«El cuento es una flecha en el centro del blanco y la novela
es cazar conejos.»
Gabriel García Márquez
Hasta ahora no había reunido fuerzas para contar el
episodio más oscuro de mi estancia subrepticia en Concepción. Lo crean o no, la
historia que me dispongo a relatar es tan veraz como el desgarro del exilio que
padezco.
Hacía más de
un mes que yo, Miguel Littín, ya no era yo, sino otro muy distinto. Furtivo de
mí mismo y aun de mis seres más queridos, clandestino en mi patria —ésa que
ahora me bebía con el alma rebosante de emociones—, cobraba conciencia
destilada del paso del tiempo y su andar escurridizo, irremediable, de sus
juegos tantas veces azarosos, de los largos, nostálgicos años de exilio, primero
en Méjico, y, luego ya, en la vieja madre España.
El estrépito
de las armas homicidas, sus dueños cómplices y un tirano sin cargos de conciencia
me forzaron, doce años atrás, a huir de aquel horror brutal: Santiago
ensangrentado y sus cadáveres flotando en el Mapocho como anfibios de pesadilla,
los cuerpos dislocados infestando las aceras de una cuadra cualquiera, mugrienta
y envilecida, aquellas portaladas tatuadas por la firma de la muerte, trazo
redundante que las balas garabateaban en los muros.
Muerte que rozó
mi mejilla, apenas iniciado el golpe militar, y que evité milagrosamente tras
cometer la imprudencia, la palmaria estupidez de regresar al edificio de Chile
Films donde, con celo de sabuesos, un sargento y su patrulla de sicarios me
esperaban.
Doce años
desde aquella noche lluviosa, desapacible, del mes de octubre —el pasado hecho
presente—, en el mísero aeropuerto de Los Cerrillos, el día en que el país entero se declaró en estado de
sitio. El frío y un avión gris, bronquítico, henchido de pesadumbre y
desamparo, repleto de viajeros arrancados de su tierra y sus raíces como
esquejes de vivero. El cielo sucio y enlutado sobre Chile, como un espejo
apocalíptico, forjado a golpe de matanza y destrucción. Y a mi lado, Ely
—siempre Ely—, mi mujer, tomándome la mano (helada a pesar de los guantes), sus
párpados cerrados, gastados por el uso, tratando de dormir siquiera un rato. Estrechados
en los asientos, muy prietos los cuerpos en busca de cobijo, nuestros hijos (la
Pochi, Miguelito y Catalina), rendidos al cansancio, a la prisa inusitada y la
extrañeza de la huída, parecían muñequitos de hojalata.
El mundo
entero sabe ahora, resumido en cifras, el coste de la dictadura y su inhumana
represión: más de cuarenta mil muertos, dos mil desaparecidos y un millón de
exiliados.
A este dolor
tan hondo, a este duelo imperecedero, habría de sumar, tiempo más tarde, el
triste privilegio de engrosar la lista
negra del despótico gobierno timoneado por Augusto Pinochet. Cinco mil
compatriotas compartimos el dudoso honor de ser non gratos para el régimen, la tajante prohibición —bajo pena
capital— de volver a suelo patrio.
Lejos de las
púas infinitas que estrangulan los campos chilenos —alambre donde poses tu
mirada—, millones de personas acudieron a los cines, sintonizaron su televisor
para saber, conocer la realidad de
nuestro pueblo, vista, captada con gran riesgo desde dentro, filmada incluso en su epicentro, el Palacio de la
Moneda, donde aún perdura, latente, jamás borrado, el pálpito de Allende. Siete
mil metros de película rodada en todo el territorio nacional; tres equipos
europeos y otros seis juveniles de resistencia interna. Seis semanas de rodaje
subrepticio —las más duras, dignas, aterradoras que alcanzo a recordar—
infiltrado en mis orígenes bajo un disfraz ficticio: acento, ropa, zapatos,
andares, aspecto falso, el pasaporte de un burgués pagado de sí mismo, la burla
de un tipo fingido, el gesto de un sujeto clerical y encorsetado.
Sorteados
los peligros de la entrada ilegal, los primeros días fui rescatando los
paisajes de mi infancia, recomponiendo los detalles de mi vida fragmentada como
piezas de un nostálgico mecano, sumido en la añoranza de un regreso oculto y
transitorio.
Claves en el
éxito de la operación, dos ángeles custodios velaron mis pasos durante aquellas
seis semanas: Elena —eficaz, perfecta en su papel de fiel esposa—, y un socio
al que prefiero llamar Franquie. Con él, fui testigo del diario devenir de
aquellas gentes anónimas, desteñidas por un velo de apatía y de tristeza. Con
él empecé la filmación en la Plaza de Armas, entraña de Santiago, una lánguida
mañana de tibio otoño austral. Con él descubrí el espejismo de una ciudad
somnolienta, tranquila en apariencia, sin fuerzas represoras a la vista;
sosiego que encubría centenares de patrullas y milicias guarecidas como perros
de presa, vehículos de choque decididos a expeler con saña odiosa el menor
ademán sospechoso.
Los cinco
días siguientes —el tiempo que rodamos en Santiago—, hube de enterrar mi álbum
de tristezas, dar la espalda a mi deseo exacerbado de gritar. Amparado bajo aquella
máscara de momio, viví entre los míos
como un tipo distante, insensible, simulando dirigir el camarógrafo hacia los
puntos más inocuos de la vida cotidiana, como si nada me importaran esos
rostros agostados, como si sólo me incumbieran los cilindros de metraje y la
avidez de la taquilla, actuando como el hombre de negocios que, cada día, me
devolvía su frialdad en el espejo.
Era cuestión
de tiempo: mi yo al fin se reveló. Franquie siguió las instrucciones al dedillo
y, sin hacer preguntas, acudió al hotel Conquistador, sacó mi bolso de viaje y
refirió a Elena nuestro plan: ausentarnos por tres días de la urbe. Inerme y
alarmada hasta el extremo, mi cónyuge postiza no pudo disuadirme de la huída
necesaria, de la tregua proyectada en mi cabeza.
Rayanas las
diez menos cuarto me encontré con Franquie a la salida del cine Rex. Por
seguridad, cambiamos tres veces de taxi antes de llegar a la Estación Central,
y, al filo de las once, emprendimos el viaje a Concepción. Lo hicimos en un tren
nocturno, estrechamente vigilado; era —pensé—, no sólo más seguro que otros
medios de transporte, sino la mejor forma de aprovechar la noche inútil de
Chile, muerta, estancada tras el toque de queda, suspendida por el eco militar
de las sirenas.
Apuntaba el
amanecer cuando, apostado en la boca del minúsculo compartimento, el inspector
anunció el fin de trayecto con languidez funcionarial. Simulando cierta prisa, cogimos
nuestras bolsas y bajamos del convoy. Fuera, una niebla densa, helada, se
enredaba en cada objeto, esfumando fachadas, contornos y figuras con tacto de
algodón.
Un taxi nos
condujo al bastión histórico de la ciudad. Al cabo, recortada entre la bruma,
se alzó la cruz solitaria en el atrio de la Catedral, y, más allá, la Plaza
Sebastián Acevedo y su anónimo recuerdo de flores siempre frescas: memoria
congelada en una imagen, instante que atrapé con mi objetivo, fingiéndome
distraído, como un vulgar turista.
Embutidos en
sendos abrigos, recorrimos varias cuadras en busca de una agencia de alquiler
de vehículos. Tan pronto dimos con ella, Franquie quedó a cargo del arriendo
mientras yo, para evitar riesgos innecesarios, trataba de localizar una
peluquería donde afeitarme la dudosa, inadmisible barba para un hombre que
acudía a Concepción a hacer negocios.
Anduve a
paso vivo por las calles silenciosas, desiertas a esa hora temprana. Finalmente
desemboqué en la Plaza de Armas, donde, aliviado, topé con un letrero que
rezaba «Peluquería Unisex». Aquella tentativa, sin embargo, abocó en frustrante
desazón. Al parecer, la moda imperante —resumida en el epígrafe «unisex»— no
entendía el viejo oficio que ejercían los barberos en la tierra de mi infancia
(el Chile que las bombas me amputaron). Contrariado, caminé por las aceras bajo
una cruda luz de aurora húmeda y velada.
Estaba
perdido en la niebla cuando un niño desaseado, trémulo, me sacó del apuro. «Enfrente,
tuerza a la derecha y encontrará una barbería, caballero». Agradecido, deslicé
unas monedas en la palma sudorosa del chiquillo y me alejé con rapidez, pues no
quería que mi socio se inquietara por la estúpida tardanza. Aboqué en seguida la
calleja e ingresé en aquel barrio sombrío. En efecto, empotrada en una esquina,
aún quedaba en pie una barbería insensible al cruel paso del tiempo.
Calle
adentro, un silencio pétreo amordazaba aquel lugar de Concepción. Era —equiparé
mentalmente— como estar en un plató de cine abandonado, decadente, ajeno a todo
atisbo de rodaje. Alcancé el frontis del establecimiento (con su clásico
cilindro blanco y rojo en espiral) sintiendo que, a mi espalda, la niebla se
volvía más espesa y opresiva. Franqueada la puerta, recibí un fogonazo de
impresiones en el alma: gusanearon los posos de la memoria devolviéndome de
súbito los olores de mi época escolar, de mi niñez ahora lejana: linimento,
alcohol mentolado, botica antigua, la piel de los sillones rotatorios… Todo igual
que entonces, como un calco del pasado, tal como mi psique más profunda remembraba.
Dos ancianos
ataviados con sendos delantales de un sucio color hueso regentaban el negocio.
Cuando entré, se hallaban afanados atendiendo al único cliente que desafiaba la
mañana ensordecida; uno, reseco como muda de serpiente, cortaba el pelo con monótona
cadencia; el otro, escobilla en mano, recogía las pelusas desprendidas por la
cara, por los hombros, por el cuello.
«Quisiera
rasurarme», espeté sin más preámbulos. En un suspiro, el viejo del cepillo echó
la llave a la puerta, dejó su instrumental sobre un estante y señaló el asiento
libre; después me colocó un peinador en torno al cuello y, provisto de una
brocha humedecida, enjabonó barbilla y pómulos. Gruñó la navaja oxidada, al
abrirse, y el anciano rapabarbas se enfrascó en su labor más peliaguda.
Entonces,
del modo más brutal e inesperado, el doméstico escenario, la diaria realidad
que cercaba el país, la ciudad, aquel barrio, convulsionó hasta lo más hondo de
su entraña cotidiana.
La escena íntegra
duró tan sólo unos minutos; lapso, sin embargo, más que suficiente para ser
testigo de un horror mayor que la barbarie militar, tan monstruoso que aún me tiembla
el pulso al evocarlo.
Posaba
reclinado en el sillón, sintiendo el filo de la hoja resbalar por mi mejilla, cuando,
de súbito, algo impactó contra la puerta acristalada. La rápida respuesta del
anciano más huesudo me puso a pique del infarto (echando el cerrojo, nos ordenó
retroceder mientras hurgaba en un cajón del mostrador, del cual extrajo una
pistola, y apuntaba tembloroso al exterior). Al punto, mis ojos indagaron la raíz
de aquel espanto, la causa de tan drástica e insólita reacción.
Silueteado
en la penumbra, un hombre con la faz desencajada, aplastada contra la luna, aporreaba
con frenética insistencia, empavorecido, gritando sin cesar. Hice ademán de lanzarme
en su auxilio. «¡Quietos, no se muevan!», cortó en seco el viejo armado, sin
dejar de encañonar la cristalera. Parapeto que, en pocos segundos, se pobló de rostros
infantiles que negaban por completo la inocencia; decenas de ojillos acerados,
fruncidos con un rictus de malicia insoportable; deditos que tentaban la
vidriera con rumor de cuervos picoteando, rimero de boquitas babeantes, muy abiertas,
pequeñas bestezuelas de rapiña sitiando ávidamente su despojo, su presa
descompuesta.
El hombre
profirió un aullido aterrador antes de ser tironeado por la turba de chiquillos
hasta el fondo de la calle, donde la niebla puso un velo de clemencia al
nauseabundo panorama; bruma que no impidió el ciego, maldito maremágnum de sonidos
a distancia: alaridos, crujir de huesos, masticar de las criaturas…
Puesto de
rodillas, a mi lado, la cara del barbero evidenciaba la derrota. Tomó un
pañuelo blanco de la bata y se enjugó el rostro y la frente, rociados en sudor;
se incorporó torpemente y, con voz quebrada por la rabia y el llanto, musitó:
—¡Hijos de la
gran puta! ¡Los doctores de Santiago nos dijeron que tendrían la vacuna hace
meses! ¡Mentiras y mentiras; esos matasanos no saben un carajo!