Alf Layla wa-layla-Las mil y una noches, por CARMEN HERNÁNDEZ REY.

"Reflejos de una fuente" de Joaquín Sorolla

Mil noches para cantar a tu mirada andalusí
negra y mora, beneficiaria Atlántida
flor de cidro o neroli,
almenas de tus comisuras az-zahr de naranjal y
limoneros, sueños el solo harén de tus versos
en mi celo.
Mil noches en el Generalife de adobes y barro,
patio Arrayan y acequias transitando a la luna
sin menguar a tus labios en mi noría
colmada de aguas.
Mil noches entre las columnas de frutales
mil, versos en mis vertebras Nazaríes,
rezando en la sombras de mis huellas
del Al-Ádalus,
mil, mil ojeras por la medina
si te haces ausencia, mil.
Mil años hace que nací en tiempo
de los Omeyas,
y calzo a mis pies son plata y seda,
en mi sien oro y del verbo de sus letras,
la oda de un canto que se grabó en el laurel
de los patios y sus acequias…
Mil paladar en el rojo castillos, que me presa,
nací…nací un segundo que se marchitará
su lengua,
en tu lengua conquistadora de versos
con mi lengua
con mi historias,
con mil pléyades
con mil millones de estrellas
transitando… transitándonos
entre las rutas de las celosía por donde
tus dedos abren mi puerta,
Mil zaguanes de tus labios a mis labios,
de tu boca a mi boca,
repujando un ruego de oración
rebelde, en nuestras miles de bocas
locas.
Nací, mejor dicho... en ese preciso instante
donde la vida se detiene en la Atlántida
de tu tierra,
piel con piel existiéndonos…
entre las persianas de nuestras termas,
fuente…
-fuentes del más alto voltajes-
y nos nacen, nos nacen
como luz en cuarto menguante.


El milagro de la vida, por PEPI BOBIS REINOSO.

"Tronc d'Olivera" de Enric Serra Vilar



Egipcios, romanos, fenicios, mozárabes, judíos errantes y aceituneros altivos, trajeron hasta mí la esencia de su cuerpo y en él me hice carne.

Es la semilla que dejó sus raíces un día de fiesta. Hoy, orgullosa y serena, en lo más profundo de mí, aún le envuelve el líquido amniótico que obrara el precioso milagro de nacer a los siglos.

Está cansado, pero sigue en pie; a veces, no puede con su peso y se encorva, pero no se rinde. Lucha contra viento, lluvia, hachas, varas, sol, el frío y el hombre. Se resiste a ceder el tesoro de su sangre, pero se desvanece en cada golpe. En cada estremecimiento, las redes aguardan bajo su sombra a recoger la punta de sus dedos con las primeras luces.

Prisionero de sí mismo y estático se ofrece al mundo. Solo espera que otros brazos, otras manos, otros ojos y otra hambre, le desnuden poco a poco, le dejen como siempre, abandonado al silencio y en la negra soledad se pregunte. ¿Quiénes somos?

Somos, La Madre Tierra y el Centenario Olivo.


Boabdil, por ISABEL PÉREZ ARANDA.



No siento el dolor que hubiese deseado sentir,
no siento consuelo de cuanto pude sufrir,
se rompe el cielo y la tierra, mi alma partida en mil,
anhelos por un mañana desafiante y hostil
me rondan cada segundo, dudas, rencores, miedos a mil,
me aferro rasgando el suelo, existir o sucumbir.
Angustia despiden mis poros mi rabia como el hollín
mi sangre ya no es mi sangre mi sangre se ha vuelto gris.
busco en glorias anteriores para ver con lucidez,
busco gozos en las sombras evadiéndome en el ser,
se rompe el cielo y la tierra que ya no me deja ver.
Desparramado en la sierra deje flores carmesí
desparramado en el agua reflejo de lo que fui,
busco en el blanco silencio la pureza de mí ser,
busco en el fondo de mi alma el blanco de mi niñez.
Oigo voces en mi mente, suenan, no se de quien,
alto, fuerte, contundente, ya me siento enloquecer,
amado y desamado, desdeñado y olvidado,
blanco y negro por doquier.
Se rompe el cielo y la tierra y lo que yo pude ser.
La luz me absorbe y supera, siento y no siento,
tormento y traición, venganza y ambición, mentiras sin razón.
¡Cuánto he tenido y no tengo, cuánto fui y no soy¡
Ser y hacer lo que quisieron de mí,
ser y hacer obediencia fue mi fe,
añoranza de mis hijos, añoranza de mí amada,
castigo he de tener por tanto amor que me daban.
Espadas y algodones cubrieron mi cama,
dueño, criado, señor, esclavo, esposo y padre, todo y nada,
marioneta refinada con las cuerdas recortadas.
Se disipo el amor del pueblo muerto en si de tanto asedio,
se evaporo mi fe, no supe guiar mi reino, no supe regir al pueblo,
para poder contemplarme, abandono mente y cuerpo,
morir, para mis adentros, vivir, sin estar viviendo,
es cuanto quiero y espero es cuanto lloro pidiendo,
se rompe el cielo y la tierra, suplico ya mi momento.
No oigo mi ronca voz porque ya ni eso tengo,
que mis ojos ya no ven que mi olfato huele a muerto,
ni mis manos son mis manos cuando fueron mi sustento,
se rompe el cielo y la tierra la mar que la llevo dentro.
¡Que puedo pedir ¡ si puedo, para no sentir el hielo.
¿A Quién puedo rezar? y pido que me endulce el sentimiento.
Para marchar de mi tierra con el semblante disperso,
sin fijar la vista en nada y atormentarme sintiendo,
se rompe el cielo y la tierra y yo me rompo por dentro.
En mi tiempo de destierro, Andarás mi cielo, mi infierno,
mil males corroyendo.
Desnudo en cuerpo y alma, desnudo no siento nada,
busco en guerras y contiendas las espadas que me hieran,
fuerzo la loca fortuna y ni siquiera me araña,
¡Cuan mal hice¡ para aun seguir viviendo,
se rompe el cielo y la tierra la espada que llevo dentro.
Canas sembraron mis amaneceres presos,
grietas surcaron mi piel al temor de tanto incierto,
mi tierra ya no es mi tierra mí tierra son mis lamentos,
andaluz de raza y casta, andaluz en vida y muerto,
no puedo cambiar ni quiero lo que de mi ya dijeron,
no tengo fuerzas ni quiero desmentir tantos entuertos,
mensajeros que me traen conspiraciones e intrigas,
maquinaciones perversas por el poder más incierto.
Se rompe el cielo y la tierra mis hijos son mi sustento,
me acoge la seca mar el país de mis ancestros,
consolarme es cuanto busco y marcharme con el viento,
retener en la memoria inolvidables recuerdos,
que me arrastran que me embargan y a la vez ya no lo siento,
la paz se me instalo dentro.
Se rompe el cielo y la tierra me habéis dejado sin sueño.
Algo me llevo en el alma, algo que ya no me arrancan.
Cuanto amor me profesaron Granadinos de mi alma,
muestra que guardo muy hondo,
mi sierra blanca y nevada, Jazmines, rosas y malvas,
los patios y las granadas y el agua que me emborracha.
Larga vida me dio Alah para poder recordarla,
larga vida a mi pesar, que lejos deje mi alma,
callejuelas adornadas balcones con tanta gracia,
sabor de tierra dulzona olor de las amapolas,
sabor al agua de sierra y la mar tras las montañas.
Cuantos cultos la idolatran y conviven sin pesanza,
cuanta cultura dejaron cuanta historia reclamada,

mi sierra, mi Alambra, mi Granada, mi Andalucía dorada.

Elegía a Mabel Sesca, por MARÍA PIZARRO.




                            Ha mudado tu muerte mi corazón en pájaro.
                           (Abu -L- Ala Al- Maarri)

Si ves que me acerco demasiado
a libar la flor de las lilas,
y estoy llorando,
baila.
Si  una pared cubierta
de enredaderas
traicionan la costumbre
de tu patria azul.
La bugambilla arremete con sus flores
y confunde el aroma del jazmin
al sol de tu bandera.
En la alberca,
baila   el mar,
con el repique, el chico.
Deja que el vuelo levante
la tarde,
que no anochezca nunca
este candombe.
Abril es tan hermoso.
Pero no hay primavera
sin las llamadas.

La reina mora cristiana, Isabel de Solís, por MERCHE HAYDÉE MARÍN TORICES.



لا رينا مورا كريستيان، إيزابيل دي سوليس
“Isabel de Solís-Muley Hacen, un amor que pudo con un reino”

Todo lo que hoy voy a contar puede ser mentira.

 Así es.

Isabel de Solís, última esposa del Sultán de Granada Muley Hacen, es una de esas mujeres de la historia de España que aparecen y desaparecen como una sombra difusa. Prácticamente no existen datos de ella que nos lleven a contar una historia verdadera, pero los pocos que tenemos, ni tan siquiera se sabe donde reposan sus restos, ni cómo murió, podemos novelarlos, contarlos y dejar que nuestro pensamiento vuele hasta ese final del Reino Nazarí. Hasta los perfumados jardines de la Alhambra; hasta las puestas de sol más bellas del mundo; hasta la arquitectura más sublime y exquisita de cada estancia del Palacio de la Alhambra, en especial la torre de la Cautiva.

De lo que no cabe duda es que esta beldad existió y que protagonizó una de las historias de amor más hermosas y dramáticas de nuestra historia. ¿Vamos a ello?

Isabel de Solís era hija única del Comendador- Alcalde de la localidad jienense de Martos. Cuando contaba con tres años de edad una enfermedad la postró en cama y ningún médico encontraba remedio: la niña se moría. Su padre, noble y desesperado, mandó llamar a una “mora” de nombre Arlaja, famosa por sus ungüentos, conocimiento de las hierbas y encantamientos. Arlaja subió a Sierra Nevada y regresó con montones de hierbas, raíces y bayas, que hizo tomar a la pequeña Isabel. No se separó durante semanas de su lecho, mientras oraba o quien sabe que reniegos y disparates lanzaba entre cánticos. La cosa es que Isabel se curó y ya no quiso separarse de su improvisada nodriza que se convirtió en la dueña y señora del predio de los Solís.

Isabel creció en edad y en belleza. Y su ama, desde que era una niña, le contaba tales historias sobre la hermosura de su Granada, la fineza de su paisaje, los placeres y manjares que recordaba de cuando vivió allí, los frutos en flor siempre, la nieve eterna en la cumbre, las aguas cristalinas como el oro, el vergel de su Vega, ¡hasta el aire mismo parece que convida a amar!, le repetía Arlaja, que la joven Isabel, a pesar de estar prometida con el gallardo galán Venegas, decidió huir con su nana en busca de aquel paraíso soñado que era Granada.

Grande fue el abatimiento y el dolor del Comendador, su padre, cuando supo que su hija había sido apresada por los “moros”, al tratar de cruzar los montes de Aguilar de la Frontera, que separaban de Granada. De Arlaja nunca más se supo.

Isabel de Solís fue tomada como prisionera y trasladada al recinto palaciego de la Alhambra, donde permaneció años, lugar que hoy conocemos como la Torre de la Cautiva. Es uno de los recintos más bonitos de la Alhambra. No se diferencia exteriormente del resto pero el interior destaca por su decoración. Es una Torre-Palacio, o Qalahurra, que, junto con el Salón de Comares, atesora el más complejo programa decorativo de la Alhambra. En el ángulo izquierdo de la misma se encuentra inscrito un poema que nos revela la clave para entenderla y que aquí transcribo:
“Esta obra ha venido a engalanar la Alhambra;
es morada para los pacíficos y los guerreros;
Calahorra que contiene un palacio.
¡Di que es una fortaleza y a la cual el esplendor está repartido
entre su techo, su suelo y sus cuatro paredes;
en el estuco y en los azulejos hay maravillas,
pero las labradas de maderas de sus techos son aún más extraordinarias…”
 (traducción de María Jesús Rubiera).

Así comenzó la nueva vida de nuestra hermosa Isabel, abandonada por su tata, a la que adoraba, lejos de su ciudad y de su familia. Aterrada porque no sabía que iba a ser de ella, rezaba en su religión católica y se entregaba con resignación a su destino.
En aquella época reinaba el Sultán Muley Hacen y de todo su harén su favorita y reina hasta ese momento, era Aisha, madre de Boabdil, el último Rey Nazarí de Granada.
Cuando Muley Hacen tuvo noticia del cautiverio de Isabel y habiendo escuchado de su inusitada belleza, no pudo menos que ir a conocer a la cristiana.
Cuando cruzó el umbral de la palaciega estancia, Isabel se levantó y, estando frente a frente, algo ocurrió, se miraron y se prendaron el uno del otro. Fue así como nuestra Isabel se convirtió al Islam, pasó a llamarse Zoraida (lucero del alba) y hasta la muerte de Muley Hacen, con quien tuvo dos hijos, floreció a su tristeza como la favorita del Sultán y única Reina de Granada. Se trasladaron a vivir al Palacio de Comares, no sin que antes la perfecta Zoraida fuera blanco de las iras de Aisha y se le propinara una brutal paliza en el harén, siendo desde entonces murmurada como “La Romía” (la cristiana infiel). 
Pero el amor entre ellos era tan grande que Muley Hacen ya no tenía ojos más que para Zoraida, la apartó del gineceo de la Alhambra y la llenó de regalos, haciendo llamar a sastres, plateros y sederos para que hicieran joyas y ropas a aquella mujer, como ninguna otra Reina de Granada hubiese tenido. Fue así como Zoraida se convirtió en la Reina por excelencia del Reino Nazarí.
Esto provocó de nuevo la ira de Aisha, pero no hay mayor protección que el amor que le profesaba a Zoraida el Sultán y nada era suficiente para colmar a su amada de los más ricos placeres.
Perfumes, música y poemas al borde de las aguas y los arrayanes; joyas, ricos manjares y, sobre todo su amor, el deleite que Muley Hacen encontraba en la compañía de su amada, su inteligente y preciosa Soraya.
Pero el Rey envejecía, se sentía cansado y enfermo, sobre todo por las disputas con el Reino de Castilla y porque veía el fin del Reino Nazarí y una noche cuajada de estrellas, paseando de la mano con su gentil esposa le pidió, casi en llanto, que no lo dejara solo hasta el momento de su muerte, que lo amara hasta el final, que abandonaran la Alhambra y se fueran al Palacio de Mondéjar y que sus restos reposaran en Sierra Nevada, sepultados en la nieve lechosa que daba la luz a los atardeceres de Granada. Así fue como lo hizo Zoraida y hoy yace el viejo Sultán a los pies del Mulhacén, que lleva su nombre.
Pero la cautiva, conversa, reina después, se quedó sola con sus dos hijos y cuando vio partir a Aisha, Boabdil y su esposa Morayma, también ella decidió salvar su vida. Miró con mucha tristeza, más de la que tuvo cuando se fue de Martos, los paisajes que se divisaban desde Mondéjar, el Valle de Lecrín, se cambió el nombre, pasó a ser bautizada como Isabel de Solís (que es el nombre por el que la conocemos, aunque el verdadero, así como su origen, nadie lo sabe) y, más por sus hijos que por ella, huyó de nuevo a Castilla, donde nunca dejó de levantar intrigas entre cristianos y musulmanes, pues a pesar de su reconversión, seguiría viviendo hasta su muerte en tierra de nadie, para los cristianos era una falsa conversa; para los musulmanes una traidora, añorando con nostalgia su reinado en Granada y el amor de su esposo.
Nadie sabe donde murió, ni qué fue de su vida, pero sigue siendo una de las mujeres más enigmáticas e influyentes en la historia de Granada. Isabel de Solís, Zoraida, el lucero del alba, liberó cristianos cautivos en la Alhambra, pues Muley Hacen sucumbía siempre a sus ojos de ángel, a sus amorosas súplicas.

Hoy, en una tienda de la Calle San Antón se puede comprar el perfume “Morayma”, un bouquet de gardenia, narciso, magnolia, guayaba verde y pomelo dorado. Pero Granada todavía no tiene el perfume de su última Reina Nazarí, la valiente y entregada Isabel de Solís, la que opuso resistencia a la enojada Aisha, la que, por amor, abrazó otra religión, la que lloró por Granada más que Boabdil. “Zoraida” sería el perfume del olor de las lágrimas por amor que huelen a jazmines; de los abrazos y arrullos con su amado que huelen a galán de noche y a bergamota; de su mirada siempre nostálgica, abrazada por laudes, que huele a azahar… 

Sortilegio de la Alhambra, por DORI HERNÁNDEZ MONTALBÁN






Por el misterio insondable, oculto
y la tierra roja doblemente ungida,
sobre el corazón del agua en huida,
tras el camino del arrayán más alto.

Por la clarividencia del instinto
y el rumor de la piedra devastada, 
erigirás un palacio en Granada,
espejo del cielo, delirio exacto.

Allí el ocaso de la luz turquesa,
invadirá celosías y balcones,
la palabra Alláh quedará impresa.

Llave y mano: hermética promesa,
enigma que descifrarán los halcones
tras el vapor de la niebla que no cesa.

Trazos hacia un Dios, por PEDRO CASAMAYOR RIVAS.



Lo importante es el filo del cuchillo
con el que armar la boca jadeante del cálamo,
que ya deja de ser la caña hueca
para guiar la mano hacia la nada.
Un coágulo de sangre como tinta
inunda la madera
hacia el ligero trazo que cubre el infinito.
Aíslate del mundo que depende de un rey,
provoca, -sometido al pergamino en blanco-
a los sentidos cómplices del deseo de un dios.
Reflexiona el comienzo,
lo importante es el filo del cuchillo
con el que desangrar al animal.
Sólo tú eres ahora el nexo con el cielo,
el cincel que acalló al agua de la Alhambra.

Wadi Lakka, por GLORIA ACOSTA.



Última carga.
Último día.

El batir de los  cascos  levanta una nube de polvo que se pega a las gargantas. Sudor de  hombres y bestias tras días de lucha por una tierra fragmentada.                                                                          
Alá frente a Dios.
Nobles fieles a  Rodrigo o enemigos reclutados para empuñar la espada contra al bereber.. Musulmanes leales al lugarteniente de Musa ibn Nusair.
  Tariq aguarda a lomos del hermoso Al-Lakko. Elige un terreno favorable que contrarresta la inferioridad de su ejército. Espadas jinetas, mortíferas dagas, certeros arcos y expertos ballesteros, lanzas que la fuerza de un brazo clava en certera estocada. Banderas de media luna  bombeando sangre a las sienes en espera de ser entregada o aplacada.
   Rodrigo acaricia las crines negras de Orelia. Su cabeza coronada se yergue ante una caballería exhausta, que enarbola la enseña de la cruz dorada y llena el aire con arengas de valor.
Ya colocan cascos y yelmos sobre el almófar. Lanzas y adargas esperan  la orden del rey-caudillo, que ocupa el primer lugar en la columna central. En el ala derecha, Sisberto, y en la izquierda, Oppas, sorprenderán a Tariq por los flancos. Un ataque convergente con tres cuerpos sobre el grueso musulmán desde varios puntos independientes. La estrategia definida y la victoria segura. Pero una traición pactada se esconde y aguarda.
Ya galopan los cristianos, sorteando el pedregoso terreno.
Clamor de aceros. Espadas separando  cabezas de sus cuerpos. Ballestas horadando corazones y vientres. Brazos  mutilados al roce del alfanje. Cotas de malla escupiendo sangre, atrapando jirones de piel. Cráneos sin yelmo aplastados por las cabalgaduras, rostros con ojos desorbitados.
La tierra traga voces muertas que escapan por el hueco que deja la hoja toledana en la yugular.
Rodrigo  ve su victoria ondear en la loma, pero la sorpresa acelera la derrota. Los flancos de apoyo desaparecen para unirse a las tropas de Tariq. El rencor por  la legitimidad de un trono usurpado, había firmado tiempo atrás, un pacto de  traición desertora que asesta el golpe final a un reino visigodo, gastado y decadente.
 Una alfombra de cuerpos desmembrados tapiza el lugar con un hedor metálico. Cerca, junto al río, resopla asaetado un bello animal azabache con bridas de oro sin cabalgadura.
 Mientras, Tariq ibn Zivad galopa hacia las puertas de Al- Andalus.

El silencio de los desiertos, por F. JAVIER FRANCO.




Aún no había amanecido, prácticamente el almuédano acababa de entonar el canto de la oración de Fajr desde el alminar de la mezquita aljama de la medina de Wadi Ash, un veraniego día del mes de rayab, cuando un hombrecillo embutido en una blanca chilaba con la caperuza puesta, calzado de rudas sandalias de esparto y con una cayada en la mano, atravesaba la Bib Baçamarin, si bien al salir eligió la senda que se abría a su diestra para caminar en dirección al oriente, en busca del sol que habría de salir. 
Caminaba despacio, aunque algo encorvado, pero firme. Llegó a la alquería persa de Shushtar, cuando aún no era llegada la hora de la oración de Soubh, pero, descansando sobre un poyete encalado que sobresalía de la fachada blanca de una pequeña casita campestre, esperó que los rayos de sol asomasen de entre los cerros para iniciar la oración, instintivamente había ajustado su alquibla en dirección a la ciudad sagrada de La Meca, extendido su esterilla y había hecho las abluciones de pies y manos con algo de agua de la vasija taponada que colgada del hombro portaba. Con los flecos de los rayos solares, genuflexionado recitó sus oraciones y, tras ello, buscó alguna fuentecilla o acequia en el paraje para volver a rellenar al completo su vasija. Luego, prosiguió con el mismo ritmo parsimonioso su marcha. 
Transcurrieron por el camino las abluciones y los momentos para las oraciones de Dhuhr, Asr y Mahgrib, y, sentado bajo un árbol en las estribaciones de la sierra, inició sus preparativos para la última oración del día, la de Isha. Cuando hubo realizado ésta y, tras tomar una frugal cena de nueces y otros frutos secos que guardaba en un saquito que llevaba atado a la cintura, se dispuso a descansar; calculaba que ya había sobrepasado la mitad del camino hacia su destino y que al siguiente oscurecer podría pernoctar en el mismo: el desierto de Tabirnash. Allí buscaba la paz para poder meditar en soledad y austeridad sobre el Único y Su maravillosa obra y alcanzar el éxtasis ascético que lograra hacerle sentir imbuido de Él. 
En la oscuridad, comenzó a escuchar el sonido de pisadas animales que merodeaban en torno suyo, no se alteró y permaneció recostado bajo el árbol, abstraído en sus pensamientos místicos. Los sonidos cada vez se sentían más y más cercanos, hasta que algún aullar perdido comenzó a acompañarlos. Cuando percibió el aliento vaporoso y cálido de las alimañas, el peregrino se incorporó levemente y, en ese momento, divisó a sus pies la imagen de dos lobos pequeños y rojizos, de los que los mozárabes wadiashíes llaman matulos, las alimañas abrieron desafiantes sus fauces y comenzaron a emitir gruñidos amenazadores. El sufí los miró con los ojos henchidos de bondad y tiernamente se dirigió hacia ellos:
—As-salamu alaykum, hermanos lobos, en nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso, el que todo lo puede y todo lo ha creado, no os asustéis, no soy más que una pobre criatura de Dios, como vosotros, todos somos sus hijos y todos somos hermanos, todos musulmanes... El que ataca a su hermano ataca a Dios...  Venid, acercaos a mi regazo.
Y, como dos corderillos mansos, los matulos se acercaron al hombre santo, y se dejaron acariciar por él, lamieron las palmas de sus manos y postergaron su ronda nocherniega para recostarse uno a cada lado del asceta. Éste se levantó antes del amanecer para la oración de Fajr, los animales se incorporaron con él, y atentos, quietos y mudos escucharon las plegarias; tras ello, el hombre reanudó su camino y los lobos tornaron a perderse en las estribaciones boscosas de los montes. 
Caminó todo el día alimentándose de bayas y frutos silvestres, sin mermar el resto del contenido de su bolsa, tan sólo deteniéndose para realizar las oraciones diurnas y reponer agua en los riachuelos para poder alcanzar el desierto con la vasija plena. Cuando llegó a sus primeras estribaciones era el momento del rezo de Mahgrib, que realizó con la parsimonia y la solemnidad que le eran merecidas, y aún entrada la noche prosiguió internándose en el erial desértico, vivificado por los aromas del tomillo y la artemisa, hasta que interrumpió su tracto para orar las plegarias de Isha. Tras ello, decidió campar a la intemperie y se acurrucó como un infante en la arena, esperando que el liviano descanso iluminara de ascesis sus sueños. Estando inmerso en ellos, sintió como algo rondaba entre sus ropajes, abrió los ojos y vio ante sí un alacrán negro del desierto que izaba enhiesta su cola, mostrando agresivo su afilado aguijón. Entonces el hombre santo se dirigió a él:
—As-salamu alaykum, hermano alacrán, en nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso, el que todo lo puede y todo lo ha creado, no te asustes, no soy más que una pobre criatura de Dios, como tú, todos somos sus hijos y todos somos hermanos, todos musulmanes... El que ataca a su hermano ataca a Dios... Deja caer tu arma y queda a mi regazo.
El amenazante arácnido guardó su aguijón, enrolló su cola y permaneció quieto a su lado, hasta que el hombre se incorporó para realizar los preparativos para la oración de Fajr, la cual hizo mientras el animal quedaba marcial e inmóvil a su lado, y al acabar ésta se perdió entre los arenales. 
Una vez abierto el día y, tras la oración de Soubh, el sufí caminó por los arenales hasta vislumbrar un pequeño montículo reseco y ascendió hasta él, una vez tomada la leve cima, se sentó, con las rodillas entrecruzadas y las manos extendidas con las palmas abiertas al cielo, e inició su ascética meditación. Los versos de loa a Dios surgían en su mente y se atesoraban en su memoria, hasta que se vieron interrumpidos por un grave quejido que le llegaba de la lontananza. Se incorporó y buscó el origen de la queja, cruzándose por el camino con alguna lagartija colirroja o algún lagarto ocelado. 
Llegado al punto, divisó a un hombre tirado en el suelo y sudando copiosamente, mientras su descubierto antebrazo exponía un bulto rojizo en acelerada inflamación, con dos puntitos rojos en la sección más abultada. Al acercarse el santón, aquél balbuceaba: "¡La víbora! ¡La víbora!". El hombre santo, tras el preceptivo "as-salamu", asió una daga finamente repujada del cinto del herido, le sesgó el depósito de ponzoña y succionó con sus labios de él, escupiendo una y otra vez, hasta que el enfermo volvió a requerir: "¡La víbora! ¡La víbora!". El sufí volvió el rostro y halló ante sí la cabeza triangular de la sierpe, que erguida amenazaba atacar, empero el místico se dirigió a ella:
—As-salamu alaykum, hermana víbora, en nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso, el que todo lo puede y todo lo ha creado, no te asustes, no soy más que una pobre criatura de Dios, como tú, todos somos sus hijos y todos somos hermanos, todos musulmanes... El que ataca a su hermano ataca a Dios... Guarda tus colmillos y tu veneno y retoma tu camino.
El animal, dubitativo unos instantes, hizo descender su cuerpo y, serpeando por el secanal yermo, se perdió tras unas matas de esparto. Luego el santón acogió en su regazo al hombre, ataviado como un guerrero y de rostro ennegrecido y curtido, le dio a beber de su vasija y, tras buscar entre los yerbajos que brotaban silvestres, le impuso una cataplasma masticada por su propia boca. 
El extraño estuvo varios días en delirio hasta que al fin recobró el sentido y la fuerza vital, aún pasaron jornadas en las que el místico permaneció a su cuidado, mientras la total recuperación se producía. Fue una noche, tras la oración de Isha, cuando el restablecido se dirigió al asceta del siguiente modo:
—Hombre santo, me has salvado la vida, a Dios y a ti la debo... Pero ya ves por mis ropajes que soy un guerrero y como soldado me debo a mi señor, sus órdenes he de interpretarlas como del propio Dios, pues es el mismísimo Emir de los Creyentes de Marrakush...
—Hermano, la palabra de Dios sólo es Dios y de Dios sólo parten sus órdenes...
—He de matarte... Para eso he llegado hasta aquí, mi señor así me lo ha ordenado... No necesita la obra de Dios, dice, santones que prediquen la paz y el amor entre todas las criaturas, lo que se necesitan son soldados para la Guerra Santa. Musulmanes como tú, considera que son perjudiciales para Su obra... Has de morir, ya está dictada la fatwa.
—Si los designios de Dios son que muera, Su palabra es la ley... Pero recuerda que ni tú, ni tu señor alcanzaréis el Paraíso: El que ataca a su hermano ataca a Dios.
—Podría engañar a mi señor y decir que has sido ejecutado, tras haberte dejado libre, pero el Emir todo lo previene y por eso me ordena que le lleve tu cabeza. Y así se hará.
—Si Dios lo quiere, que sea así, pero déjame unos instantes para rogar por ti.
El asceta orientó su cuerpo hacia La Meca, quedó sentado con las rodillas entrecruzadas y tomando las cuentas de su tasbih entre los dedos, hasta que al fin señaló: «Ya es el momento». El guerrero desenvainó en un rechinar su alfanje y, tomando su empuñadura con ambas manos, de un solo tajo cercenó la cabeza del santón, que cayó en la arena inerte. El soldado la trató con mimo, la limpió cuidadosamente y la dejó secar más de un día al sol, luego trenzó una canastilla con ramajes de esparto y, envuelta entre la tela de la túnica blanca del ejecutado, reverencialmente la guardó. 
Cuando salió de lo más profundo del desierto, el guerrero siguió la senda hacia un castillo que en una cima, en el propio desierto, estaba levantado, allí dispuso de un caballo y partió rumbo a al-Mariya al-Bah'ri, en busca del mar. De su puerto zarpó en un barco con destino a África para rendir cuenta a su señor, no sin antes adquirir en el zoco de la medina un cofre taraceado en nácar y oro, donde guardó la cabeza. Transportaba aquel relicario como el que porta el mayor tesoro que en el mundo hubiera. 
Una vez alcanzadas las costas africanas, se incorporó en la primera caravana que se dirigía a Marrakush. Cuando llegó a la ciudad imperial fue recibido por el Emir de los Creyentes en el palacio de la Buhayra. El servidor dio cuenta oportuna del cumplimiento de su servicio, entonces habló su señor:
—El cofre que me traes será custodiado en un morabito blanco a la entrada del Gran Desierto, es lo que merece un hombre santo... Pero tu mano ha dado muerte a la santidad, eres más que un asesino...
—Mi señor, yo tan sólo cumplí tus órdenes...
—Y cuando comprobaste que el hombre era en verdad santo, ¿no viste que mis órdenes eran injustas? Todo está ordenado por la ley de Dios y Muhammad su profeta. Y según la divina sharía ahora tú debes ser el ejecutado.
La cabeza del guerrero se mantuvo en una jaula de hierro en las murallas rojas de Marrakush, hasta que los cuervos, los buitres y las demás alimañas vaciaron sus ojos y comieron sus carnes. La cabeza del santo, en su digno cofre, resguardada a la sombra en el morabito blanco, fue lugar de parada y veneración de todas las caravanas que partían hacia Tombuctú, debiendo cruzar el Gran Desierto del Sahara hasta el Sahel. Allí, en la quietud de la oración, comenzaba el silencio, el silencio místico que hace que el hombre se encuentre desnudo consigo mismo, ese enorme silencio que envuelve todos los desiertos