jueves, 19 de junio de 2014

“Nocturnos” de Josefina Martos Peregrín, por CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN.



Nocturnos es el título del último libro de la escritora Josefina Martos Peregrín; una cuidada edición de trece relatos publicados por la Editorial Nazarí, escritos con una agilidad narrativa magistral. La autora  ya nos mostraba su talento en sus dos obras anteriores Myriastérides y otros relatos y La cumbre del silencio.
En esta ocasión, sus relatos nos sumergen en una atmósfera inquietante, construida de personajes y escenarios singulares, inspirados sin embargo por grandes dosis de realidad. Josefina, observadora voraz, coleccionista impenitente de recuerdos, va tejiendo estas historias con el hilo conmovedor de la emoción.  No hay un solo párrafo en esta obra que no haya conseguido despertar en mí un sentimiento de añoranza, sorpresa, ternura, indignación, admiración, tristeza…, no hay un solo párrafo que haya podido dejarme indiferente.
En Nocturnos encontrareis de todo: el miedo sobrecogedor y obsesivo de una insomne trastornada por el llanto de un niño… “Yo soy la que escucha en la noche. Escuchando, escuchando sin alivio ni fin, se inició mi naufragio, mi rastreo estéril de una voz, de un llanto; mi enlace a un mascarón de proa tenebroso y vivo”, la infancia florecida, cuya inocencia asomada a la ventana, es amputada de golpe por el serrucho de la tosquedad de los adultos… “Cuando vi aquel brote florido sobre la coqueta, acomodado en una jarra de cristal y reflejándose en un espejo, me contenté: cortado no era menos bello. / La primavera capturada para siempre, eso creí, que aquellas flores durarían siempre.”  O la muerte agazapada en una colcha donde duermen una camada de gatos recién paridos: “Acudieron en su ayuda, a despojarla de la muerte que aquella noche se había empeñado a dormir con ella. Inesperada, insistente… y tan trivial.”, también el cine como analgésico de un ambiente de posguerra, va forjando la amistad entre una puta y un sereno… “Ninguno lo cree, ni su parecido con Gilda ni su futuro en el cine, pero a la música de sus palabras el nilón se transforma en seda y su cabello mal teñido, en la mágica cascada de Rita Hayworth.”, la guerra y sus miserias, sus vilezas que atropellan vidas y destruyen futuros, como el de Malaika, la niña Iraquí… “Plena noche quebrada, estrellas despavoridas, súbito trueno de cristales rotos, motores crueles, gritos imprecisos, arrastrados, un hilillo de sangre que ahora las primeras palabras, la voz estremecida del hermano mayor…”. El cuento tradicional de Perrault  resucitado de nuevo, una versión de Caperucita roja que se aproxima más a la original que las innumerables adaptaciones posteriores: “La miraba y sentía deseos de abrirle la ropa en canal y palparla entera, pero se conformó con sentarla en sus rodillas y sobarle disimuladamente los muslos. Azorado por su excitación, evitó verla de nuevo”. Así mismo se adentra en el mundo del llamado síndrome de Diógenes, o de la soledad, o de una historia de carencias acumuladas…” Comprar sin necesidad, incluso, incluso de modo compulsivo, resulta enfermizo, pero tolerado y muy frecuente; en cambio almacenar lo rebuscado por las calles se juzga locura humillante.”.  El prodigio toma forma en el relato titulado De madera, donde se cuenta los avatares de una virgen tallada que perdida en una cueva, olvidada de la humanidad,  es visitada por el duende: Se acostumbró agradecida al duende y a su charla inconexa, como se acostumbró a toda clase de visitas y compañías”  o las memorias de un morisco que tras el destierro, se refugia en una cueva, antiguo silo… “- Eso mismo, como yo, que me transformé en cordero, cordero de Cristo. En mala hora, pues mi juventud entera la cubrí con caparazón y máscara ante los míos.” Para terminar con una Danza de escorpiones, una pareja condenada a encontrarse cada verano unidos por un juego sexual  sadomasoquista: “Imaginando aguijones viajeros, peligrosas travesías a lo largo del cuerpo sometido, comienzan a enredarse en caricias, en oscuras incursiones, lentas condenas sembradas de asfixia y gritos.”

            Todo un mundo, contenido en trece relatos impecablemente escritos, pequeños mundos albergados en este libro que he terminado de leer con deleite y admiración por la autora. Estoy segura, que aún en una segunda lectura, no dejaría de sorprenderme. Enhorabuena Josefina.

domingo, 15 de junio de 2014

Los plásticos azules, por JOSE GARCÍA.



Rescato el texto, escrito hace ya unos meses y publicado en Fotografía Imperfecta…

“Los plásticos azules" (José García, Fotografía Imperfecta)

Poner fecha a hechos es, para mi memoria, tarea imposible. Sin embargo sé que era un niño entonces…
     En la cañada, más arriba de los lavaderos, ya entonces en desuso, se arremolinaban, llevados por el viento, decenas, seguro que cientos, de olorosos y celestes plásticos azules. Olían a nuevos, como recién hechos.
Los plásticos azules despedían un olor particular como a toalla limpia, a colonia fresca de niño chico. Y es ese olor el que me trae al presente aquella escena irreal. 
Estaban por todos lados. Como una plaga. Se extendían calle arriba, en la falda arcillosa del cerro dibujando un lienzo azul sobre la tierra mojada, donde los niños jugaban en los tórridos veranos. Y semejaba, al Macondo de Cien años de Soledad, a un cuento de un pueblo inventado.
Las cuevas, medio derruidas. La cal blanca, manchada con tierra arrastrada por las lluvias torrenciales, de "nube", tan comunes en las zonas semidesérticas de las provincias del sureste andaluz. El barrio, tan primitivo y desangelado como lo triste del frío invierno.
De los recuerdos a veces solo queda la sensación. El regusto de un sabor que no se olvida. Una imagen o melodía grabada a fuego. El olor.
No sé qué día era, ni que mes, ni siquiera el año concreto. Y tampoco tiene importancia alguna.
Digamos, que era la tarde nublada como la de hoy, de aquel invierno remoto. 
Aún a día de hoy no sé exactamente que eran aquellos plásticos. Si eran bolsas o eran simples plásticos celestes no logro discernirlo  pasado ya tanto tiempo.
De vez en cuando me trae al presente ese olor dulzón del pasado que no logro olvidar, de esa tarde extraña que no logro recordar.

Gabo, por ANTONIO PELÁEZ TÓRRES.

     

     Nadie supo que entre aquella polvareda de peces de colores que nadaban en las ondulaciones cegadoras de la luz de medio día flotaba el espíritu incorruptible de García Márquez. Me deslicé hacia las apestosas emanaciones de bananas podridas que atufaban el vaho fluvial de Macondo y allí volví a percibir su presencia apenas. Había como una especie de calor denso y pegajoso que retenía el perfil rizado de su figura y su voz de negociador de palabras y sueños. Y de entre aquellas palabras razonablemente deshilachadas y vueltas a trenzar se holografiaba un tipo normal de aspecto bonancible que pretendía agregarle algo de fiereza baldía a su cara con un bigote cuidado y espeso. Entre el abultamiento Caribe de sus pómulos y el hinchazón estructural de sus párpados se dibujaba como un esdrújulo miedo a la matemática, no tanto al álgebra y a la geometría como a la aritmética. Se pergeñaban entre sus dedos los vocablos del maestro Calderón y allí enfilados como una pluma de zopilote, medio emborronados por la lluvia, los sueños del ancestro bogotano, después parisino y en un zumbido de abejorro ruinoso y libado, del eco del mundo. Me destazaron el pecho los vengativos desbaratadores de Santiago Nasar, no sé si diez o doce veces…y cuando ya pensaba que en aquellas calles de plomo me derretiría abrasado por el hostigamiento de la asfixia encontré la puerta del otoño de un decrépito patriarca que navegaba entre vacas y ensoñaciones de grandezas para desde uno de sus balcones ruinosos intuir a lo lejos en una tarde, creo, con sabor a mañana los funerales de una mamá grande y las miserias y grandezas de un general abocado a morirse entre las venenosas emanaciones de un recuerdo de gloria. No quise sufrir más y lo gocé rememorándolo en Estocolmo vestido de blanco, como para recitar, no, mejor… para cantar en voz segunda un bolero perdido en un día que el Nobel se le convirtió en novia sumisa pero perecedera: Y así entre putas tristes y cuentos amarré las sombras que pude a su bagaje fluvial de sueños y a su torrentera inverosímil de memorias bien dichas y mejor escritas y desde entonces cuando quiero suspirar enjaezo mi decrépito Rocinante y me adentro en las sorprendentes ciénagas de amor de sus libros porque allí los caminos de su vida son eternos.

García Márquez y Pedro Antonio de Alarcón, por ANTONIO MEDINA GUEVARA.




Esta tierra es mi vida y mi vida está clavada igual que una cruz al cementerio de este pueblo…
La siento como si fuera un corazón palpitando a borbotones su sangre cristalina desde alguna de sus fuentes; que sus acequias son sus venas y las mías, que su cielo es mi cielo y sus veredas los caminos por los que nunca me pierdo. Siento, que desde que mis pies empezaron a andar lo hacen sobre ella y su piel; siento que me escucha, que me habla, que me quiere y yo la quiero sin condiciones; que somos  complementarios a la vez que uno mismo.
La tierra… ¿Qué es la tierra?
Alguien me dijo una vez que la tierra es el espacio donde se plantan las almas… Yo entonces no lo entendía.  También  me dijo que todas las tierras parecen  iguales, pero que todas son diferentes. 
Comenzaré por decir que la mía es una tierra seca, fuerte, con acequias que son las venas por donde el agua transmite la vida a su paso y que a su vez  vienen de unos sitios donde laten muchos corazones enterrados: sus fuentes. A veces es tan gris, tan clara, que se confunde con las nubes del cielo; a veces es tan roja que parece que sangre… ¡Y fuerte!
Tiene que serlo.
Ha sufrido tanto y de tantos, que respira con dificultad; ha parido tanto y a tantos, que parece una madre derrotada. Pero no. No está derrotada. Aún le queda mucho aliento. Nunca se rinde.
¡Cómo cualquier madre!
Lo primero que entra por tus narices al nacer es el polvo de la tierra que te envía al mundo, la misma que —mejor más tarde que temprano— te acogerá como lo hace con las raíces, que cuando no la tienes en tus pulmones parece que les cueste respirar. La mía llora de alegría cuando la riegan las lluvias, brilla a los reflejos de las hojas de plata de los olivos, juega con los remolinos de las brisas, hierve en los veranos y se congela al frío de los inviernos...
A veces parece latir como un corazón viejo. Aunque no quieras la tienes que querer. Es como una mujer… ¡Es bella...! ¡Es dura...! ¡Tiene mucho carácter!

Seguramente quien lea esto se preguntará a qué cuento viene la relación entre Pedro Antonio de Alarcón y García Márquez: nada… Pero sí para mí.
Estas parrafadas de mi libro “Al lado de tierra santa” las escribí hace ya bastantes años en Cartagena de Indias, la ciudad donde “Gabo” volvió algunas veces a su país y que, al leer algo suyo y sin saber por qué, me trajeron algunos pensamientos del Altiplano de Granada. Luego alguien dijo que no, que era del estilo de Delibes o Azorín, pero yo creo que fue él quien me hizo describir a mi tierra en mi cerebro y en aquél momento… Salvando las diferencias, claro.
Y a “Gabo” se las dedico.
Recuerdo que había vuelto hacía poco de mi pueblo de Granada (Zújar ), que era pleno invierno y que creo que sería por entre el  2000 - 2005. También que por aquel entonces estaba en el siempre verano de Cartagena de Indias, que acababa en mi visita y que volvía por enésima vez a España con mis pensamientos tristes (como siempre que así sucedía), cuando después de haber visitado la casa donde  “Gabo”, ese hombre al que muchos de sus paisanos esperaban horas para vez verlo por allí en esos días lo llamaban desde la calle para que apareciera.
Yo acababa de visitar Santa Marta y ya estaba desde hacía años enamorado del departamento del Magdalena y de su río y canal del mismo nombre, pensando entonces,  junto a unos amigos, poder patear más adelante esos lugares del Magdalena y de su Sierra Nevada que lleva el mismo nombre que la mía, como también lo que era hace cientos de años la Nueva Granada y que tanta referencia nos une, cuando me llegó la hora de volver.
Eran tiempos de guerra en Colombia y aquella idea tendría que esperar.
Reconozco que a mi ese nombre (Gabo) no me decía nada, que supe de quien se trataba cuando alguien dijo el nombre de pila del que yo sabía que había escrito un par de obras magníficas: “Cien años de soledad” y “El amor en tiempos de cólera”, entre mucho más, y también supe que era periodista y que había trabajado en “El Espectador”, un periódico de hojas tan enormes que costaba leerlo si no era sobre una mesa.
Luego llegué a Bogotá para transbordar al avión que nos llevaría hasta Madrid y pensé en comprar revistas y entretenimiento para el viaje, cuando una persona me dijo: <<Compra ese libro de “Gabo”, que es nuevo…>>  <<¿Te gusta Gabo…?
No sé si era por el título, o sí por otras cosas, que compré mis revistas y el librito de marras: “Historias de mis putas tristes”, que era tan corto como mis días pasados en Cartagena y que lo traía conmigo a España.
Ya en el avión, ojee el librito y pensé que, como era tan corto y aparentemente malo, lo acabaría pronto, y así fue. Pero aunque el libro me pareció malo y un poco zafio en principio, como escrito por lo que era: un viejo que añoraba sus días de juventud, bastante machista, que defendía al dictador Fidel del que también sabía en primera persona por mis viajes a la Perla del Caribe. En definitiva: que era un viejo chocho y trasnochado.
Al leerlo pensé también que Gabriel García Márquez escribía muy bien, pero que contaba poco… Hoy opino lo mismo del libro, pero no del autor, porque la expresión y el vocabulario eran y es exquisito; pienso que tal vez me recuerda los años de mi niñez en que llamábamos a las cosas con ese leguaje que todavía se oye en Colombia.
Releí después el libro hoja por hoja, parrafada por parrafada, y al poco pensé en cómo me gustaría a mí escribir así, pero con una buena historia de por medio.
Luego leí a otro gran desconocido por mí y por más señas paisano: Pedro Antonio de Alarcón, y supongo que ambos me incitaron después a escribir mis modestas historias.
Leí de ellos que escribieron en su día cuentos o historias cortas, y yo empecé a hacer lo mismo, luego novelas, y también lo hice, pero cuando leía poesía de Pedro Antonio de Alarcón comprendí que eso no podría hacerlo, y seguí con mis cuentos y novelas. Por el año 2011 publiqué en Colombia un cuento dedicado a Cartagena de Indias (“Una mujer llamada Muerte”), que es una “adaptación” de otro cuento de Alarcón, al cual se lo dediqué y que pienso es una fantasía de la “muerte”, del paisaje y del embrujo de esa ciudad.
Las narraciones de García Márquez, con ese lenguaje criollo tan auténtico del  español que ya no se habla aquí, y del que  no entendemos algunas palabras y expresiones, son un lujo para la literatura universal, pero sobre todo para recuperarlo, ya que los modismos y el simplismo están quitando de nuestras lecturas palabras preciosas y ajustadas al castellano que sirven para expresar todo en su justa proporción. Un lujo en la escritura y pos su supuesto en la narración y lectura.
Tengo que decir que he visto un par de veces a este narrador universal en mi vida: una en Cartagena de Indias y otra de refilón en la Habana y que, aunque no comparto su mentalidad  política, es y será una referencia para quien quiera aprender a narrar historias.
De “Gabo” intento empezar mis libros con un arranque que atraiga (aunque no creo conseguirlo) y de Alarcón intento seguir las tramas… De los dos aprender.
Cuando mi novela “Al lado de tierra santa” quedó finalista en el premio Azorin de 2012, una persona me dijo en referencia al manuscrito que le pareció el comienzo de Márquez, el estilo de Delibes y la historia de Muñoz Molina; no cabe duda que me dijo el mejor piropo que podrán decirme nunca y que (aunque sea mentira) yo le agradeceré toda mi vida, pero lo que no sabía es que fue García Márquez sin pretenderlo quien me animó a escribir, aunque no cabe duda que la comparación me gustó por lo que significan esos personajes para la literatura.
Ahora, casi cada día, leo algún fragmente de alguno de ellos para aprender, pero no me cabe duda de que será un imposible poner las palabras en sus justos términos; sin que sobre o falte un matiz, una imagen reflejada en las palabras o en su riqueza de expresiones, y que desde hace muchos años admiro en el “vocabulario” colombiano lo que tantas veces he podido escuchar con mis propias orejas en mis constantes vistas a ese país, que tanto nos admira a la vez.
Decir que me une a Márquez la admiración y cariño que siento por Cartagena de Indias, “mi otro pueblo”, una ciudad que pienso es la más bonita de las coloniales americanas y que mantiene ese halo de libro de aventuras donde, piratas, corsarios, hombres con la pata de palo y parches en un ojo, junto a lugares de fantasía y mujeres preciosas se reúnen para hacernos soñar con otros tiempos.
Murió “Gabo” y nació una figura universal de la narrativa difícil de superar.


(Esta nota pretendo escribirla en forma de artículo periodístico del que no sé nada, pero que lo intento, por ser una forma en la que Gabriel García Márquez se defendía como un genio)

El privilegio de la soledad, por MARÍA PIZARRO.



El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad.
(Gabriel García Márquez)
                                                                                                            
El privilegio de la soledad
en una habitación de cuatro camas,
una por cada pared y la puerta de entrada,
no tiene salida: el silencio.
 Abatido a golpes de tos rabiosa
y el ronquido pardo de los cigarrillos,
atrincherado en el estigma
del viejo, el pobre, el vagabundo.
 Sin hogar está el silencio,
sin su casa prometida la  soledad,
decentemente albergada
por un plato de comida y el aséptico
abrazo de los voluntarios,
- la ducha caliente en  a cuatro filas-
He pactado con la Soledad
 un  carrito de  supermercado,
no  de ésos metálicos  tan pesados,
 sino  de los que no se oxidan,
de plástico y ligeros,
- que es un placer llevarlos-,
para que pueda seguir empujarle a mi vida

al declive del viaje en el carro alado del Dios Sol.

Seis sombreros femeninos para Gabo, por CAROLINA FERNÁNDEZ

"Eréndira no lo había oído. Iba corriendo contra el viento, más veloz que un venado, y ninguna voz de este mundo la podía detener." (La increible y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, G.G.M.)


"Remedios transfigurada: Remedios en el aire soporífero de las dos de la tarde, Remedios en la callada respiración de las rosas, Remedios en la clepsidra secreta de las polillas, Remedios en el vapor del pan al amanecer, Remedios en todas partes y Remedios para siempre." (Cien años de soledad, G. G. M.)



Florentino se sentaba en un banco del Parque de los Evangelios solamente para verla pasar en su camino al colegio con su tía Escolástica:
“Caminaba con una altivez natural, la cabeza erguida, la visión inmóvil, el paso rápido, la nariz afilada…Con un modo de andar de venada que la hacía parecer inmune a la gravedad.”  (El amor en los tiempos del cólera, G.G.M.)




"Rosa Cabarcas me escuchó en silencio, sin asombro, y por fin pareció iluminada. Qué maravilla, dijo. Siempre he dicho que los celos saben más que la verdad." (Historia de mis putas tristes, G. G. M.)




"Nadie hubiera pensado, ni lo dijo nadie, que Ángela Vicario no fuera virgen. No se le había conocido ningún novio anterior y había crecido junto con sus hermanas bajo el rigor de una madre de hierro. Aun cuando le faltaban menos de dos meses para casarse, Pura Vicario no permitió que fuera sola con Bayardo San Román a conocer la casa en que iban a vivir, sino que ella y el padre ciego la acompañaron para custodiarle la honra." (Crónica de una muerte anunciada, G. G. M.)




"Sierva María no entendió nunca qué fue de Cayetano Delaura, por qué no volvió con su cesta de primores de los portales y sus noches insaciables. El 29 de mayo, sin alientos para más, volvió a soñar con la ventana de un campo nevado, donde Cayetano Delaura no estaba ni volvería a estar nunca." (Del amor y otros demonios, G. G. M.)


La hojarasca, por CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN


Allí a lo lejos,
en lo que parece un cúmulo de hojarasca,
se alza el islote de los muertos.

Sus piernas enraizadas en la tierra,
ya no emprenden caminos,
ni defienden ninguna batalla.
Los abrazó la tierra en su cálido regazo,
y una brisa joven arrastró la quimera de sus ojos.

Pero la memoria nunca olvida,
y como una lluvia primaveral,
nos devuelve los humores de su desdicha.

Mientras tanto,
un poeta nefelibata agrimensor de esperanzas,
escribe sus nombres en el barro.

Flores para Gabo, por JAVIER FRANCO



Llueve sobre las ruinas de Macondo
con flores amarillas empapando
silencio en soledad, evaporando
sombras de humanidad, telón de fondo.

Llueve sin cesar del cielo más hondo,
donde la Bella pervive flotando,
jardín de margaritas deshojando
–«sí, no»– en perfecto ciclo redondo. 

Llueve, llueve, llueve… fuerte aguacero
de una crónica de vida anunciada,
porque no hay muerte sino un sendero

que indica la palabra no agotada,
para que lleve a Macondo el viajero
flores para Gabo en lluvia pausada. 

Gabo y aquel verano del 85, por PEDRO CASAMAYOR RIVAS




“Fernanda creyó que su temeridad era diligencia, y que su codicia era abnegación y que su tozudez era perseverancia, y le remordieron
las entrañas por la virulencia con que había despotricado contra su desidia”
                            “El amor en los tiempos del cólera” de Gabriel García Márquez”


Como pensó mi primo Ignacio, aquel verano del 85, ideamos una fantasía consistente en que si leíamos “El amor en los tiempos del cólera” de García Márquez, nuestro mundo intelectual y amoroso cambiaría de rumbo y de desastres. Nos pusimos manos a la obra y para empezar decidimos aprendernos de memoria la frase con la que se inicia este mi escrito, de manera que las chicas, cuando nos oyeran representarla, nos abrirían los secretos de su escote.  
No recuerdo bien si hubo éxito erótico-festivo detrás de alguna tapia solitaria pero sí que nuestra visión de las palabras y de los fluidos del amor cambió por completo. Nuestro pequeño paraíso accitano empezó a quedarse pequeño, a oler a flores del Caribe y a descansar en hamacas a la sombra.
Para no olvidar, todo quedó bien apuntado en aquella libreta en donde no paraba de acumular recursos literarios de una belleza y magia enormes  aunque todavía irreconocibles, para un adolescente demasiado inmerso en aguas tranquilas.
Cientos de palabras en volandas, entre olores de infidelidad y compresas de árnica que luego utilizaría. Las palabras para dar identidad a mis rituales de cortejo y las compresas para curar mi primer siniestro en manos del amor.
Vimos por primera vez como se puede estar enamorado de varias personas a la vez y “no estar loco” como dice la canción, pastoreando dolores para todas las amantes y así no traicionarlas. Encontramos otro significado del olor de las almendras amargas y aunque jóvenes e inexpertos en amores contrariados ya siempre recordaríamos, que el desamor es como un blues que grita de madrugada y del que nunca te puedes desprender aunque sepas de su eterno lamento.

A partir de entonces el médico de casa se llamó Juvenal Urbino, los loros se convirtieron en temidas mascotas en libertad, Fermina Daza en la musa de la rabia para que no se le notase el miedo y Florentino Ariza en el eterno creyente sin compromiso de un amor como principio y como fin.

Viejas Cartas, por CONCHA CASAS.




Cuando cogí aquel libro, no  podía imaginarme que entre sus páginas aparecería como en un naufragio, los restos de un pasado que algún lejano día fue  mi presente.
 En un papel,  ya amarillo por el paso del tiempo, se dibujaba una letra masculina que me resultó muy familiar, tremendamente familiar.
Comenzaba así:  “en Madrid, con viento y frío, mucho frío”, la emoción trepó hasta mis ojos sorprendidos por una lágrima furtiva, “lanzo un fugaz rayo invisible que se posa tranquilamente a tus pies, así quiero que te lleguen estas letras, rápidas y  llenas de la paz, que el solo pronunciar tu nombre y verlo escrito, producen en mi”
Había recibido esa carta hacía treinta años, entonces acababa de cumplir los 16 y el amor había entrado en mi vida con la fuerza arrolladora de todos los elementos y con el agravante de que al ser el primero, aún desconocía que habría más y que contrariamente a lo que escriben los poetas, serían tan maravillosos y por desgracia tan efímeros como ese.
Pero ya digo, entonces no lo sabía, entonces lo creía eterno y solo el dolor de la ausencia del que era mi amado, era comparable en intensidad al amor mismo.
“A pesar de tu ausencia te siento tan cerca, que a veces pienso que habitas en mi, no es que piense en ti, es que estás dentro de mí, como las dos caras de un folio, que aunque estén separadas y sean opuestas, no pueden existir la una sin la otra, así te percibo y así me dueles...”.
Sonreí mientras mis ojos seguían deslizándose por esas líneas. “Te quiero tanto que desearía inventar palabras nuevas con las que poder decírtelo, porque no encuentro ninguna capaz de abarcar el sentimiento que me desborda...”
Esa carta me la había enviado Pedro, intenté pensar en él, en su cara, en sus gestos... Pero ninguno de estos recuerdos acudía a mi mente, solo una foto. Recordaba una foto suya. ¡Que curioso me resultaba aquello! Era incapaz de visualizar al que un día fue dueño de mi corazón, no recordaba su voz, ni sus maneras, ni tan siquiera algo característico de él. Solo el recuerdo de aquella vieja foto guardada en algún álbum. La había visto mil veces, cada vez que la nostalgia me llevaba a sacar aquellas viejas estampas de tiempos pasados, pero curiosamente jamás reparé en ella. Solo ahora que sus palabras volvían a mí, aquella imagen fija, sonriéndome eternamente, cobraba sentido.
Nunca había vuelto a verlo. Ni siquiera recuerdo exactamente la duración de aquel amor que creímos eterno y único, puede que un año, o quizás algo más... no lo podría afirmar con certeza.
Curiosamente reaparecía ahora en mi vida y lo hacía desde las hojas de “Cien años de soledad”. No había vuelto a leer la maravillosa novela, que nos descubrió el fantástico mundo de Macondo, desde que alguien me la regaló precisamente al cumplir los 16 años. Por  eso estaría allí, seguramente recibí esa carta mientras la leía.
¡Que curioso...! y aparecía ahora precisamente, ahora que yo tenía casi la mitad de los años que dan título a la novela y que al leerlo, a mis lejanos 16, se me  antojaron  una eternidad.
Paradójicamente recordaba más el contenido del libro, que la esencia del que fue mi primer amor y curiosamente sentí que aquel que un día fue mi mundo, era un poco como el primer  Macondo, un mundo tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.
¿Qué sabíamos del amor entonces? Y curiosamente aquella carta, aquellas palabras nacidas en el corazón de un joven de veinte años, eran tan antiguas como el mundo, llenas de la sabiduría del corazón de la humanidad.
Y pensé que todos los momentos y todos nosotros, somos el mismo repetido. Con una salvedad, al escribirlos se hacen eternos, como eterno será para siempre el coronel Aureliano Buendía y como eterna será la definición con la que su hermano José Arcadio, le intentó describir los pormenores de los mecanismos del amor: Es como un temblor de tierra   
Seguí leyendo la carta de la que fui inspiradora hacía ya tanto tiempo” gran amiga eres de mi corazón y en él permanecerás para siempre, porque es tu esencia quien lo hace latir, nada tendría sentido sin ti y esta separación me duele tanto, que incluso he llegado a venerar mi dolor, porque es él quien da sentido a esta existencia lejos de ti, ya que me recuerda en cada momento que existes”.
Me sentía mimetizada por ella y a la vez por el libro en el que la había encontrado y de pronto el contenido de una y otro, se mezclaron y juntos se hicieron polvo y fueron arrastrados por el viento de la memoria, porque aquella joven de 16 años había muerto hacía mucho tiempo y porque lo escrito en esa carta, al igual que  los pergaminos que Aureliano Babilonia intentó descifrar, era irrepetible desde siempre y para siempre, porque su perdida juventud no tendría una segunda oportunidad sobre la tierra.
                                                                                                     


                                                                                                       

Gabo, la noche en tus historias me envuelve, por ESNEYDER ÁLVAREZ.


Tu creatividad era fascinante
Tus historias deslumbrantes
Tu talento incomparable
Tus escritos inolvidables

Un coronel solitario,
Un pueblo donde hasta su aire era feliz,
Un  amor en tiempos de cólera,

Tus escritos fueron sueños,
Tus sueños fueron aventuras,
Tus aventuras fueron historias,
Tus historias nuestros suspiros.

La mañana me acaricia,
La tarde me besa,

La noche en tus historias me envuelve. 

La despedida, por DORI HERNÁNDEZ MONTALBÁN





Uno de los hijos del telegrafista de Aracataca se despidió de todos con una rosa amarilla prendida del ojal. Y allí estará quién sabe dónde, tertuliando con el viejo coronel, en algún pueblo de pantanos y selva inaccesible, inmenso en aquella atmósfera de catástrofes y sucesos maravillosos. Navegando por las ciénagas del pasado.

         Tal vez quisiera ayudar a la cándida Eréndira con la engorrosa tarea de dar cuerda a los relojes de la enorme mansión de argamasa lunar extraviada en el desierto; en donde la abuela desalmada tiene enterrados a los Amadises. O puede que haya vuelto una vez más a Aracataca desde Barranquilla, en una destartalada lancha de motor por aquel caño excavado a brazo de esclavo durante la Colonia, para después volver a contemplar las plantaciones de banano. Quizá nos esté mirando a todos desde la otra vida y con un relámpago de pesadumbre en los ojos, esté pensando que la humanidad no tiene remedio; o nos esté diciendo que la lluvia es la lluvia desde cualquier parte del mundo, que lo mejor es esperar a que escampe o salir fuera y dejar que nos empape los huesos, pues en cualquier caso, los paraguas no son objetos de suerte. Habrá vuelto a la Bogotá de sus tiempos de estudiante en donde se podían leer letreros como aquel de: “Si no le temes a Dios, témele a la sífilis” ¿quién sabe? Tal vez entretenga ahora su tiempo en coleccionar los nombres dados por los indios guajiros a las cosas.

         Definitivamente nos deja sus palabras, las que utilizó para mostrarnos su mundo; un mundo en el que él, como inventor de fábulas, se siente con el derecho de creer que “todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra. “


Juego de niños, por EDUARDO MORENO ALARCÓN.


«El cuento es una flecha en el centro del blanco y la novela es cazar conejos.»
Gabriel García Márquez

            Hasta ahora no había reunido fuerzas para contar el episodio más oscuro de mi estancia subrepticia en Concepción. Lo crean o no, la historia que me dispongo a relatar es tan veraz como el desgarro del exilio que padezco.  

Hacía más de un mes que yo, Miguel Littín, ya no era yo, sino otro muy distinto. Furtivo de mí mismo y aun de mis seres más queridos, clandestino en mi patria —ésa que ahora me bebía con el alma rebosante de emociones—, cobraba conciencia destilada del paso del tiempo y su andar escurridizo, irremediable, de sus juegos tantas veces azarosos, de los largos, nostálgicos años de exilio, primero en Méjico, y, luego ya, en la vieja madre España.
El estrépito de las armas homicidas, sus dueños cómplices y un tirano sin cargos de conciencia me forzaron, doce años atrás, a huir de aquel horror brutal: Santiago ensangrentado y sus cadáveres flotando en el Mapocho como anfibios de pesadilla, los cuerpos dislocados infestando las aceras de una cuadra cualquiera, mugrienta y envilecida, aquellas portaladas tatuadas por la firma de la muerte, trazo redundante que las balas garabateaban en los muros.
Muerte que rozó mi mejilla, apenas iniciado el golpe militar, y que evité milagrosamente tras cometer la imprudencia, la palmaria estupidez de regresar al edificio de Chile Films donde, con celo de sabuesos, un sargento y su patrulla de sicarios me esperaban.
Doce años desde aquella noche lluviosa, desapacible, del mes de octubre —el pasado hecho presente—, en el mísero aeropuerto de Los Cerrillos, el día en  que el país entero se declaró en estado de sitio. El frío y un avión gris, bronquítico, henchido de pesadumbre y desamparo, repleto de viajeros arrancados de su tierra y sus raíces como esquejes de vivero. El cielo sucio y enlutado sobre Chile, como un espejo apocalíptico, forjado a golpe de matanza y destrucción. Y a mi lado, Ely —siempre Ely—, mi mujer, tomándome la mano (helada a pesar de los guantes), sus párpados cerrados, gastados por el uso, tratando de dormir siquiera un rato. Estrechados en los asientos, muy prietos los cuerpos en busca de cobijo, nuestros hijos (la Pochi, Miguelito y Catalina), rendidos al cansancio, a la prisa inusitada y la extrañeza de la huída, parecían muñequitos de hojalata.

El mundo entero sabe ahora, resumido en cifras, el coste de la dictadura y su inhumana represión: más de cuarenta mil muertos, dos mil desaparecidos y un millón de exiliados.
A este dolor tan hondo, a este duelo imperecedero, habría de sumar, tiempo más tarde, el triste privilegio de engrosar la lista negra del despótico gobierno timoneado por Augusto Pinochet. Cinco mil compatriotas compartimos el dudoso honor de ser non gratos para el régimen, la tajante prohibición —bajo pena capital— de volver a suelo patrio.
Lejos de las púas infinitas que estrangulan los campos chilenos —alambre donde poses tu mirada—, millones de personas acudieron a los cines, sintonizaron su televisor para saber, conocer la realidad de nuestro pueblo, vista, captada con gran riesgo desde dentro, filmada incluso en su epicentro, el Palacio de la Moneda, donde aún perdura, latente, jamás borrado, el pálpito de Allende. Siete mil metros de película rodada en todo el territorio nacional; tres equipos europeos y otros seis juveniles de resistencia interna. Seis semanas de rodaje subrepticio —las más duras, dignas, aterradoras que alcanzo a recordar— infiltrado en mis orígenes bajo un disfraz ficticio: acento, ropa, zapatos, andares, aspecto falso, el pasaporte de un burgués pagado de sí mismo, la burla de un tipo fingido, el gesto de un sujeto clerical y encorsetado.
Sorteados los peligros de la entrada ilegal, los primeros días fui rescatando los paisajes de mi infancia, recomponiendo los detalles de mi vida fragmentada como piezas de un nostálgico mecano, sumido en la añoranza de un regreso oculto y transitorio.
Claves en el éxito de la operación, dos ángeles custodios velaron mis pasos durante aquellas seis semanas: Elena —eficaz, perfecta en su papel de fiel esposa—, y un socio al que prefiero llamar Franquie. Con él, fui testigo del diario devenir de aquellas gentes anónimas, desteñidas por un velo de apatía y de tristeza. Con él empecé la filmación en la Plaza de Armas, entraña de Santiago, una lánguida mañana de tibio otoño austral. Con él descubrí el espejismo de una ciudad somnolienta, tranquila en apariencia, sin fuerzas represoras a la vista; sosiego que encubría centenares de patrullas y milicias guarecidas como perros de presa, vehículos de choque decididos a expeler con saña odiosa el menor ademán sospechoso.
Los cinco días siguientes —el tiempo que rodamos en Santiago—, hube de enterrar mi álbum de tristezas, dar la espalda a mi deseo exacerbado de gritar. Amparado bajo aquella máscara de momio, viví entre los míos como un tipo distante, insensible, simulando dirigir el camarógrafo hacia los puntos más inocuos de la vida cotidiana, como si nada me importaran esos rostros agostados, como si sólo me incumbieran los cilindros de metraje y la avidez de la taquilla, actuando como el hombre de negocios que, cada día, me devolvía su frialdad en el espejo.

Era cuestión de tiempo: mi yo al fin se reveló. Franquie siguió las instrucciones al dedillo y, sin hacer preguntas, acudió al hotel Conquistador, sacó mi bolso de viaje y refirió a Elena nuestro plan: ausentarnos por tres días de la urbe. Inerme y alarmada hasta el extremo, mi cónyuge postiza no pudo disuadirme de la huída necesaria, de la tregua proyectada en mi cabeza.
Rayanas las diez menos cuarto me encontré con Franquie a la salida del cine Rex. Por seguridad, cambiamos tres veces de taxi antes de llegar a la Estación Central, y, al filo de las once, emprendimos el viaje a Concepción. Lo hicimos en un tren nocturno, estrechamente vigilado; era —pensé—, no sólo más seguro que otros medios de transporte, sino la mejor forma de aprovechar la noche inútil de Chile, muerta, estancada tras el toque de queda, suspendida por el eco militar de las sirenas.
Apuntaba el amanecer cuando, apostado en la boca del minúsculo compartimento, el inspector anunció el fin de trayecto con languidez funcionarial. Simulando cierta prisa, cogimos nuestras bolsas y bajamos del convoy. Fuera, una niebla densa, helada, se enredaba en cada objeto, esfumando fachadas, contornos y figuras con tacto de algodón.
Un taxi nos condujo al bastión histórico de la ciudad. Al cabo, recortada entre la bruma, se alzó la cruz solitaria en el atrio de la Catedral, y, más allá, la Plaza Sebastián Acevedo y su anónimo recuerdo de flores siempre frescas: memoria congelada en una imagen, instante que atrapé con mi objetivo, fingiéndome distraído, como un vulgar turista.
Embutidos en sendos abrigos, recorrimos varias cuadras en busca de una agencia de alquiler de vehículos. Tan pronto dimos con ella, Franquie quedó a cargo del arriendo mientras yo, para evitar riesgos innecesarios, trataba de localizar una peluquería donde afeitarme la dudosa, inadmisible barba para un hombre que acudía a Concepción a hacer negocios.
Anduve a paso vivo por las calles silenciosas, desiertas a esa hora temprana. Finalmente desemboqué en la Plaza de Armas, donde, aliviado, topé con un letrero que rezaba «Peluquería Unisex». Aquella tentativa, sin embargo, abocó en frustrante desazón. Al parecer, la moda imperante —resumida en el epígrafe «unisex»— no entendía el viejo oficio que ejercían los barberos en la tierra de mi infancia (el Chile que las bombas me amputaron). Contrariado, caminé por las aceras bajo una cruda luz de aurora húmeda y velada.
Estaba perdido en la niebla cuando un niño desaseado, trémulo, me sacó del apuro. «Enfrente, tuerza a la derecha y encontrará una barbería, caballero». Agradecido, deslicé unas monedas en la palma sudorosa del chiquillo y me alejé con rapidez, pues no quería que mi socio se inquietara por la estúpida tardanza. Aboqué en seguida la calleja e ingresé en aquel barrio sombrío. En efecto, empotrada en una esquina, aún quedaba en pie una barbería insensible al cruel paso del tiempo.  
Calle adentro, un silencio pétreo amordazaba aquel lugar de Concepción. Era —equiparé mentalmente— como estar en un plató de cine abandonado, decadente, ajeno a todo atisbo de rodaje. Alcancé el frontis del establecimiento (con su clásico cilindro blanco y rojo en espiral) sintiendo que, a mi espalda, la niebla se volvía más espesa y opresiva. Franqueada la puerta, recibí un fogonazo de impresiones en el alma: gusanearon los posos de la memoria devolviéndome de súbito los olores de mi época escolar, de mi niñez ahora lejana: linimento, alcohol mentolado, botica antigua, la piel de los sillones rotatorios… Todo igual que entonces, como un calco del pasado, tal como mi psique más profunda remembraba.    
Dos ancianos ataviados con sendos delantales de un sucio color hueso regentaban el negocio. Cuando entré, se hallaban afanados atendiendo al único cliente que desafiaba la mañana ensordecida; uno, reseco como muda de serpiente, cortaba el pelo con monótona cadencia; el otro, escobilla en mano, recogía las pelusas desprendidas por la cara, por los hombros, por el cuello.
«Quisiera rasurarme», espeté sin más preámbulos. En un suspiro, el viejo del cepillo echó la llave a la puerta, dejó su instrumental sobre un estante y señaló el asiento libre; después me colocó un peinador en torno al cuello y, provisto de una brocha humedecida, enjabonó barbilla y pómulos. Gruñó la navaja oxidada, al abrirse, y el anciano rapabarbas se enfrascó en su labor más peliaguda.
Entonces, del modo más brutal e inesperado, el doméstico escenario, la diaria realidad que cercaba el país, la ciudad, aquel barrio, convulsionó hasta lo más hondo de su entraña cotidiana.
La escena íntegra duró tan sólo unos minutos; lapso, sin embargo, más que suficiente para ser testigo de un horror mayor que la barbarie militar, tan monstruoso que aún me tiembla el pulso al evocarlo.
Posaba reclinado en el sillón, sintiendo el filo de la hoja resbalar por mi mejilla, cuando, de súbito, algo impactó contra la puerta acristalada. La rápida respuesta del anciano más huesudo me puso a pique del infarto (echando el cerrojo, nos ordenó retroceder mientras hurgaba en un cajón del mostrador, del cual extrajo una pistola, y apuntaba tembloroso al exterior). Al punto, mis ojos indagaron la raíz de aquel espanto, la causa de tan drástica e insólita reacción.
Silueteado en la penumbra, un hombre con la faz desencajada, aplastada contra la luna, aporreaba con frenética insistencia, empavorecido, gritando sin cesar. Hice ademán de lanzarme en su auxilio. «¡Quietos, no se muevan!», cortó en seco el viejo armado, sin dejar de encañonar la cristalera. Parapeto que, en pocos segundos, se pobló de rostros infantiles que negaban por completo la inocencia; decenas de ojillos acerados, fruncidos con un rictus de malicia insoportable; deditos que tentaban la vidriera con rumor de cuervos picoteando, rimero de boquitas babeantes, muy abiertas, pequeñas bestezuelas de rapiña sitiando ávidamente su despojo, su presa descompuesta.
El hombre profirió un aullido aterrador antes de ser tironeado por la turba de chiquillos hasta el fondo de la calle, donde la niebla puso un velo de clemencia al nauseabundo panorama; bruma que no impidió el ciego, maldito maremágnum de sonidos a distancia: alaridos, crujir de huesos, masticar de las criaturas…
Puesto de rodillas, a mi lado, la cara del barbero evidenciaba la derrota. Tomó un pañuelo blanco de la bata y se enjugó el rostro y la frente, rociados en sudor; se incorporó torpemente y, con voz quebrada por la rabia y el llanto, musitó:

—¡Hijos de la gran puta! ¡Los doctores de Santiago nos dijeron que tendrían la vacuna hace meses! ¡Mentiras y mentiras; esos matasanos no saben un carajo!