La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 15 de febrero de 2015

ABSOLEM (Revista electrónica), Núm. 20, 15 de febrero de 2015 "La cocina"


Revista ABSOLEM, editada en Guadix (GRANADA) por la Asociación para la Promoción de la Cultura y el Arte "La Oruga Azul", 

Microcuento saleroso, por DORI HERNÁNDEZ MONTALBÁN.



En la vieja bodega vivía una salamandra salmantina que solía salir por diciembre, cuando Mamá Brígida preparaba la salmuera y los aliños para las aceitunas verdiales. Aquella salamandra, según me habían contado, había venido enredada en el poncho de un remoto pariente guanche que había emigrado a Salamanca, y desde entonces vivía perdida en la bodega. De modo que estando un día Mamá Brígida preparando los condimentos para una salsa, bajó a la bodega a por huevos y un poco de harina, y se topó con la salamandra inmóvil en la grieta de un saliente. El grito fue inminente, rotundo, desgarrado, gritaba y saltaba, la tía abuela, salpicando con blanca harina del costal toda la bodega.
Alertado por los gritos, acudió azorado el viejo Salustiano, el jardinero, arrastrando los pies por la salita, escoba en ristre. La tía abuela Brígida no paraba de dar saltos mientras decía:
-          ¡Salustiano, dele ahí, ahí, ahí!
Salustiano desconcertado, de un lado a otro, parecía un saltimbanqui dando saltos y golpeando donde ella señalaba. Los apuntes de destrozos fueron varios: toda la salazón por los suelos, rompió varios vidrios que lo salpicaron todo, desechadas las salchichas, el salami, el salchichón. Toda aquella tropelía, más tarde, sería saldada quitando de aquí y de allá, del saldo de los sirvientes. Tal llegó a ser la fama que tomó entre mis parientes la mítica salamandra, que todos los diciembres aumentaba de tamaño. Tan  grande la veían algunos ya que llegó a ser cocodrilo de Tasmania, la culpable de todos los males era ella, que le si salía un salpullido, en esto tenía parte la salamandra, que aparecía un bichito con ojos saltones, era la salamandra, que alguien gritaba… allí estaba otro pariente con su grupo de salvamento para salvar a quien fuera de la temible embestida de la fiera, recitando la salmodia:
-           sal, sal, salamandra, sal.

Con el tiempo se adoptaron medidas drásticas; no había más remedio que cerrar la bodega a cal y canto con siete llaves para salvaguardar a la familia de aquellos ataques salvajes. Pasaron muchos diciembres y la casa familiar se fue transformando hasta acabar en ruinas. Hasta que apareció años más tarde aquel señor estrafalario que usaba salacot, salvadoreño y millonario que compró la propiedad para construir un maravilloso hotel. Pero lo que nadie se explica a día de hoy es: qué extrañas razones llevarían al millonario a bautizar el hotel con el nombre de Hotel de la salamandra.

TOC (Trastorno Obsesivo Compulsivo), por CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN





   Me llamo Magdalena Oliva, el pasado verano me puse a trabajar en un restaurante de ayudante de cocina, porque mi marido llevaba dos años en el paro y se le acabó el subsidio el mismo mes en que me salió el trabajo. Y es que Dios aprieta pero no ahoga, eso dicen todos. Lo que no me explico es por qué siempre aprieta a los mismos, y lo que menos entiendo es por qué aprieta...
   A mí esto de guisotear nunca me ha gustado, una lo hace por obligación, todos los días, porque no le queda más remedio, pero a mí la cocina, la verdad, me mata. 
   Pero vamos a lo que vamos, doctora, que no quiero ponerme pesada contándole a usted mi vida, el por qué me ha mandado aquí mi médico de cabecera: trabajé durante los tres meses de verano, echando más horas que un reloj y agradecida..., el caso es que cuando finalicé la temporada, estaba hecha un guiñapo, aunque aliviada, porque me gané un buen dinero y pude solicitar yo el paro después.
   Se conoce que salí tan harta, que al poco tiempo me pasó una cosa que no me explico. Una especie de manía en la que cualquier pensamiento  que se me pasaba por la cabeza me recordaba a la comida. Un suponer, si mi marido me decía: voy a SALir a tirar la basura, pensaba en la SAL, en la de saleros que todos los días tenía que preparar, en el lomo a la sal y en el bacalao, y me entraba un azogue y un sin vivir que no se puede usted figurar. De seguida sentía la necesidad de enjuagarme la boca. 
   El otro día en la peluquería, mientras Pepita, la peluquera, me quitaba los rulos, se me vino a las mientes un plato de caracoles, como le digo, con su hoja de laurel y todo. Me entró una sofocación y un tembleque..., con los rulos a medio desliar, me fuí al servicio como una exhalación a enjuagarme la boca otra vez.
   ¿Que por qué me enjuago la boca? no sabría decirle, es como un regusto, como un tufillo que se me viene de pronto. Lo de los nervios que se me cogen, eso es lo que me trae aquí, nunca me ha pasado cosa igual. Es que parece que veo venir el pensamiento de la manía y me pongo descompuesta.
   
  Magdalena, haga usted lo siguiente: Cuando sienta que la manía comience a invadir su pensamiento, déjela pasar como si fuese una nube, sin profundizar en ella. Si siente la necesidad de enjuagarse la boca, pruebe usted a beberse el agua. Verá usted como poco a poco, sus manías desaparecerán.
   
   ¡Ay doctora, otra vez! cuando usted ha dicho "COMO poco a poco", se me ha antojado que la consulta se llenaba de platos. Usted perdone, pero tengo que salir al servicio sin falta... a enjuagarme la boca.

Lo que sobra, por MAR BLANCO.




Entro en la cocina
y se me antoja que algo
ahora, puede ser diferente.
Hartazgo de las mismas demandas
que sólo yo oigo.
Contrariada…
Cansada de fregar los platos
y poner la lavadora,
cojo mi cabeza
- y pienso-
con ella puedo hacer muchas cosas.
Suelo cambiar mis tareas
y los protagonistas
-sin estériles contiendas-
Pintadas las uñas
me veo más hermosa.
un hombre desnudo,
plancha ropa.
Comienzo a tomar mi espacio,
como kamikaze que estalla la rutina
y encubre el daño.
Saber quien soy
-no una asesina-
Quito los harapos de mi cuerpo
y las bayetas de mis manos
entre los ausentes.
Nadie posee mi canto
-no se oye entre cadáveres-
Quedarse quieto
para no gastar más vida,
comida congelada
y unas cuantas latas
hasta que yo decida
lo que sobra
-lo insignificante-
para conquistar el mundo.


Pan, por CARMEN HERNÁNDEZ REY



Hice hueco
 un espacio
 en la mesa;
 para aquel trigo recién molido
 a la levadura fría
 el mar en gemas
 el agua tibia todos esperaban;
 esperaban el fermento...


Cráter para vencer a los elementos
 en la armonía de mis palmas
 dedos
 manos;
 y en reposo emerger
 para ir erguido al horno.
 Sabor a sapiencia
 sabor a hogar
 sabor a humana mesa;
 Calor en la estancia
 calor de tertulias haciéndose
 antesala
 de la fermentada masa
 y...
 aquel chisporroteo
 de la buena leña
 calentando el brasero

 en la camilla mesa.

Pecado, por INMA J. FERRERO




Tus ojos
me queman,
como dos hirientes
brasas,
como dos llamas
de fuego,
que
acarician
mientras
matan.

Tus ojos
son el infierno,
mi corazón
el pecado
del alma,
que arde
de deseo,
y en el deseo
se abrasa.


Tus ojos
son lo prohibido,
tu mirada
la manzana,
y yo sólo
un suspiro,
que
en el aire
se desvanece,
y calla.

Comida Halal, por F. JAVIER FRANCO.



Ahí afuera hace cuarentaicinco grados por debajo de cero. Aquí dentro con la calefacción al tope que me puedo permitir, a pesar de las reservas de gas del Cáucaso, mantengo mi habitáculo a catorce grados, no se está mal, la verdad es que tampoco tengo que calentar un cuerpo entero. Sí, perdí las dos piernas hace treinta años en un desfiladero de Afganistán, al menos regresé, no como la veintena de militares soviéticos que allí quedaron hechos unos despojos tras la emboscada de los pastunes. Aquel es un país laberíntico y traicionero, las montañas conforman un dédalo de valles escarpados con caminos de curvas sin fin y muchas veces sin salida alguna. ¡Qué podíamos hacer nosotros frente a los nativos de aquella tierra! Esos hijos de pastores que conocen palmo a palmo hasta el menor resquicio de aquellas sierras encajadas unas entre las otras… ¡Morir!... O retornar hechos piltrafas, amputados en los miembros de nuestras anatomías o en las profundidades de nuestra alma, al fin todo deviene un túnel cuesta abajo imparable hacia la locura.
En aquellos días todavía gloriosos de la Unión Soviética, nos bombardeaban en Yakutsk cada día con propaganda de nuestra gran labor humanitaria allende los picos de la frontera natural con el Indo y la meseta irania. Estábamos allí para crear escuelas, hospitales, construir carreteras, llevar a sus habitantes los mínimos estándares de la civilización, ayudar a nuestros hermanos proletarios de la República Democrática de Afganistán a repeler a los integristas islámicos contrarios a todo progreso. Siempre fui un muchacho ingenuo y, sin parar a pensármelo, me enrolé en el Ejército Rojo, además el Politburó acababa de dar el mando del país a Mikhail Gorbashev, un hombre afable, cercano al pueblo, no como aquellos últimos mandatarios, ancianos decrépitos que sólo hacían, sólo podían, que esperar la muerte encerrados en el Kremlin, pero aún siendo capaces de firmar condenas al gulag. Gorbashev prometía la transparencia y la reforma, una segunda revolución leninista que, conservando las esencias de un estado obrero, libraría al aparataje burocrático del estado de todos los vicios adquiridos desde que lo creara aquel monstruo –sí, la imagen del libertador en la Guerra Patriótica contra los alemanes, pero el aniquilador de lo más sano y puro de su, nuestro pueblo, el monstruo con mayúsculas, el exterminador, el traidor a la revolución proletaria– el camarada Yosif Zhugashvili “Stalin”, el “acero de Georgia”, acero de puñales para degollar a sus propios camaradas. Gorbashev se mezclaba con el pueblo, dialogaba, sentía sus sufrimientos y por eso, estoy convencido, de que tenía fe en sus promesas, pero era tan ingenuo como yo al creer que el stablishment se lo iba a permitir dentro y fuera de nuestras fronteras. Recibió duro de uno y otro lado y su renuncia final fue un mero trámite ya previamente anunciado por la evidencia.
Allí, en las estribaciones afganas, también conocí a un oficial, Vladimir Putin, después supe que pertenecía al servicio secreto, y hoy es el líder que nos guía como rusos, ya no queda nada de aquella unión de naciones proletarias y socialistas. Era fuerte y valiente y transmitía seguridad a sus hombres, entre los que yo estaba, ciertamente tenía carisma y sabía mandar, hacer que sus hombres le obedecieran sin considerar sus órdenes como imposiciones, sino como el efecto lógico de sus razonables consignas. Aunque esa seguridad nos llevó a aquel maldito barranco donde quedaron esparcidas en pedazos mis piernas.
Aquel día presencié el horror por dos veces. Un primer horror terrible que ya nos dejó en estado de shock a toda la patrulla, antes de que se culminase la tragedia con el segundo, quizá el menos importante, porque, al fin y al cabo, fue un lance bélico más, la guerra es la guerra.
El día anterior se nos habían agotado nuestras provisiones de comida enlatada y no sabíamos cuánto tardaría un nuevo convoy en aprovisionarnos, debíamos conseguir comida para el destacamento, fue entonces cuando el cabo Ilia Piotronov, de Nizhni Novgorod, y yo decidimos aventurarnos hasta algún pueblo o aldea cercana a fin poder abastecernos. Tomamos el mapa y la brújula y trazamos la ruta hacía un pueblo a unos seis kilómetros valle abajo del lugar donde estábamos apostados. Con nuestros kalashnikov y un todoterreno nos dirigimos los dos por la senda previamente establecida. El cabo Piotronov  conducía y yo vigilaba, fusil en mano, todos los perfiles rocosos que nos flanqueaban, a veces parábamos cuando un algo, una especie de instinto, nos señalaba que podíamos estar sobre terreno minado. Aun así, no tuvimos ningún problema para alcanzar aquel pequeño pueblo, un poco más que una mísera aldea. 
La gente cerraba puertas y ventanas a nuestro paso, era tarea ardua poder lograr nuestra misión si no conseguíamos que algún nativo colaborase. Estuvimos largo rato dando tumbos, vueltas y vueltas por las escasas calles del villorrio, hasta que sobre una casa de una única planta, de barro y adobe, sobre la puerta vimos un cartel escrito en pastún, del que teníamos amplias nociones tras varios meses de servicio en aquellos remotos lares. Era el anuncio de una carnicería, con el subtítulo de «comida halal», quizá éste sobraba porque en ese territorio es difícil que pudiera ser de otro modo. Se bajó el cabo, que era el que mejor dominaba el idioma de aquella región, yo me quedé haciendo guardia en la puerta con el kalashnikov montado. Nada se movía en la calle, todo permanecía en silencio, un silencio hostil, un silencio que nos estaba amenazando.
Al salir por la puerta, Ilia portaba un cordero en cada hombro, sacrificados sin duda mirando a La Meca, y tras la cortina pude ver a una chiquilla que le sonreía con una chocolatina made in USSR en la mano. Era morena, churretosa pero de faz graciosa, con un pañuelo descolorido atado a la frente, y sonriendo con la mella de un incisivo entre los paréntesis de las simpáticas arrugas de sus mofletillos. Ilia tras dejar los corderos en el auto, se despidió de ella con un leve movimiento de mano que hizo que le devolviese otra sonrisa que rauda se perdió tras el cortinaje.
Arrancamos el vehículo e iniciamos la marcha de vuelta, el silencio huraño seguía rodeándonos como un enemigo al acecho. Ventanas, puertas cerradas, leves sombras incisas de las parcas edificaciones y ningún soplo de vida alrededor. Fue a la salida cuando oímos un grito terrible, desgarrador, el grito de muerte de un niño. Dimos vuelta al todoterreno y nos dirigimos con rapidez y actitud marcial hacia el origen del silencio roto por el horror, y llegamos a la puerta de la carnicería. Allí estaba la pequeña decapitada, rodeada de un inmenso lago de sangre inocente, su rostro roto ya no reflejaba la sonrisa feliz de la infancia inocente, era un resto, un despojo del dolor. Su padre a su lado lloraba y gemía y sólo sabía que decir: «¡Talibán! ¡Talibán!». Luego siguió el diálogo de disparos desde no se sabía dónde, respondimos y casi nos aciertan, hubimos de huir a toda prisa, mientras se perdía atrás el sonido machacón de los disparos y los furibundos «Allah akbar».
Regresamos salvos a nuestro campamento, Putin estaba allí. Cuando le contamos la historia sucedida, no dio muestras de extrañeza alguna. Luego advirtió: «Para esos fanáticos todo es herejía, colaboracionismo con infieles: venderles alimentos, aceptar una chocolatina… Nadie será capaz nunca de civilizar este país de mierda, y menos desde que los yanquis asienten sus barbaridades… ¡Hasta los israelíes les ayudan!... Quizá algún día el monstruo ande suelto y sean ellos los que griten».
Ese día comimos cordero sacrificado mirando hacia La Meca, bajo el rito halal, y, mientras forzadamente procuraba masticar, pensaba en aquella niña, aquel diminuto cadáver que probablemente sería enterrado vuelto hacia el mismo sitio. Desde entonces, en mi patria hay bastantes musulmanes, jamás he vuelto a probar nada que haya sido sacrificado bajo ese rito. Odio la comida halal, no odio a los musulmanes, esto sería una enorme estupidez, únicamente me produce nauseas la carne de los animales muertos bajo ese ritual y me produce ardor tan sólo escuchar o leer las palabras «comida halal».
El segundo horror ya no es preciso relatarlo. El barranco. La emboscada. Los misiles. Las granadas. Las amputaciones. La destrucción. El caos. La muerte… Luego el retorno de los héroes: unos encajonados, otros desmenuzados y, los menos, impecables por fuera y jironados por dentro… De Putin no volvimos a saber nada hasta varios años después, ahora ya lo conoce todo el orbe.
Hoy, aquí, en este invierno que no se agota de Yakutsk, con parte de mi cuerpo fosilizado y esparcido por una agreste hondonada de Afganistán, hago balance de mi vida, no me queda otra cosa en qué pensar y rememoro cómo he visto la muerte de inocentes en una guerra sin sentido, las mutilaciones, el dolor, la rabia, el desmembramiento de una nación, el derrumbe de un sistema de vida, los aliados de los yanquis provocar el pánico en Nueva York, a éstos bombardear en el mismo lugar y a los mismos a quienes nosotros bombardeábamos y ellos ayudaban, y, al final, todo puesto en la balanza, su fiel me indica que todo ello realmente no ha servido para nada. La confirmación certera del dicho aquel de que “todo ha de cambiar para que nada cambie”

Las tres cocinas, por LUIS LÓPEZ-QUIÑONES RUIZ




La de mi infancia en el pueblo, 
inmensa en la imagen que guardo,
sus suelos de barro, los botes de lata, 
fogones de leña y despensa cerrada,
mi abuela con su triste figura siempre enredada entre patatas
alrededor de cazuelas gigantes, 
chacina secando y garrafas de cuerda.
Especias en polvo, 
vasos de vidrio grueso y ventana al corral trasero,
cultura de guiso y olla, 
carne escasa y los domingos pollo,
aroma de carestía que concedió a la cocina reunión perpetua
y con leche hirviendo los niños crecimos 
y los recuerdos envejecieron.

La de mi madre, de recetas heredadas en pequeño cuaderno,
de arroz con cosas el fin de semana 
y de lentejas cuaresmales,
de cartillas leídas frente al duralex, 
de encimera y de taburete,
de aperitivo antes de comer, de natillas y de calcio 20.
Olor a familia , a enseñanza y a hoy comemos restos,
donde todo tiene su sitio y siempre es sitio de consolarse
y con el ruido de la Melita goteando café 
en sus filtros blancos
nosotros nos hicimos hombres sin apenas enterarnos.

La nuestra, alegre y pequeña, que reúne reflexión y prisa,
lo mismo dieta que mal comer,  de deshoras e imprevistos,
de nevera llena de ausencias 
y fogones marchitos de no usarlos
y de platos supervivientes a las mudanzas y a los niños,
el ruido de risa infantil mientras ayudan a la tarea
mezclando los ingredientes con preguntas y respuestas,
y con el agua de la pila como soniquete y arrullo
voy perdiendo mi batalla mientras se estrecha mi circulo.

                                                                      

4 de febrero 2015    














El vino y su entusiasmo y Maridaje perfecto, por CUSTODIO TEJADA.




EL VINO Y SU ENTUSIASMO

Mi sangre saturada de antocianos y taninos
confirma que estoy hecho de uva tinta
y que mi cuerpo actúa como una barrica
donde el alma salta de entusiasmo
al comprobar la divina metamorfosis
de cada latido y su roble.

Cada vino late a su manera,
con vida propia, como hacen los dioses;
porque no hay dos vinos iguales
lo mismo que no existen dos catas idénticas.
Cada botella de vino elabora un secreto
que sólo sabe el bodeguero
y aquél que osa beber de su misterio.
Sin conversación no hay vino bueno
porque para que un vino sea auténtico
hay que hablarlo despacio
y beberlo con mimo.
Sabiendo que si lo bebes con moderación
y disfrute
alargarás tu vida y serás un hombre nuevo.




MARIDAJE PERFECTO

                I
Al vino y a la cocina
hay que darles su tiempo
para que nos conviertan en comensales
del entusiasmo y su vendimia,
de su buena compañía y su sabio consejo.
No hay brindis en la memoria
que no se haya bendecido antes
con platos y cubiertos
y manjares exquisitos
en un tándem inseparable.

II
Como un barco y la mar,
-de la misma forma
el vino y la comida-,
elaboran el maridaje perfecto
para surcar los mejores instantes
que la vida nos ofrece
alrededor de una mesa y sus sillas,
a la hora del almuerzo o la cena
como si fueran el mismísimo
signo de los gemelos,
las dos caras de una misma moneda.


                III
El gran maridaje de la sonrisa y el vino
convierten al sorbo
en divina posesión
de tu boca en la copa
y de tu copa en mi boca,
que torna la monotonía
en el arte del trueque
y en la gloria del beso.

                               

En tu cocina, por ESNEYDER ÁLVAREZ.



En tu cocina nos besamos,
En tu cocina nuestros ojos encontraron los ingredientes perfectos,
En tu cocina sazonamos nuestro amor.

Tus labios con esencias de fruta,
Tu ternura de plato de entrada,
Tu entrega y pasión fueron el plato fuerte.

En tu cocina nuestros cuerpos se convirtieron en una ensalada,
En tu cocina nuestra pasión se coció en altas temperaturas,
En tu cocina nuestras vidas se dieron el mejor festín.





Tregua con patatas, por PEDRO CASAMAYOR RIVAS



Acunaste tanta hambre
del lado de tu piel y las estrellas
como si el futuro
se amasara al morder tu boca
despejando cielos,
perfumando niños.

Hoy reclamas tu tierra, 
la que mimaron unas manos
la que el viento recorre con su lengua de invierno;
tierra que rememora
la voz de los desiertos más remotos
y el verdear silente
que ha de morder tu orgullo. 

Descansa,
el calor del campo
hará de tu silencio
su plato principal,
para que le devuelva al hombre
la dignidad de tenerte en su boca
y ser, entre el hielo, un pacto, una batalla,
agridulce y esquiva
igual que el amarillo
que viste a las mimosas en febrero.


Rosa pobre, por MARÍA PIZARRO.



Como la  vida
a la rosa blanca
en la alacena
le han crecido
tallos, que son manjar
con la naranja.

Qué vida entonces
con tantos hijos,
la rosa pobre
bulle en la sopa,
 aroma a churretes
de  comensales.
Y la cebolla llora
como una madre
en la cocina.


Te esperaré en la Alcazaba (fragmento de la novela), por ANTONIO MEDINA GUEVARA.

   


    Ajenos a mi presencia no notaban que les hacía de espía. Muhamad Ibn Harabí había llegado a un punto que exigía tomar ciertas precauciones en todas sus palabras. Hablaba de atroces acontecimientos vividos en el sitio de donde venían, así de como predecía que serían los que llegarían; de que prefería partir a la tierra de sus antepasados, antes que morir en otras donde nadie los querían… De la belleza de las mujeres de nuestra raza y que estaban por millones en aquellas lejanas tierras esperando a que volviéramos algún día a nuestras verdaderas raíces.
     Yo no lo entendía…
     Hablaba que sus manos se habían aventurado bajo la túnica de una bella mujer y habían acariciado sus pechos, pero que las había retirado enseguida para no romper el encanto de lo no conseguido… Y hablaba de las piernas de esa misma mujer:
      —Son como dos lunas llenas sobre una delgada rama… —murmuró Ibn Harabí al referirse a ella — Mis manos encontraron un camino desde su cintura hasta los inexplorados territorios de abajo que estaban cubiertos por unos amplios pantalones de seda. Palpé por debajo de la seda y luego comencé a acariciar sus muslos suaves como dunas de arena y me pregunté: pero, ¿dónde está la palmera repleta de suculentos dátiles…?
     Era evidente que si seguían adelante con aquella conversación al final entendería algo de lo que apenas escuchaba… Y seguí prestando atención mientras él lo explicaba todo:
     —Me detuve antes de llegar, sin embargo, la joven pensó que, si me detenía, la frustración y la larga espera hasta poder consumar nuestra pasión le harían la vida intolerable. Ella no quería detenerse. Había olvidado todas las reglas del decoro y deseaba desesperadamente hacer el amor conmigo… Había obtenido tanto placer hasta el momento que no pude pararme…
     Entonces llamó mi madre a la mesa y dijo:
     —¡Escuchadme con atención, familia…!
     »¡Degustadores de mi comida!. Esta noche os he preparado mi guiso preferido que sólo puede consumirse después de la puesta del sol. En él encontraréis diez nabos limpios en rodajas, cinco tacas peladas hasta que brillen y dos pechos de cordero para añadirle lustre. Dos polluelos sin sangre, una taza de yogur, yerbas cultivadas por mis propias manos en el huerto de la Alhanda, y especias que le dan el color del barro. Le añadiré a la mezcla una taza de melaza y, Wa Alá, listo estará. Pero recordad una cosa si queréis hacerlo en vuestra nueva tierra: la carne y las verduras deben freírse por separado y luego unirse en la olla con agua como la de la fuente de la Sima, que es la mejor para esto y, donde antes se hirvieron estas últimas, dejaré cocer despacio mientras todos cantamos y nos divertimos que cuando se acabe la diversión, el guiso listo estará…
     Y siguió:
     ―Mientras tanto el arroz está preparado, rábanos, zanahorias, guindillas y tomates, aguardan impacientes para unirse al guiso en las fuentes de barro…
     Aquel anochecer fue de una alegría como no recordábamos en mucho tiempo en mi casa. Cantamos viejas y nuevas canciones y bailamos hasta bien entrada la noche. Tomamos arregosto otra vez por los cánticos ahora mal vistos y nos rendimos después al cansancio…
     Mi madre quedó cantando:

‘Tres moricas me enamoran, en Jaén:
Axa, Fátima, y Marién.

Tres moricas tan garridas
iban a coger olivas
y hallábanlas cogidas, en Jaén:
Axa, Fátima, y Marién…


Aquella noche había dado mucho gusto estar comiendo y cantando en mi casa, pero de vez en cuando, los rostros de mi padre, madre y abuelos, no podían disimular una enorme preocupación… Después supe que aquello fue una fiesta de despedida para aquella familia nuestra que llegó por el camino que lleva y trae de Guadix; que antes de que el sol despuntara por el costado del Jabalcón ellos partirían hacia Baza, Caniles de Baza, Serón, el Almanzora, Vera, y después al norte de África.

Estarás aquí, por ALICIA MARÍA EXPÓSITO.



Yo sé que volverás, 
y cuando estés aquí
 
vendrás a verme.
Seguramente vuelvas 
una tarde de frío
 
más sola y más perdida,
 
más vieja y más cansada.
Arrastrarán tus ojos 
los lugares lejanos
que yo no he visto nunca,
 
los imprecisos nombres
 
de gentes que no viven.
Y marchitos olores 
que apenas si recuerdas
 
te habrán dejado el vientre
 
corrompido.
Habrás llorado mucho
 y quizás no conserves
 
intacta tu inocencia.
Pero estarás aquí.
Ataremos el tiempo 
con abrazos y besos
 
para que todo vuelva
 
a ser lo mismo.
Yo volveré a mirarte 
con mis ojos de niña.
Tú me contarás cuentos
en la vieja cocina
 
y llenarás la casa
de sol y primavera.


Bodegón ligeramente húmedo, por NICOLÁS CORRALIZA



Tú y yo,
carne cruda que se busca.

Digerir los mares muertos
mientras el amor se guisa.

Un plato de palabras horneadas que calmen el frío.

La fruta que alimenta,
el amarillo limón que ilumina las sombras.

Hay una alacena para guardar el tiempo del azúcar.


Que el hambre no te encuentre
sin un beso que llevarte a la boca.