Testigos de excepción serán en el futuro los vecinos y
paseantes de Wadi As, no otra sino Guadix, ELLA. Río de vida, pues fruto del encuentro de esta noche será. Y con su nombre homenajeará a aquellos
dos jóvenes elementos que una noche se encontraron tras los convencionalismos,
al abrigo de Sulayr.
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POEMAS:
Sin esperas de SUSANA NÁSERA
salpicando
de promesas un futuro sin esperas.
Demorándote
en la fragancia de mis pechos.
Libando
mi aliento con tu lengua.
Profanando
mi vientre con la lujuria de tu boca.
Explorando
mis aristas con el amanecer de tus dedos.
Mi vida inmensa de CARMEN MEMBRILLA OLEA (Guadix)
Cuando tu nombre atraviesa
los sueños
se humedecen los míos
y el poder de este deseo
transcribe paisajes de olas y entregas
Tu boca inicia un viaje dulce
que parte desde mis labios...
La docilidad de este placer
me invita a todas la caricias
lentísimas
Escala en mis senos...
Ya no quiero entender nada
Abro mis piernas irremediablemente
Compás de movimientos al amanecer
Así...hasta que te hundes en mí
y cuando todo estalla
esta vida mía me parece inmensa.
Un sueño en mis manos de GABRIELA RIVERO (Ushuaia-Argentina)
Mi piel de erizo
te nombra en el insomnio
las sábanas sudan
en un revuelto de suspiros
la noche
se prepara
a recibir caricias en el hueco de su espalda
un susurro domina
mis sentidos
me pierdo en
tu indómita geografía
de suave vegetación
de oasis
humedezco mi presencia
hurgando en tu ternura
llego al
centro de tu cuerpo
redoblan tambores que estallan en tu pecho
la redondez
de mis ángulos
gozan
repletos…
al pensarte rozando
el vértice más femenino
más tuyo
muero
en el último abrazo
sólo un segundo
y despierto
con el grito del trueno
en este sueño
que se escapa de mis manos.
Entre cuatro paredes de ANTONIA PILAR VILLAESCUSA RIUS (Barcelona)
Son cuatro paredes y un lecho
que me atan a tu cuerpo.
En esa perfumada noche
donde solo respiro
el aliento cargado de tus besos.
Me desnudo como una lluvia de primavera.
Desnuda, con tus dedos inquietos
abrazando y buscando
hallando y gozando,
miro las paredes una por una
entornando mis ojos a cada beso tuyo
a cada palmo de piel conquistado,
a cada gemido emitido…
Esas paredes blancas
Infectan mi alma mi alma
pecadora de una noche
de perfumes y deseos,
de abrazos prolongados,
de prisas por tenerte y entregarme
de sentirte vivo en mis entrañas….
!Ay amor!
¡Que locura!
En esos surcos prohibidos
en ese caudal ardiente que espera
impaciente
pidiendo a gritos tus manos…
En esos pechos palpitantes
que encierran la tentación pagana.
En ese vientre dorado
en ese versátil pubis entregado...
Que espera un placer inmediato…!mi bien amado!
Me abandono por completo
y me dejo, me dejo, me dejo…..
Hasta culminar el acto
en un orgasmo de éxtasis y de amor
máximo.
Los cinco sentidos de PEDRO CASAMAYOR RIVAS (Guadix)
Esta mañana mis caricias no te pidieron permiso,
cerré los ojos y hallé el maná de fuego
que sólo
brota del epicentro de tu vientre.
Allí descubrí un mirador hacia los
acantilados del norte y sus fiordos
junto con el aire que agita las dunas de Bolonia.
Mi escucha se bebió las palabras
mientras un universo de murmullos
se instaló entre tu cuello y los hombros.
Lo confieso, me recreé entre mis cinco sentidos,
Eros tensó su arco y un mar de aromas de besos
inundó cada centímetro de nuestro cuerpo
que empezó a buscar a mordiscos
la complicidad de la carne y el deseo.
Espiral de CECILIA ORTIZ (Argentina)
Tu cuerpo
magia de amor en altura
vuelo de felino en salto
a la luna
a salvo de la envidia
tus besos dorados
artífices
(sin bozal)
buscan por mi cuerpo
estallan
desnudando el hábito
de la sangre.
Quiero de ALICIA MARÍA EXÓSITO (Guadix)
Quiero purificar
mis manos con tu cuerpo.
Colgada de tus labios
arroparme en tu boca.
Buscar, al fin, descanso
en el tibio recinto
de tus ojos lejanos.
El misterio del día
colma la brisa
destilada en tu vientre
y llega
plena de gratitud,
dispuesta a combatir
toda esta soledad envenenada.
Quizá
el blanco amanecer
de tu cintura
pueda quebrar
mi angustia de planicie,
llanura inmensa,
tan solo quebrantada
por altísimas cumbres
de piedra entristecida.
En esta encrucijada de destierro
me entregaré al camino
que me tiende tu piel
en la distancia.
Quiero santificar
mi duelo en tu silencio,
y en el lugar
donde murió tu sombra
desbaratar tu ausencia
para hacer sucumbir
este sufrir temprano.
La catedral de CUSTODIO TEJADA (Guadix)
Atravesé el pórtico de la fe
envuelto en un haz de luz
para adentrarme con respeto
en las naves embovedadas
de una catedral hecha carne de cielo,
para entrar en una piel suave y mística
como la seda.
Ventanas vidriadas de mil colores
iluminaron mis pies descalzos
para que paso a paso derramándome
todo mi ser entero
se adentrara en tu espesura.
Sin desfallecer mi alma encendió una vela
y fue rezando piadosamente
en cada una de tus capillas.
Genuflexión tras genuflexión,
fueron postrándose mis labios
sobre el altar de tus hombros,
de tus senos, de tu ombligo…
hasta llegar incólume
al ábside redentor de tu cadera
donde encontré bajo palio
(como cordero que sacia la sed
y quita el pecado)
el santuario del éxtasis
y el coro angelical de la locura:
la Capilla Sixtina de nuestra pasión,
la divina custodia.
Después cantó la escolanía
y todas las cúpulas de tu cuerpo
se volvieron escamas de sirena,
sagrario de mis caricias
y consuelo de mi arrebato.
Una bandada de manos desbocadas
voltearon como campanas al aire
en lo más alto de la torre.
Y al final de todas las súplicas,
venció el silencio de los dioses
mientras nuestras reliquias yacían
otra vez dispuestas
para el combate eucarístico del amor,
cuidadosamente esparcidas
como si fueran carne de paraíso
o piedra misma de catedral.
Búscame de INMA J. FERRERO
Búscame…
mi boca te espera.
Róbame un beso…
El deseo en los labios.
No tengas prisa,
el tiempo se ha dormido,
todo esta en silencio
siguiendo tus manos.
Desordena
la flor
que trémula
despiertas en mi cuerpo..
Despacio…
Salvajemente…
Es tanto el fuego…
Enrédame
en tu besos,
en el perfil
que describes,
vuélveme loca
a la espera de tu tacto.
Desgarra
palmo
a palmo mi piel
con el susurro
de tu lengua…
Sumérgete
en el placer húmedo
que grita
al presentirte.
Cierra los ojos…
mi universo
es tuyo.
Un abrazo de DORA HERNÁNDEZ MONTALBÁN (Guadix)
Un abrazo es una onda corporal,
una ceremonia secreta que el cuerpo manifiesta,
luego, el amor ha de estar compuesto
de geometrías variables que mueven el espíritu.
Pubis-art de MARÍA PIZARRO (Conquista-Córdoba)
La espesura del monte adolescente
pasó a ser la delicia de los labios
con un martini,
hasta llegar al integral de las barbis
-ya divorciada-
Descendiendo el láser o la cera caliente,
como de un volcán derramada,
por tus ingles brasileñas.
Y así, ya sin una cana,
contaste a tus amigas el placer
que proporciona el sexo oral
Sin pelitos en la lengua.
Un día será una mariposa
o un corazón y una flecha
con que
indiques la dirección del cristal swarovski
de tu clítoris.
Sólo fue sexo de ESNEYDER ÁLVAREZ (Medellín-Colombia).
Solo fue sexo
No te amaba,
No te deseaba,
Ni mucho menos tenerlo contigo me esperaba.
La soledad en mi vida acechaba,
Las hormonas a mi mente dominaban,
El alcohol tu belleza oculta me mostraba,
Poco a poco mis labios con los tuyos se juntaban,
En una habitación sin querer el destino nos
acomodaba,
Los cuerpos sin espera se desnudaban.
La efervescencia a nuestra sangre llegaba,
Nuestros sexos sin evitarlo se acercaban,
Las llamas de la pasión nuestros cuerpos como
carbón utilizaban.
Llega la mañana,
Nuestros cuerpos entrelazados se encontraban,
El sudor nuestras sabanas mojadas nos acobijaban,
Y el recuerdo de esa noche de solo sexo en nuestras
mentes eternamente se guardaba.
Muero porque muero de PACO AYALA
MICRORRELATOS:
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Comí chocolate de CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN (Guadix)
Esta tarde
comí chocolate, ese dulce mágico que se funde en el paladar y se desliza por la
lengua hasta asomarse al borde de los labios. Comí chocolate e imaginé tus
caricias con glotonería. Allí parada, veía mi imagen insinuarse en los cristales
del escaparate, en la pastelería. Transportada de deseo, las golosinas se
sonrojaban cómplices de mis fantasías. Saboreaba su textura suave, su ligero
picor transformarse en dulzor insolente y delicioso. Sentía el placer ascender
desde el vientre a la punta de los senos. Estabas allí, lo supe cuando abrí los
ojos y vi mi sonrisa reflejada, saciada imaginariamente de tus besos.
Rojo intenso de CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN (Guadix)
Ocurría tras la siesta, cuando la canícula se derramaba
en la tarde, adormeciendo los cuerpos como el opio más puro. Entraba como la
brisa, acariciándolas con la intimidad de la mano del amante.
La casa siempre en silencio,
un silencio apenas roto por el crujido de algún mueble. Caminaba despacio,
sintiendo que el deseo se precipitaba sin remedio. Espiarlas cada tarde, se
había convertido en un ritual secreto que ponía en alerta todos sus sentidos. Su
cuerpo entero, como un animal al acecho, esperaba el momento oportuno sin
emitir el gemido de placer que ya se anticipaba, al presentir la succión
enloquecedora que lo transportaría.
Él se desnudaba sin prisa y se acomodaba tras ellas
saboreando su contorno, desde al límite de su espalda hasta la nuca. En ese
momento tenía la certeza de que el placer quemaba, que su cuerpo era fuego y
ellas apenas unas briznas de heno seco presto a arder. Su boca buscaba la
profundidad de la espiral que lo engulliría como una hoguera. Tras el mordisco,
la luz se tornaba rojo intenso y el lecho era un navío navegando en un
mar de llamas.
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Recorrido por mi espalda de INMACULADA JIMÉNEZ GAMERO
Recorría
mi espalda con una sensual templanza, seductoras caricias conteniendo el deseo
en un controlado desenfreno. Minúsculos roces repitiéndose, en ausencia del
espacio tiempo. No parecía simplemente ese órgano llamado piel, de las manos de
cualquier ser común. Se mecía sobre mí, llevándome hasta el vuelo más
reconfortante. Parecían plumas, podían
ser telas moviéndose al viento, o un aliento de océano fresco. Todo unido, en
una gratificante y excitante sensación que me estremecía.
Mientras
permanecía desnuda sobre aquellas sábanas blancas, que olían a menta y a
hierbas aromáticas, una música a piano, muy lejana, como llegada de otro mundo,
parecía entonar y acompañar aquel momento tan placentero. Días cálidos, arenas blancas y brisa de mar, sobre nuestros
cuerpos de amor recién estrenado. Pasión desabrochándose en cada momento en que
éramos conscientes de que el deseo se bebía nuestra existencia.
Éramos
títeres movidos por el destino más complaciente, dejándonos llevar por todo lo
que da de sí el placer. Éramos barcos sobre
las aguas de aquella exaltación que dejó sellado nuestro encuentro.
…………………………………………..
El
silencio solo era suspendido por el vaivén de las olas, acercándose y
retirándose de la orilla. Yo miraba las
infinitas luces que a lo lejos parecían parpadear, y que se reflejaban en el
agua. Me sentía libre, distinta, otra mujer en el país de las mil y una noches.
Sin
esperarlo, apareció entre tendederos cargados de fulares de colores vivos, los
retiró para hacerse paso con la lentitud y el sigilo conspirando contra mis
pupilas. Caminó despacio, con la actitud del gato que no quiere equivocarse en
la precisión de su equilibrio, autosuficiente, sabiéndose deseado.
Fue eterno su recorrido, eterno su rostro felino
y sus ojos brillantes clavados sobre mí. Aquella media sonrisa tan provocadora
como tierna, en la cámara lenta de mi retina.
Aquella
camisa negra abandonada sobre su cuerpo, moviéndose al compás de un hombre
misterioso de piel bronceada, ojos verdes y mirada transparente.
Su pelo
azabache deshilvanado sobre sus hombros, brillaba con el reflejo de una luna
que decoraba la escena de nuestro encuentro.
El susurro
de sus labios invitándome a callar, avivó la seducción que él estaba dispuesto
alcanzar… El ritmo del deseo se fue elevando, la noche con su reflejo cobalto
se inflamó de avidez. Mis latidos y los suyos formaron un solo
latido, el deseo fue una llama inflamada que se convirtió en urgente cuanto sus
brazos rodearon mi cuerpo.
Apretó
mis mejillas con sus manos para morder y besar mis labios, sorbiéndome el
aliento, alternando la entrega con el desenfreno. Sus besos eran un ritual de magia y entrega.
Cientos
de mariposas me elevaron a un estado inmaterial.
Mientras
me exigía silencio, susurrándome, desabrochaba los botones de mi vestido,
apuntalando sus dedos sobre mi espalda.
Mi
blanca indumentaria de hilo, resbaló descendiendo hasta el suelo. Él hizo un
amago como queriendo evitar que cayese, y se detuvo en mis pechos erizados,
para seguir recorriéndome hasta las ingles.
Me
abandoné en un viaje sideral sin nave, buscando las cómplices estrellas con una
súplica interna o instancia suprema, para que aquello no terminase nunca.
Sólo
faltaba que nuestros cuerpos se convirtieran en uno, para seguir cabalgando por
el deleite más antiguo, que su masculino
miembro sembrara el más íntimo recodo de mi femenina licencia, y que nuestras
pieles respondieran con la inmensidad del cosmos, para clamar mi deseo
atrayéndole mucho más hacía mí, suplicándole que nunca faltase su presencia
varonil dentro de mí.
Habíamos
nacido para gozar, para convertir el deleite en la complacencia del universo, en el que estábamos integrados,
participando de un todo.
……………………………
Nada
más parecido a la gloria. Yo seguía con aquella plácida somnolencia,
resistiéndome a abandonar aquel estado de ingravidez existencial, y aquel recorrido
dibujándose una y mil veces en mi espalda parecía querer decirme, que existía
el séptimo cielo.
Vagamente
escuchaba el tintineo de platos y cubiertos sobre la mesa.
Sus
manos continuaron dibujando palabras en mi espalda y su boca se acercó musitando
canciones, intentando que despertase después de la noche de amor que me había
ofrecido.
El sol
entraba con todo su dulzor hasta la cama, las gasas envolventes, se mecían
movidas por la brisa caliente del desierto.
Retocé
mi cuerpo, encarándome al suyo, vi sus ojos minerales atravesando los míos y
volvimos a caer en la erosión del tacto sin medida.
El
desayuno nos esperó, cargado de vitaminas de frutas rojas y de delicias dulces
del mediterráneo.
Lo
íbamos a necesitar después de volver a enaltecer, con los cinco sentidos, el
acto del amor y del placer.
Made in Japan de F. JAVIER FRANCO (Guadix)
Estoy volando hacia
Tokio, hay algo de irresistible en el viaje, irremediable más bien.
Cuando llegue no va importar el jet lag porque mi mente ya está allí,
ahora sólo queda arrastrarme el resto, mi cuerpo. Sí, realmente es jet lag lo
que ahora mismo siento, voy desacompasado con mis sentidos, las yemas de mis
dedos ya están palpando los senos de Hatsumi, mi lengua, mis labios sienten el
sabor de sus pezones, mi piel se impregna con el sudor de su suave piel, el
olor a vida de su vulva se instalado dentro de mis pituitarias, y todo yo tengo
que simular, que evitar tiritones, espasmos de placer por no resultar un
espectáculo indecoroso para los ancianos nipones que comparten mi fila de
asientos.
Conocí a Hatsumi en la Peña Flamenca El
Taranto. La verdad es que, a primera vista, no parece apreciarse el porqué de
esa atracción entre los japoneses y el flamenco; ellos, que parecen fríos,
calculadores, casi maquinales, y él, que es pura energía, improvisación,
imprevisión, la exteriorización de las vísceras, pero nada más lejano: Hatsumi
era pasión, pasión sin tapujos, sin los corsés que a veces nos autoapretamos
los occidentales, y más si hemos sido criados en una atmósfera de férreo
judeo-cristianismo. Nos presentó José El Tijeras, un guitarrista espléndido,
apodado así por la forma de sus dedos y por la forma en que sus dedos parecían
sesgar las cuerdas de la guitarra, ella estaba en España precisamente por el
flamenco, había estudiado el flamenco en Tokio –curioso– y ahora quería
experimentarlo en primera persona en su propia matriz. El Tijeras me guiñó el
ojo cuando me la presentó, lo que interpreté como que era una presa asequible para mí.
Hablamos casi toda la noche, empezamos por
el tópico ¿qué hace una chica como tú en un sitio como
éste? y terminamos la conversación en el apartamento que tenía alquilado
con vistas a la alcazaba. En realidad, creo que desde entonces la conversación
no ha acabado, sigue y sigue con otro lenguaje, un esperanto de sensaciones que
nunca se agotan, un diccionario que cada vez descubre nuevas palabras, nuevos
placeres.
Al principio fue,
¿por qué obviarlo?, la atracción de lo exótico, de aquella piel tan clara, tan
suave, tan dulce, por la que los dedos se deslizaban como si acariciaran una
nube, de aquellos ojos rasgados insertos en un rostro redondeado y perfecto,
pero luego fue toda ella: sus pechos, su pubis, sus caderas, su lengua, sus
pies, su culo… Toda ella: sus movimientos, sus jadeos, sus gritos, sus
mordiscos, sus suspiros entrecortados, sus secreciones salivares sobre cada
rincón de mi cuerpo… Luego yo ya no era yo, luego yo ya era ella, y ¿ella era
yo? De eso estaba convencido, aunque siempre mantenía mis reservas.
Hemos aterrizado, he bajado del avión con
un dolor intenso en los testículos, desacostumbrados ya a tanta contención. He
cruzado el aeropuerto. Ella no estaba, tampoco dijo que vendría a buscarme,
pero si ella fuera yo habría venido sin duda, pero no estaba. Tomé un taxi en
dirección a su casa. Ella había regresado a Japón hacía un par de semanas, yo
no pude viajar con ella porque aún me quedaban compromisos laborales por
ultimar: unas entrevistas por hacer y redactar y algún artículo por corregir.
Era la primera vez que visitaba el Imperio del Sol Naciente, que para mí sin
equívocos iba a ser el “imperio de los sentidos”.
El taxi me dejó
ante el portal de un inmenso rascacielos, ¡yo qué sé cuántas plantas!, y parado
ante el panel de botones del interfono, me puse a buscar el que correspondía al
apartamento de Hatsumi, era como bucear en una sopa de letras hasta que al rato
lo hallé, presioné el botón y nada, volví a hacerlo y tampoco, y así una y otra
vez. Ahora sudaba copiosamente, pero nada que ver con efluvios de corte
erótico, de los pinchazos testiculares había pasado a la desesperación: ¡qué
significaba aquella broma de mal gusto! Le llamé al móvil que respondió con
señal de desconexión. Al final me senté en el bordillo del edificio decidido a
esperar.
¿Cuántas horas llevaba allí? No sé, era
noche cerrada cuando un policía me llamó la atención, hablamos en inglés, me
dijo que no podía permanecer allí en la puerta, que incomodaba al vecindario,
que aquello no era Europa y que me fuese a un hotel. Le dije que sí, que lo
haría, pero le pedí el favor de que intermediara por mí con los vecinos del
rellano de Hatsumi por si sabían algo de ella. Él repetía que no era su
función, pero ante mi insistencia, y dejando bien claro que como una excepción,
se decidió a hacerlo. Todos decían que estaba en el extranjero, que allí no
había regresado. ¡Joder! ¡Si yo mismo la dejé en la T4! “Váyase a un hotel”, me
repitió el policía con una leve sonrisa maliciosa y así lo hice.
La habitación era un cubículo perfectamente
cuadrado, muy funcional, pero sin ninguna gracia. Me duché y desnudo me tumbé
sobre la cama y encendí el televisor, fui pasando los canales y no pude evitar
detener el aparato en un canal pornográfico… ¡Era Hatsumi! Mi Hatsumi, la que
ofrecía su cuerpo en la pantalla, la que dejaba que otras manos la palparan por
todos sitios, que otros penes le traspasaran todos sus orificios mientras gemía
por un placer que se mostraba inusitado… El antaño dolor testicular se me
trasvasó a la cabeza: ¡Hatsumi, una porno star! La que yo creí encarnación de
la dulzura, aunque desinhibida, la que creí que era yo, que podía ser yo, que
podíamos ser uno. Seguí viendo el programa y comprendí sus estudios
flamencólogos cuando en un tablao de corcho pan levantaba su falda de volantes
y exhibía su sexo sin depilar –aquél que tanto estaba añorando– a un cantaor de
ojos rasgados, luego se formaba la zambra, y el guitarrista y el palmero, todos
a una, se zambullían en ella, que terminaba deleitándose con una degustación de
esperma.
Yo que, a pesar de todo, creí sentirme
único… Que sí, que era apasionada y evidenciaba no tener tapujos en acostarse
con quien le gustara, joder, eso es normal, al menos yo mismo intento
practicarlo, pero lo que tenía conmigo era especial, ya éramos pareja. El sexo
era muy importante, imprescindible, una atracción irresistible, pero había algo
más, mucho más, y ahora todo me devenía como una farsa, como un engaño. Había
sacrificado mi antigua familia por ella y para ella y ahora me encontraba solo,
en una habitación de hotel, ante una pantalla en la que mi vida, porque
ella ya era mi vida, estaba expuesta a la lujuria de a quien le apeteciese
conectar. No pude evitarlo y me masturbé, porque desde antes de tomar el avión
ya la sentía y ahora la veía, la veía y me veía en medio de la jauría de manos,
humores y sexos, y seguía sintiendo, sintiéndola cada vez más, sintiéndola cada
vez más yo, más, más, más… hasta el último estertor de placer, que luego, casi
al instante, me llevó a las lágrimas.
Me vestí, bajé al vestíbulo, tras una
conversación de acercamiento y disimulo, pregunté al joven de recepción sobre
el canal porno y aquella actriz que parecía especializada en entornos
flamencos. Sonrió, sí, sonrió con la misma sonrisa maliciosa que el policía, y
me contestó “¿Hatsumi? ¡Oh, no! ¡Tsunami Sekushi! Es la más famosa porno star
de Japón. Está rodando con un español, sí, Macho Pedal, en Barcelona. Para los
que nos gusta el porno es toda una leyenda, nuestra Jenna Jameson. No lo niego,
soy un buen aficionado”. ¿Barcelona? Yo la dejé en la T4 con destino a Japón y
quedamos en que aquí nos veríamos. Había hablado telefónica y eróticamente casi
a diario con ella, claro que de móvil a móvil no es perceptible donde se
encuentra el receptor. Volví a mi habitación, me emborraché gracias al minibar,
me acosté y dormí profundamente hasta que al día siguiente una llamada a la
puerta me despertó. Era un botones con aspecto de padecer ictericia crónica que
me entregó un sobre de esos para paquete, de los que el papel recubre una bolsa
de plástico con bolitas hueras. Lo abrí y contenía un DVD con un título en
caracteres nipones, aunque en la carátula aparecía Hatsumi, mi Hatsumi, con
pose y rictus lujuriosos.
Saqué mi portátil de la funda, lo encendí e
introduje el disco en la bandejita lateral. Cuando le di al play, comenzaron
las secuencias de imágenes. Se veía Almería, las cuevas de La Hoya, La Chanca,
la alcazaba, el mar, luego ella desnuda asomada a una ventana, después el
interior del habitáculo y, tras ello, ¡yo! Yo desnudo, exhibiendo mi pene
erecto al mundo, mientras ella se me iba acercando, me acariciaba, lo
acariciaba… En fin, todo lo demás. Sí, lo demás. Una pasión, una
atracción real, nada de fingimientos ni intereses creados, reconvertida en un
producto comercial e insensible. ¿Lo sabría El Tijeras? ¿Por eso me guiñó?
Había más coprotagonistas en el filme: gitanos y payos, cantaores, hasta un
lésbico con una bailaora aceitunada… Volví a introducir el DVD en su funda y,
al cerrarla, en la contraportada observé en un rincón la leyenda Made in Japan. Y no sé por qué
sonreí.
La hija de Molinari de EDUARDO MORENO ALARCÓN (Albacete)
El suave relumbre de la luz matinal
brilla en el jardín, y los haces solares atraviesan la cúpula traslúcida del vasto
invernadero. Una multitud inmóvil, apenas rumorosa, se apiña en los espacios
del recinto acristalado: criaturas sometidas por el yugo del instinto, esclavas
de su extraña y aberrante condición, seres que acogen con monótona indolencia el
tacto de los rayos, la nueva y sempiterna amanecida. Ciclo repetido día tras
día con lenta cadencia de aguardo pasivo —salvo un leve movimiento
imperceptible—, de incertidumbre, de oscura tortura larvada en la consciencia del
horror que late bajo el manto de frondosas hojas verdes.
Afuera, el mundo sigue girando, rítmico,
compacto, imperturbable. El mismo mundo que, aunque constreñido, percibo ahora más
vívido que nunca, con ojos diferentes, con oídos acendrados. El otro, el que
fuera mi universo en el pasado, sólo es una triste remembranza detenida en un
periodo de mi vida —el más feliz, sin duda—, el tiempo que pasé junto a
Leonora, las horas que gozamos mutuamente de una entrega arrebatada y sin reservas.
Grabada a fuego en mi memoria, tan
intacta como entonces, atesoro la huella de su piel desnuda y tersa, su busto
turgente, su boca húmeda y carnosa, su lengua ávida siempre exploradora, su penetrante
olor a azahar, el vello negro de su sexo, incitante, aquel moverse agitado,
entre jadeos, su acrobática figura balanceándose en la cama, el pelo desordenado,
sus ojos brillantes ardiendo en la codicia de mis brazos.
Tardes enteras dimos rienda suelta a juegos
amorosos que yo, en mi sonrojante bisoñez, desconocía, y que practicamos sin
vergüenza ni tapujos, sin censuras morales, dejándonos llevar sencillamente, inflamados
por la fuerza arrolladora del deseo, sumidos en un voluptuoso orgasmo de lúbrico
placer.
Otros recuerdos, sin embargo, acuden a mí
desde una lejanía brumosa de ensueño opalescente: como la tarde en que, tras
salir de una curva pronunciada (una de las muchas que serpean a lo largo del
sureste siciliano), emergió en el horizonte, ocupando una formidable colina
entre las Cavas de San Leonardo y Santa Domenica, la majestuosa ciudad de Ragusa,
joya del barroco italiano. El sol de junio incendiando la peña, las casas
apiñadas en la loma caliza como piezas de un lienzo cubista, las torres y las cúpulas
recortándose sobre un cielo brillante y estival.
Me veo a mí mismo aparcando en un llano
asfaltado, a las faldas del otero y su monumental conjunto artístico. Vagabundeando
por calles empinadas y rincones pintorescos, con ese peculiar aire caduco de
fachadas desconchadas, admirándome ante la plétora de iglesias y el pórtico
catedralicio de San Giovanni,
atravesando el Puente de los Capuchinos, a los pies de la ciudad, oculto ya el
sol. Mas, por encima de estas visiones, vuelve a mi memoria aquel primer
encuentro con Leonora en los jardines del Palazzo
Vecchio, lugar que escogí para alojarme, embelesado por sus
magníficas vistas y su encanto de abolengo decadente.
Una vez oí decir que el amor no necesita palabras,
pues tiene su propio lenguaje; el leguaje de los besos, las miradas, las
caricias. Mi torpe italiano no fue obstáculo para sincerarme como nunca antes
lo había hecho con nadie. En menos de una hora, la joven ragusani conquistó mi corazón.
Confieso que, desde el principio, advertí
en ella una esencia diferente a la de cualquier otra mujer. Era como si
estuviera hecha de un material orgánico distinto, dotada de unos atributos
ancestrales no del todo humanos. Su piel aceitunada emanaba una frescura silvestre,
un selvático perfume a floresta —miscelánea deliciosa entre romero, jazmín y
azahar—. El sabor de sus besos (mis labios glotones recorriendo los contornos
de su boca) tenía un leve matiz a corteza arbustiva, la vaga sugerencia de
algún fruto prohibido y tentador. Bucear en los arcanos de su sexo era como adentrarse
en la espesura de un bosque relicto, arcaico, no mancillado por la huella
bárbara del Hombre.
No obstante mi dicha, aquellos encuentros
hubieron de mantenerse en secreto, ocultos a los ojos de don Claudio Molinari,
el padre de Leonora. Así, los muros del Palazzo
Vecchio y la discreta complicidad de Constanza —anciana de noble alcurnia obligada
por tristes avatares, ya en el ocaso de su vida, a alquilar varias estancias de
la suntuosa residencia— sirvieron de refugio a la pasión que día y noche
consumía nuestras almas y que, cual amantes de la célebre tragedia
shakesperiana, nos veíamos obligados a encubrir.
Leonora, hija única, cuya madre no llegó jamás
a conocer —al parecer murió en el parto— sentía un miedo irracional y
exacerbado hacia su progenitor. Al referirse a él, bajaba siempre la voz,
acentuando con ello mi difusa impresión de misterio, recelando siempre, como si
temiera ser descubierta y castigada con insólita fiereza. Yo trataba de rebajar
en lo posible aquel temor pintado en su mirada, hacerle comprender lo absurdo y
engañoso de su miedo. Pero ella negaba en silencio y rompía a sollozar con
lágrimas de marcado color ámbar.
Me vi arrastrado por una suerte de locura
vehemente. Mi trabajo, mi familia, el regreso a mi patria, todo lo abandoné por
seguir junto ella.
Mi estancia en la colina se alargaba y
mis ahorros poco a poco se esfumaban. Al fin, impelido por el ciego brío del
amante, le propuse un plan de fuga, empezar una vida en común lejos y dejar atrás
Ragusa. Pero esta idea provocó en ella una crisis de terror que me dejó
estupefacto y abatido.
Mi situación —nuestra situación— se
tornaba desesperada. Una noche especialmente calurosa, harto de dar vueltas en
la cama, decidí echarme a la calle y deambular por los angostos recovecos de la
urbe. De pronto me vi en el interior de una taberna preñada de humo y fuerte
olor a vino. Un viejo circunspecto se acercó hasta mi mesa, pidió una botella
de Nero D’Avola y, sin pedir permiso,
tomo asiento frente a mí. «Sei tu il
spagnolo, no?», preguntó con timbre mitad ronco, mitad grave.
Excitado como estaba, accedí a su
generosa invitación. A la turbia luz del vino siciliano, Bruno Periotto —con
ese nombre se presentó aquel hombre— me hizo una inquietante confesión. Me
habló (entreverando italiano y español) de su pasado en Roma como adjunto de
Molinari en la Facultad de Biología. Describió al padre de Leonora como un botánico
erudito, el cual, con sólo veintidós años, obtuvo una plaza de investigador en La Sapienza, referencia intelectual en
toda Europa. Azuzado por la embriaguez, Periotto mencionó ciertos ensayos que
ambos realizaron en su día, oscuras tentativas efectuadas con plantas
sustraídas de lugares remotos. Por último, detalló su renuncia al proyecto ante
la insania paulatina de Molinari y su intención de acometer algunas pruebas de
todo punto inadmisibles. Aquello, me dijo con un rictus de velada repugnancia,
le costó la expulsión del cargo al que fuera su mentor. «No volví a ver a
Claudio hasta que hace unos años regresó a Ragusa, su ciudad natal, acompañado
de una joven que presentó en sociedad como su hija.»
Don Bruno quiso retenerme, disuadirme de
mi empeño idiota y alocado, pero infelizmente yo se lo impedí de malos modos.
La estupidez de la borrachera, en el
convencimiento de lograr el favor de Molinari, me condujo hasta su casa. Casa
que bien conocía, aunque siempre la evitara en cumplimiento de la promesa que
hice a Leonora. Me comporté como un imbécil, y bien caro pagué mi atrevimiento…
Las luces se prendieron en la estancia.
Molinari en persona salió a abrir la sobria puerta. Ciertamente aquel anciano
ofrecía una imagen depravada y repulsiva. Me sonrió con encías en las que
faltaban varios dientes. Me invitó a pasar con aparente afabilidad, pese a lo
avanzado de la hora. Yo, lastrado por la bruma del alcohol y mi torpeza, traté
de disculparme como pude. Al fin crucé el lóbrego zaguán. Mi anfitrión me
condujo hasta un patio enorme de tierra con huerto y un gran invernadero. Y
sólo entonces, al escuchar los gritos de Leonora y atisbar la atrocidad que germinaba
en el recinto acristalado, comprendí…
Como Leonora, me he convertido en un híbrido
extravío de las leyes naturales, un engendro vegetal ligado indisolublemente a
la tierra, a esta tierra negra que ahora es mi sustento y mi prisión. Carezco
ya de piernas: mi tronco se aposenta en un lecho de gusanos y nutrientes
naturales. Ella, mi amor, corrió la misma suerte: encadenada al suelo bajo una
apariencia de cítrico, el viejo monstruo la plantó en otro extremo de esta
cárcel luminosa. Cada mañana extiendo los tallos y despliego mis hojas para que
éstas capten la mayor cantidad de luz solar y consumar la fotosíntesis cuanto
antes. Un ciego propósito me incita y me sostiene: lograr que mis raíces lleguen
algún día a encontrar las de Leonora. Tengo cientos de años por delante.
Para Marién, mi luz, mi savia
y mi sustento.
Después de... de ÁLVARO IRANZO
Desnuda, cruza despacio y de
puntillas la casa. Oigo sus pisadas sordas retumbando en el parquet. Entra en
la cocina, abre el frigorífico y se sirve un poco de agua. Ha quedado flotando
en el ambiente su olor, un olor a paz, a deseo. Supongo que la felicidad tiene
que oler así. Desde la cama puedo ver su sombra en el pasillo. Hay poca luz,
pero la suficiente como para poder intuir su perfil contra la pared. Sus
pechos, pequeños y perfectos, altivos e irreverentes, me hipnotizan y pienso,
mientras miro su sombra, que aquí me gustaría ver a Newton para que me
explicara cómo es posible que desafíen de esa forma tan descarada la fuerza de
la gravedad.
Yo mientras me enciendo un cigarro.
La boca aún me sabe a ella. Su sexo es ambrosía, cálido maná terrenal. Como una
Magdalena pudorosa y recatada, me dio de beber por sediento y de comer por
hambriento. Sigo sudando y mi respiración comienza a normalizarse. Las sábanas
están revueltas, derrumbadas al pie de la cama como un árbol talado. Dan buena
cuenta de esta guerra sin cuartel, ni trincheras, porque ella es una despiadada
guerrera del arcoíris y a mí me gusta dejarme vencer.
Entra en el servicio. Estoy seguro
de que ahora se mirará en el espejo y se recogerá el pelo. De vuelta al
dormitorio, el gato se enreda entre sus piernas y ella lo acaricia. Desde el
umbral de la puerta me mira y sus ojos negros, como dos sicarios de las
sombras, se clavan en mi alma como queriéndome traspasar. Mira en mi interior,
como solamente puede mirar una mujer, y a pesar de ver todas mis flaquezas, mis
errores pasados, mis miserias, se tumba a mi lado y me abraza. Me besa en el
pecho y se aprieta contra mí, como queriendo encajarse. El sueño la vence y
noto como se va quedando dormida.
Yo tengo la vista clavada en el techo.
Me abriga con su calidez y así, velando su sueño, viéndola tan frágil y
pequeña, pienso que ya podría reventar el mundo. Que me da igual la izquierda y
la derecha, la crisis, el paro, el IPC o la madre que lo parió. Nada va a cambiar cuando amanezca. Ahí afuera
seguirán silbando las bombas y los despertadores y habrá que sobrevivir. Pero
en mi cama duerme abrazada a mí una mujer que ha depositado su sueño en mis
brazos. Así que, si en este preciso momento nos fuéramos todos a tomar por
culo, juro por mi Dios de ateo que no me iba a importar un carajo.
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FOTOS
Autorretratos de IRINA HENSCHEL (Guadix)
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OUR SICK STORY |
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YOU ECLIPSED BY ME
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DIBUJOS
Erotic de MARÍA FERNÁNDEZ MONTALBÁN "Yedralina" (Madrid)
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CERÁMICA
Peces teta de JAVIER MARCOS "Socram" (Guadix)
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Pez teta Caracolillo |
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Pez teta Tierno |
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Pez teta Magdalena |
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Pez teta Perchero |
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Pez teta Ubre |
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Pez teta X |
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PINTURA
Las flores del mal de PAUL REY (Lavaur-Francia)
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ARTESANÍA
A fuego lento de MARI CARMEN GARCÍA DE LOS REYES (Guadix)
Lo invité a cenar..
Me apetecía cenar...me apetecía mucho su presencia...
No tardé en preparar todos los ingredientes..
No podía faltar nada.
Fuí poco a poco..mezclando,cortando.aderezando..
En la preparación ya se intuía como resultaría todo..
Mis utensilios, aunque con muchos años, me garantizaban un buen resultado...
Y poco a poco, con mucho mimo, fuí añadiendo los últimos ingredientes.
Y a todo esto, habia una corte de duendecillos con coleta que me contaban historias pasadas...
y un dios mitológico, bañado en oro, me susurraba al oido: " chucuchu, chucuchu, chucuchu..."
Y todo se fue ligando..
Llegaba la hora y fuí poniendo los ultimos retoques..
Llamó a la puerta justo cuando acabé de coser el delantal...
No hizo falta que me lo pusiera...
Me dijo que me cocinaba él...y me cocinó lento..a fuego muy lento