hacer...?
Hízose entonces un silencio sepulcral (nunca mejor
dicho) que debió durar mucho tiempo, pues en el mundo de los difuntos, los
segundos pueden durar meses y hasta años por la hondura reflexiva del espíritu.
Finalmente, el Maestre de Campo, don Lope de Figueroa y Barradas, como si
apenas hubiera transcurrido un parpadeo para aquellos que hoy leemos esta
historia, replicó:
-
¿Y quién soy yo para juzgarte Martín? Yo mismo llevo prendida en la retina la
faz de la desesperación de aquellos a quienes arrebaté la vida en nombre de
Dios o del rey de Las Españas. De todas las batallas libradas, ninguna recuerdo
con tanta viveza como la de Lepanto. En la que rodaron cabezas y miembros de
soldados del Imperio Otomano y de la Santa Liga por doquier. Todo aconteció con
tanta velocidad que la conciencia no alcanzaba a detenerse en cada vida segada
por la espada o destruida por la pólvora. Cerca de seiscientos barcos;
seiscientos campos de batallas flotantes se enfrentaron la mañana del siete de
octubre del año de Nuestro Señor de mil quinientos setenta y uno, el mayor
combate naval de la historia estaba a punto de comenzar. Todo presagiaba la
derrota, pues el viento soplaba de levante, agotando a los remeros cristianos,
pero el viento cambió bruscamente de dirección forzando a la flota turca a
arriar las velas. La Santa Liga pudo entonces situar seis galeazas en la
vanguardia y organizar con tiempo la retaguardia. El disparo de cañón de La
Real dio aviso a los turcos de la batalla. Las naves otomanas que pasaban junto
a las galeazas fueron hechas astillas por los cañones. La roda de la nave
Sultana chocó contra el castillo de proa de la Real. Las tropas cristianas al
abordaje invadieron la cubierta de la galera turca. Sangre, lamentos, gritos de
dolor, trueno de cañones, estruendo de arcabuces, choque de espadas, miradas
espantadas de hombres que exhalan el espíritu, espantosa confusión de desechos
humano, hombres arrojados al mar pidiendo misericordia…
¡Lepanto,
gloria de la Santa Liga, victoria moral y militar, azote de los turcos!
Lepanto…, muerte y destrucción en nombre del Altísimo, pesadilla que perdura en
la memoria de aquellos que la libramos… Porque es ahora, Martín, en el silencio
de la vida y el clamor de la conciencia, que uno repara en la dimensión de
aquel horror, de aquella carnicería, de aquellos Caín y Abel multiplicados
¡Cuán alto es el precio de la victoria! Cerca
de treinta mil muertos poco más o menos, más de ocho mil cautivos, treinta
galeras perdidas en ambas armadas. ¡Decidme entonces si a esto pueda llamarse
victoria…!, preferible sería que, en un futuro, los ejércitos sirvieran para
protegernos de nosotros mismos, Martín. Esto me lleva a concluir que más loable
me parece tu hazaña por la supervivencia que la mía por alcanzar la victoria.
De
nuevo se hace el silencio en la cripta. La última reflexión de don Lope
reverbera y trasciende. Ya nadie responde ni cuestiona, ya nada se escucha, la
paz de la nada lo inunda todo. Acaso sea la nada el regazo clemente del
creador. Fuera de la cripta, en el mundo de los vivos es el Día de Difuntos.
Las voces corales de los religiosos entonan una plegaria: “miseremini me, miseremini me, saltem vos amici mei...”