jueves, 15 de agosto de 2013

ABSOLEM (Revista Electrónica) Núm. 3, 15 de Agosto de 2013: "Fantasía y Misterio"



Revista ABSOLEM, editada en Guadix (GRANADA) por la Asociación para la Promoción de la Cultura y el Arte "La Oruga Azul", 
laorugazul2013@gmail.com
ISSN 2340-8634


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SUMARIO


Ilustración de la Portada JORGE PASTOR SÁNCHEZ (Guadix).


ARTÍCULOS:


Un vistado a la literatura fantástica Española de EDUARDO MORENO ALARCÓN (Albacete).

Ya no hay rosas para Poe de LEANDRO GARCÍA CASANOVA (Granada).

CUENTOS:


El hilo del tiempo o el coleccionista de botellas vacías de DORA HERNÁNDEZ MONTALBÁN (Guadix).

Un día turbio de CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN (Guadix).

Amnesia de CARMEN MEMBRILLA OLEA (Guadix).

La expedición / El amuleto sagrado / El guardián de NURIA ESPINOSA (con fotografía de NURIA ESPINOSA (Junior)) (Barcelona).

Columbario de PEDRO PASTOR SÁNCHEZ (Albacete).

Entre sombras de SUSANA NÁSERA

Atrapado en la oscuridad de ALEXISVEDDER VILLAESCUSA (Barcelona).

El húsar y la muerte de FRANCISCO JAVIER FRANCO (Guadix).

POEMAS:


La noche se detiene de ALICIA EXPÓSITO (Guadix).

¿Dónde Estoy? de ANTONIA PILAR VILLAESCUSA RIUS (Barcelona).

En esta noche mágica de TERESA TORRES (Málaga).

Estoy vivo de ESNEYDER ÁLVAREZ (Medellín-Colombia)


FOTOGRAFÍA: 


Lo que esconde el tiempo de NURIA HERNÁNDEZ LORENTE (Granada).

Sueños Grises de JOSÉ MANUEL GARCÍA POYATOS (Guadix).


ILUSTRACIONES:

Dibujos de JUANFRAN CABRERA (La herradura- Granada).


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ARTÍULOS





Un vistazo a la literatura fantástica española de EDUARDO MORENO ALARCÓN.


Con frecuencia se ha creído —y, mucho me temo, se tiende a creer— que la literatura fantástica española es poco menos que una simple anécdota, acaso un simpático y liviano pasatiempo, minúsculo arrecife en el vasto océano de nuestras letras. Género de géneros tantas veces arrinconado, visto a veces con desdén —subgénero literario más propio de otras latitudes, gestado cual conjuro de queimada en una remota, aislada, región peninsular (frío, lluvia y abrupta orografía se alían para que surja este anómalo fenómeno)—; tal vez, como señala Alejo Martínez en su espléndida y reveladora Antología española de  literatura fantástica (Valdemar, 1996), esta «escasa» producción se deba al hecho de que «el español, más que de inventar historias, ha tenido necesidad de vivirlas».Y es que el peso inveterado del Realismo, cual ejército invasor sobre un humilde territorio, parece haber derruido todo atisbo relevante de creaciones fantasiosas en España a lo largo de los años y, por ende, de los siglos. Huelga reseñar que el contexto socio-económico-político (el suelo patrio en permanente desavenencia, revuelo y, en tantísimos casos, escasez) nunca ha ayudado en demasía; no en vano, culturalmente aún arrastramos un luctuoso subdesarrollo con respecto a otras naciones del entorno europeo.

Por otra parte, también es posible que la ausencia de una figura emblemática de calado mundial como un Poe, un Lovecraft, un Verne, un Stoker, un Leroux, un Stevenson, una Shelley, un Hoffmann o un Jean Ray, pongamos por caso, haya contribuido a extender esa bruma que, más o menos densa, siempre ha envuelto al género en España.

El panorama, sin embargo, no es tan sombrío como cabría suponer. De hecho, a poco que uno escarbe en la historia de nuestras letras y siga el rastro de las obras de carácter fantástico con un poco de atención, comprobará que, bajo el velo de una narrativa o poesía «seria», subyacen verdaderas joyas literarias (relatos, novelas) dignas, en mi opinión, de la mejor ficción de todos los tiempos, comparables en calidad e intensidad a las grandes piezas clásicas provenientes de otras lenguas y culturas.

Autores que hoy día son considerados plenamente «realistas», cultivaron en su día el género fantástico. Escritores de la talla de Benito Pérez Galdós, Vicente Blasco Ibáñez o Leopoldo Alas «Clarín», ejemplifican con rotundidad este curioso (y muy desconocido) acercamiento. Por el contrario, son bien conocidas las brillantes aportaciones de dos grandes figuras del siglo XIX como Gustavo Adolfo Bécquer y Pedro Antonio de Alarcón (no olvidemos que este último llegó a ser académico de la lengua española).

Muchos han sido los autores españoles que han dejado su impronta fantástica en las páginas de un libro: Pío Baroja, Noel Clarasó, Emilia Pardo Bazán, Wenceslao Fernández Flórez, Álvaro Cunqueiro, Juan Perucho, Max Aúb, José Guillermo García Valdecasas, Francisco García Pavón, Alfonso Sastre… La lista sería interminable.

En la actualidad, autores consagrados como Pilar Pedraza, Rosa Montero o José María Latorre han conseguido hacerse un destacado hueco (en su vertiente fantástica) dentro de la compleja y avasalladora vorágine editorial.

Pero seguramente sean Ana María Matute y, sobre todo, José María Merino (miembros ambos de la Real Academia Española de la Lengua), quienes, tomando el testigo, ya lejano, del ilustre Pedro Antonio de Alarcón, hayan contribuido a dignificar el género fantástico en España, situándolo en el lugar que merece, aunando respeto y admiración de público y crítica con obras bellísimas, de plenitud creativa, definidas, en el caso de Merino, con el término (muy acertado, a mi entender) «realismo quebradizo».

Hoy día, gracias a la apuesta decidida de muchas pequeñas y medianas editoriales (también alguna grande), cientos de volúmenes de terror y fantasía escritos por autores españoles inundan cada año las librerías de todo el país, contribuyendo a ennoblecer un género que nunca fue menor, y que, en realidad, no distó tanto de lo «real» ni de lo «serio», como a priori pudiera parecer.
Legión de amantes y cultivadores del género que aporta, no sólo dosis de frescura, sino obras cuya prosa narrativa gana día a día en calidad. Buena literatura, ni más ni menos.

  Ya no hay rosas para Poe de LEANDRO GARCÍA CASANOVA (Granada)



   ¡Oh, Poe!, si te dijera que la Humanidad admira precisamente a los miserables como tú, Kafka o Van Gogh, no me creerías. ¡Pero así de caprichosos somos los humanos! Con su cara aniñada –pues era inseguro, melancólico e inestable, debido quizá a su orfandad–, nos recuerda nuestros recuerdos: “... pero nuestros pensamientos eran lentos y marchitos, / nuestros recuerdos eran traidores y marchitos”, escribe en esa maravilla, surgida del fondo de la noche, como es ‘Ulalume’. Él estaba sin dinero, como casi siempre, mientras que su esposa Virginia –se casó con apenas trece años– se iba consumiendo poco a poco y, en la única carta que se conserva, Poe le confiesa: “Mi corazón, mi querida Virginia... hubiera perdido yo todo coraje si no fuera por ti. Eres mi mayor y mi único estímulo para batallar contra esta vida inconciliable, insatisfactoria e ingrata”. En 1845 publicó su poema ‘El cuervo’, que le abrió las puertas de la fama y, con el tiempo, se convirtió en uno de los más memorables de la poesía de todos los tiempos: “... dile a esta pobre alma cargada de angustia, si en el lejano Edén podrá abrazar a una joven santificada a quien los ángeles llaman Leonor, abrazar a una preciosa y radiante doncella a quien los ángeles llaman Leonor”. El cuervo dijo: “Nevermore” (nunca más).

    En sus cuentos entremezcla los ambientes de misterio y de terror, y los personajes más sombríos junto a sus alucinaciones y obsesiones personales. Los amigos del escritor recordarían cómo iba en el cortejo fúnebre –Virginia murió en 1847–: envuelto en su vieja capa de cadete, con la que abrigaba la cama de ella durante los últimos meses de su enfermedad. En 1849, Poe publica ‘Annabel Lee’, una visión poética de su vida junto a su esposa y prima carnal: “Yo era un niño y ella una niña, en un reino a orillas del mar”, escribe transido de dolor. Ese halo de misterio y de leyenda, que despedía el cuervo de Poe, ejercía cierta atracción sobre las mujeres, y así lo definía Mary Devereaux, una joven vecina que estaba enamorada de él: “... cabello oscuro, casi negro, que usaba muy largo y peinado hacia atrás como los estudiantes. Los ojos, grandes y luminosos, grises y penetrantes. Miraba de manera triste y melancólica. Era sumamente delgado...”.

   En los años noventa, tuve conocimiento de que un extraño fenómeno ocurría en el cementerio de Baltimore: cada 19 de enero, aprovechando la oscuridad de la noche, una sombra se deslizaba hasta llegar a la tumba donde reposan los restos de Allan Poe, su mujer Virginia Clemm y su tía María. Y a la mañana siguiente, sobre la fría piedra, aparecían como por ensalmo tres rosas y media botella de coñac. Esto ha venido sucediendo puntualmente desde 1949, en que una misteriosa silueta rendía homenaje al más triste y maldito de los poetas norteamericanos. Logré encontrar fotos de la tumba de Poe: un monolito rematado con una hornacina, donde se aprecia un cuervo en relieve. También pude ver al misterioso personaje, que fue sorprendido de espaldas, mientras depositaba rosas en la tumba del poeta, durante la noche. Esta foto salió publicada en la revista ‘Life’, en julio de 1990. En el 2008, más de 150 personas se congregaron fuera del cementerio, pero el desconocido se escabulló una vez más. Sin embargo, el 19 de enero de 2010, en el 201 aniversario del nacimiento del poeta, no tuvo lugar la acostumbrada ofrenda ante su tumba

Los admiradores del poeta bautizaron a este personaje como ‘el brindador de Poe’ (The Poe toaster), y ahora se encuentran sorprendidos de que, por primera vez en sesenta años, ha faltado a su puntual cita. Según el diario británico ‘The Guardian’, unas treinta personas estuvieron esperando durante la noche, junto a la sepultura, a que hiciera acto de presencia el brindador.  El periódico ‘The Baltimore Sun’ opina que el admirador de Poe no ha acudido a la cita porque posiblemente haya muerto, mientras que los seguidores del poeta hacen cábalas con la fecha del bicentenario de su nacimiento, que tuvo lugar el pasado año. El nombre que más está sonando en Baltimore es el de David Franks, de 61 años, un conocido poeta de la zona que se había ganado la fama de bromista y que murió una semana antes del aniversario.

     Jeff Jerone, el responsable de la casa-museo de Poe en Baltimore, ha vigilado el lugar cada año durante esta fecha y asegura haber visto a un individuo con abrigo negro, bufanda blanca y un sombrero de ala ancha que llegaba de madrugada, pero hace ya tres años que no lo ha visto, manteniendo así el misterio. Esto dijo en enero del pasado año. Edgar Allan Poe murió el 7 de octubre de 1849, en Baltimore, cuando contaba apenas cuarenta años de edad, después de estar tres días desaparecido y vistiendo una ropa que no era suya. Aunque nunca se aclaró la causa, ya que él decía no recordar nada de lo que le había sucedido durante ese tiempo, Poe padecía diversos síntomas asociados con su alcoholismo y depresión, además de una frágil salud. En 2006 le dediqué un artículo en La Opinión  de Granada y, en 2010 le dediqué otro en Granada Sostenible. El 16 de enero de 2009, falleció mi tía y el 18 de enero de este año murió la madre de mi mujer. No sé serán coincidencias o casualidades, pero yo estaba pendiente de esta fecha para dedicarle el artículo al olvidado y querido Poe. He leído algunos comentarios sobre los turistas que visitan el cementerio de Baltimore y ninguno menciona la tumba de Poe, mientras comentan a algunos famosos del lugar enterrados allí.

Maestro, la fama te fue esquiva, enorme el sufrimiento, tardía e injusta la gloria, que cabe en la pequeña figura del cuervo que preside tu tumba. En 1849, E. Hennequin lo describió así, unos meses antes de morir: “Sonreía poco y no reía nunca. Su mirada era clara y triste. Su voz, tan baja, que parecía resonar desde muy lejos”. Y cuando estaba ya moribundo en la cama, Poe, en su desgracia, preguntó: “Quiero saber si hay esperanza para un miserable como yo”. Pero, como le dijeran que estaba muy grave, se despidió del mundo con estas palabras: “Que Dios ayude a mi pobre alma”. Lo triste es que ya no está el poeta que depositaba en la tumba de Poe tres rosas y media botella de coñac.

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CUENTOS


El hilo del tiempo o el coleccionista de botellas vacías de DORA HERNANDEZ MONTALBÁN (Guadix).




   El coleccionista de botellas y cuencos de vidrio tenía la edad imprecisa de quienes saben del frío y del calor, de soledades y extravíos, y aun en ellos persiste la duda del existir. ¿Seguir adelante?, ¿replantearse un comienzo?. ¿Para qué?, se preguntaba aquella mañana de verano, tendido en la arena. Estaba completamente desnudo, mirando el horizonte de agua y espuma, buscando vestigios de alguien o algo que le hubiera acompañado en el pasado. A pesar de no recordar nada, esperaba encontrar algo que pudiera ayudarle a saber quien era, de donde venía. Cerraba los ojos y después de algún tiempo escuchaba en su mente una voz de mujer, apenas un murmullo lejano, tal vez un nombre que casi había olvidado. Sonámbulo buscó en su memoria las piezas inconclusas, los recuerdos esparcidos como restos de naufragios.
    Una mujer hermosa y rubia como los ángeles, un campo cuajado de espigas y amapolas. El cielo preñado de nubes oscuras pariendo un ala de grandes plumas blancas y suaves. No pudo recordar nada más a pesar de sus esfuerzos, se incorporó como un autómata, anduvo unos metros y se adentró en el mar, nadó y se dejó llevar por las olas mientras lloraba de impotencia y angustia. De pronto el agua se volvió pesada, al menos él la percibía como una ciénaga que se lo quisiera tragar, nadó de nuevo despavorido hacia la playa y quedó jadeante, como si se tratara de un náufrago que el mar hubiera escupido. Los recuerdos ya no lo conducían al paraíso, sino al infierno. Se enfrentaba a un pasado que se le había vuelto extraño. Vivía como si le hubieran arrancado el alma, porque no conseguía reconstruir el puzzle de su vida y éste era ahora su único afán. Hablaba en voz alta consigo mismo, pues ya no sabía a dónde ir, qué hacer o decir, ni para quién. Es un exiliado de sí mismo y hasta su cuerpo le es desconocido. Y sin embargo, un rostro se le cuela entre las ruinas de las viejas imágenes, un rostro de mujer.
   La noche ha quebrado en tormenta y el coleccionista de botellas abre la ventana del viejo refugio del acantilado y brama a los cielos su amargura. Como única respuesta, el rugir del viento cuando el mar golpea el arrecife. Agotado, queda dormido y sueña con los rostros de mujeres que no conoce, con el galope de briosos caballos que podrían conducirlo a la libertad o a la destrucción. Al fin le despertó el frío del amanecer. Al abrir los ojos contempló los estantes repletos de botellas vacías, colocadas primorosamente, de distintas formas y colores. Hermosas y sugerentes ondulaciones de vidrios verdes: verde botella, verde gabán, verdes grisáceos, vidrios soplados, nacarados, azules, blancos, transparentes..., botellas y cuencos de caprichosas filigranas. Hileras de botellas que contuvieron en sus senos exquisitos licores, vinos de solera, whisky, cremas, y hasta perfumes. Paredes enteras atestadas de maravillosos recipientes de vidrio, que le fascina tocar, le tranquiliza mirar, cambiar de lugar. Al hacer uno de estos cambios comprueba con tristeza que la tormenta de la noche anterior ha roto algunas de ellas, y para sorpresa suya encuentra dentro de una botella de gruesos vidrios negro azabache, una pajarita de papel que contiene un mensaje, sólo una dirección: Margarite Thierry. 7 rue de Femmapes, París.
   Repetía mentalmente aquel nombre una y otra vez –Margarite, Margarite, Margarite...- reconfortado por aquellas palabras quedó dormido, entonces soñó con la visión de un gran glaciar y pretendió que aquella imagen del mundo superviviera en su memoria aún con la incertidumbre de que una vez reproducida sobre el lienzo del cuadro, volviera a suscitar en él las mismas emociones que hicieron palpitar su espíritu.
   Aquella potente mole del glaciar Perito Moreno le hizo desistir, al menos mientras lo contemplaba desde su eterno enfrentamiento con el mundo que le rodeaba. Ahora prefería una serena y natural concordancia con aquel mundo y el de su alma. Pero ¡cómo expresar, cómo plasmar aquella luz fecundando el agua! Pensó que tal vez podría dialogar con aquellos azules. Se quedó contemplándolos hasta que le escocieron los ojos, hasta que comprendió por fin que aquella refracción de la luz se deslizaría por la superficie lisa del lienzo sin apenas esfuerzo. Ahora cumplía contemplar silenciosamente aquella gigantesca mole y quedar extasiado al comprobar el milagro: la refracción de la luz en los miles de cristales que componían el hielo, dando así los tonos azulados a los riachuelos, recovecos y cavernas que conformaban el glaciar en una especie de paraíso helado, solitario y andante. Una gran mole diluyéndose a sí misma y dejando como único rastro los iceberg a la deriva. Esto era el arte, lo había comprendido y sentía la imperiosa necesidad de plasmarlo. Se despertó sobresaltado, esto era otra de sus imágenes recurrentes: unas manos, sus manos tal vez, mezclando colores, trabajando lienzos, pintando iceberg.
   Al volver en sí de estos sueños o trances, el coleccionista de botellas comprobaba entre sus manos, sudoroso y arrugado, el papelito con el mensaje. Y siente al mirarlo un consuelo infinito, una esperanza nueva. Se viste con aquellas ropas que de ningún modo le resultan familiares y decide entonces encaminarse hacia la dirección del papelito encontrado en la botella rota de negro azabache. En el bolsillo del pantalón encuentra algún dinero, -no será difícil- se dice para sí, sólo necesito saber en qué lugar me encuentro. Entonces repara en aquella estancia y queda boquiabierto con lo que ve: las botellas por doquier. La iluminación a base de bombillas colgando del techo, semejando lágrimas de cohetes, todas encendidas como luciérnagas en mitad de la noche. Los libros desahuciados, abandonados, desgastados por el olvido, echaban raíces por el suelo. Las ventanas eternamente abiertas reverenciaban a las hojas amarillas que poblaban las habitaciones. En el centro de una de ellas una bañera colonial donde él se acostumbró a inventarla, mientras el agua tibia acariciaba su cuerpo, él, el coleccionista de botellas la amaba en el confín del sur, el sur más al sur que nunca conoció. Allí donde la nieve es una caricia y en noviembre parece primavera.
   Sin dejar de pronunciar aquel nombre, bajó la pequeña ladera escarpada del refugio. Al amanecer, el cielo soltó una finísima lluvia que fue calándole los huesos. La gente que encontraba a su paso lo saludaban sonrientes como si le conocieran. Una niña frágil se le acercó y quiso regalarle una caracola, pero su mamá le tiró del brazo y le conminó que no hablara con desconocidos. Una vez en la carretera volvió el rostro y contempló por última vez aquel extraño lugar.
   Una camioneta abollada apareció tras de él. Conducía un hombre con un estrafalario bigote engominado y una cicatriz en el ojo izquierdo. Espontáneamente paró y le invitó a subir. Del techo de la camioneta colgaba una jaula con un loro al que el camionero presentó como Caribeño. Un extraordinario ejemplar multicolor que repetía un nombre de mujer: ¡Margarite, Margarite...!. Al coleccionista de botellas le llamó poderosamente la atención, pues repetía el mismo nombre que él intentaba grabar en su memoria. El camionero le preguntó -¿A dónde diablos va con semejante lluvia?.-
-Voy a París... una mujer- respondió. Caribeño volvió a chapurrear de nuevo Margarite, Margarite.
-Sí, sí, Margarite, asintió el coleccionista mostrando sus ojos ansiosos.
   El camionero ordenó a Caribeño que callara y no molestara más al pasajero. El pájaro girándose alrededor de la jaula obedeció y se mantuvo en silencio por el resto del viaje. Cuando hubieron llegado a París, el camionero le zarandeó el hombro –¡Eh, amigo ya estamos, fin de tracyecto!..
   La ciudad de París comenzó a girar vertiginosamente bajo sus pies, le faltaba la respiración. Miles de ojos miraban su rostro aterrado por el ruido ensordecedor que producían los motores y las sirenas, los claxon, miles de bocas sonreían mientras gritaba desesperado un nombre: Margarite, Margarite, ... antes de desvanecerse pudo ver como algunos transeúntes acudían en su ayuda. Cuando volvió en sí, una mujer y un hombre le daban agua –se ha desmayado- le dijeron -¿Podemos ayudarle?, ¿dónde vive?. Él sacó el papelito mil veces doblado y lo entregó a la mujer – aquí, es aquí, ¿podrían ayudarme a llegar por favor?..., aquí, es aquí.- Mientras les mostraba el papel tembloroso –Cálmese- respondieron, -Claro, le llevaremos. Al llegar llamaron varias veces al timbre, dentro una voz de mujer pedía calma mientras llegaba a abrirles.
-¡Carlo, Dios mío Carlo!, ¿dónde has estado?
   Los transeúntes que lo habían recogido le explicaron cómo lo encontraron boca abajo, con el sentido perdido en plena calle y semejante estado de abandono. Margarite no sabía cómo agradecerles que lo hubieran llevado de vuelta a casa.
   Cuando sonó el chasquido de la puerta al cerrar tras de sí, el coleccionista se sintió a salvo.
- ¿Usted me conoce entonces? ¿Usted es Margarite? –preguntaba ansioso.
- Sí, sí, estate tranquilo, no te esfuerces, ¡Dios mío, ha vuelto a suceder, has perdido por completo la noción del tiempo!
- ¿Noción del tiempo?, no es algo peor, no sé quien soy, usted me resulta familiar. ¿Pero por qué la veo en mis sueños?, pero ¿por qué?.
- Carlo, eres pintor, un pintor famoso: Carlo Lanza. Algunos de tus cuadros se exponen en las galerías más importantes del mundo. Descansa, sólo necesitas descansar. Has debido estar muchos días a la deriva, te pondrás bien.
- No, no he estado en la calle –respondió- he vivido en un lugar hermosísimo, aunque extraño- pero si él era en realidad el pintor Carlo Lanza, se decía para sí, ¿Quién era el verdadero dueño de aquel refugio?.
Se encontraba tan débil que apenas le quedaban fuerzas para seguir hablando, pero hizo un esfuerzo sobrehumano:
- Una cosa, si yo soy Carlo, quién es el coleccionista de botellas?.
Margarite al escucharlo sintió como una conmoción, la bandeja con la taza tembló entre sus manos y calló sobre la alfombra -¿Quién?- preguntó incrédula- ¿quién...?-preguntó para cerciorarse de haber escuchado correctamente. Carlo que se estaba quedando dormido de nuevo susurró:
- El refugio de los cristales..., el coleccionista de botellas vacías...
   Entonces la mujer rubia como los ángeles se incorporó, miró tras los cristales presa del escalofrío que la invadía, abrió la ventana para poder respirar, pues ya le faltaba el aire, después se recogió en el suelo como una niña asustada. Sentía que podría morir de terror, pues ahora tenía la certeza de que la vieja amenaza, que ella creía sepultada en el pasado, se cernía de nuevo sobre ella y volvía a llamar a su puerta.


Un día turbio de CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN (Guadix)



   
   





   Aquella mañana salí a la calle como todos los domingos a dar un paseo a través del Hyde Park. La visibilidad era escasa, pero lo achaqué a la niebla que la mayoría de los días de invierno es una constante para los londinenses, sin embargo, el ambiente no estaba húmedo, aquello se parecía más a una calina africana. No le di importancia al principio, no me dejo desanimar fácilmente, y menos cuando se trata de mi paseo matutino. Me extrañó muchísimo no encontrar a casi nadie paseando por allí, miré la agenda de mi reloj por si me había equivocado y comprobé que era domingo. Los domingos el Hyde Park es muy transitado.  Me alarmé un poco al observar que mi suéter blanco se estaba ensuciando por pequeñas partículas de polvo. Me pregunté qué fenómeno inusual habría contaminado el aire de esa manera. Pensé en un incendio y me dirigí a un kiosco cercano para comprar un periódico, por si recogía alguna noticia al respecto, pero el kiosco estaba cerrado.    Cada vez más extrañado continué caminando unas cuantas yardas adelante sin toparme con nadie. Finalmente veo a uno de los Speakers’ Corner y corrí hacia él animado de encontrar un alma aquella mañana. Permanecía inmóvil sobre una de las piedras cercanas al lago y llevaba colgada al cuello una pancarta sobre la que podía leerse: “It´s getting worse…(Su situación está empeorando)”.
-¡Buenos días amigo! ¿Tiene usted idea de por qué el aire aparece tan enturbiado esta mañana?
   Pero aquel hombre permaneció quieto y mudo ante mi pregunta, tanto que me sentí bastante molesto debido a su falta de gentileza, pero quizá su comportamiento formaba parte de la puesta en escena, así que continué mi paseo apresurando el paso, a causa de mi nerviosismo repentino. Después de andar un buen rato más comencé a sentirme bastante fatigado, la respiración se hacía cada vez más difícil y sufrí un ataque de tos del que tardé un rato en recuperarme. Decidí entonces emprender mi vuelta a casa antes de lo habitual.
Al pasar cerca del lago, donde antes estuviera el primer Speaker ahora había una mujer con un impermeable amarillo que al igual que mi suéter tenía adherida una espesa capa de polvo, llevaba una mascarilla puesta y un cartel sobre el cuello que anunciaba: “Your situation is critical (Su situación es crítica)”.-¡Maldita sea! –me dije- ¿No hay nadie que tenga esta mañana un mensaje de aliento?         - ¿Oiga, sería tan amable de decirme qué está pasando? –le pregunté- ¿ha habido algún incendio por la zona?        La señora, al igual que el anterior no respondió. Sentí deseos de gritarle, de tomarla de los hombros y zarandearla hasta obtener una respuesta, pero me contuve apelando a la cordura que por momentos amenazaba con abandonarme. El miedo me sorprendió cuando sentí mis piernas aflojarse a cada paso. Casi al salir del parque, sobre un cajón de madera había un hombre bastante mayor sentado, llevaba una mascarilla puesta y la botella de oxígeno a su lado, en su cartel decía: “health is not something to play health is very important, you must know it” (con la salud no se juega, apréndetelo)”. Fue ahí donde comencé a perder la visión del todo, y debí caer al suelo desmayado. Al despertar me vi en una cama de hospital, mi esposa hablaba con el doctor.-    Lo encontré en el baño tirado, cerca de la mano, en el suelo, había un cigarrillo encendido. Al parecer se escondía para fumar ¿Es grave doctor?

-    Enfisema pulmonar- dictaminó el médico sin pestañear.



Amnesia de CARMEN MEMBRILLA OLEA (Guadix)




Hay ventanas para mirar afuera y las hay para mirar hacia  adentro y después de tres años aún no me he atrevido a apartar las cortinas, levantar las persianas y abrir ésas que dan directamente a mi interior.
Primero fue la confusión, la inconsciencia; después las palabras sucesivas que me permitieron construirme de nuevo.
Hay dos mujeres dentro de mí, una quedó dormida sobre mi propio cuerpo, sobre mi mente, sobre mi alma atormentada; la otra inició una búsqueda incesante, me arrebató la voluntad de seguir siendo y comenzó a existir nueva, erigiéndose como una diosa capaz de vencer el tiempo y el destino.
Cada noche observo la luna que se alza recordándome mi realidad misteriosa y cotidiana y todo se resume siempre en un mismo sueño: continuamente, soy una mariposa.
Es un sueño que me desgarra, que ataca directamente mis sentidos, que me revela experiencias y conocimientos tergiversados por la energía onírica, que eleva el problema de mi identidad.
Después del accidente abrí los ojos, el tiempo transcurrido era imposible de determinar. Lo único que vi fue su rostro sonriente, enérgico, invitándome a seguir viviendo. Tenía cogida mi mano. Estaba arrodillado sobre el asfalto, prestándome su aliento.
-          Me llamo Fernando. Bienvenida. Llevas unos quince minutos inconsciente. Soy médico y me he tomado la libertad de examinarte. El golpe más fuerte ha sido en la cabeza, el resto son magulladuras que sanarán pronto. Te merecerías un castigo...y gracias al casco ¿a quién se le ocurre? ¡Has estado a punto de matarte! ¿Por qué circulabas a tanta velocidad?
-          ¿Dónde estoy?- Pregunté desorientada y absolutamente condolida.
-          Estás en una carretera apartada al sur de la ciudad. Nadie viene por aquí.
-          ¿Y tú? ¿Cómo que estás tú aquí?
-          Vengo del hospital, he terminado mi turno y me dirijo a casa. Vivo solo a menos de un kilómetro. He visto derrapar tu moto y no he podido hacer nada. ¿Cómo te encuentras?
-          Fatal. Me duele todo el cuerpo y la cabeza me va a estallar.
-          Bien, unos días de reposo y estarás como nueva.- Me ayudó a levantarme- Mi móvil está en el coche, dime a quién llamo para que venga a recogerte.
Un sobresalto invadió mi alma. En aquel momento podía ser una mujer virgen, una mujer plena, una hechicera, una bruja malvada, una demente, una asesina... Se dirigía hacia el coche y le grité:
-          ¡FERNANDO!
Se volvió para mirarme, sus cejas estaban arqueadas esperando algo más.
-          No sé a quién puedes llamar, no recuerdo absolutamente nada.
Desde aquel momento la palabra amnesia actuó como refugio, como proyección de dos vidas encontradas por azar, como soporte de un pacto de silencio que nos ofreció a los dos un poco de sentido.
Fernando me ha prestado su casa, sus libros, sus discos, su ropa, sus recuerdos... sin pedir nada a cambio. Por mi parte el préstamo soy yo misma. Mi presencia llena los múltiples vacíos de esta casa solitaria.
Yo desordeno los libros dormidos sobre estantes de pladur, yo escucho los discos desterrados en cajas de cartón, yo visto sus jerseys de lana y sus pijamas y sus camisas; yo le hago reir y hablar. Yo siempre estoy aquí para celebrar sus triunfos, para respetar sus silencios, para emborracharme con él, para secar sus lágrimas.
Sí, es cierto; hay ventanas para mirar afuera y las hay para mirar hacia adentro.
Llevo tres años sin salir de esta casa que no me pertenece, viviendo con un hombre al que no estoy muy segura de pertenecer.
Sólo reconstruyo historias que nunca me pertenecieron y él lo sabe. Sabe que soy una impostora. Quizá lo sepa desde el principio. ¿Es hora de afrontar la verdad? ¿Quién tendría que comenzar, él o yo? Llevo mucho tiempo esperando la formulación de una simple pregunta: ¿Quién eres en realidad?
Jamás lo ha hecho. Tiene miedo de descubrir las sombras de un pasado que no tiene nada que ver con él. Por eso prefiere que me siga inventando cada día, que siga aferrada a él como si nada más existiera. Esta fue su elección desde el principio, desde el momento que comenzó a intuir que mi amnesia había desaparecido. Estoy segura de que me quiere así, tal y como me conoció: amnésica y anacrónica, sin nombre, sin familia, sin trabajo, sin responsabilidades, sin amigos, sin nada que no sea él y su vida dedicada por entero a mí.
Las preguntas que él silencia son las mismas respuestas que durante todo este tiempo han quedado sin pronunciar permitiéndome olvidarme “casi” por completo.
Pero sigo estando ahí, detrás de esas ventanas cerradas herméticamente, entre miles de sombras negras con las que tengo que luchar diariamente, no siendo yo ni la otra sino una mariposa plateada por la luz de la luna.








La expedición  de NURIA ESPINOSA (Barcelona)

Nuria Espinosa (Junior)


   Durante todo el día había estado lloviendo y tronando de tal forma que avanzaban con dificultad debido al barro que acumulaba el estrecho camino. La yerba aparecía espesa y cubierta por una densa niebla. Intentaban llegar al final del sendero que parecía no tener fin, antes de que la oscuridad del anochecer envolviera toda la zona. A cada paso que daban el miedo se apoderaba más de ellos. Nunca hubieran imaginado que una simple expedición para explorar parajes desconocidos, terminara con la mitad de sus compañeros desaparecidos.
   La maldición de Yemelú les había condenado desde el primer momento en que Javier cogió la piedra de un color verde esmeralda, que brillaba intensamente en la frente de Yemelú, la estatua de la diosa que protegía al pueblo de los Yahorí , de toda incursión externa. Dejaron la piedra en su lugar de origen, pero la maldición no les perdonó…
   “Todo aquel que ose tocar la piedra de jade, no alcanzará a vivir más de tres lunas”
Habían pasado dos noches desde entonces y seis integrantes del grupo habían desaparecido durante la huida como si se hubieran evaporado.
   Comenzaba de nuevo a llover y Clara maldijo al cielo apenas en un murmullo. De pronto los tres cesaron su avance con los cinco sentidos alerta. Un extraño pero no desconocido sonido, invadía la tétrica atmosfera que les rodeaba. Tras unos minutos de pánico, Javier les hizo un gesto con la cabeza que les indicaba que continuaran avanzando. Él se quedó en la retaguardia manteniendo una distancia prudencial de no más de dos metros.
   Apenas habían avanzando unos pocos pasos y de nuevo ese sonido aterrador. Javier  indicó Clara y Claudia que apresuraran el paso. Aceleraron el dificultoso avance casi al límite de sus fuerzas. Los pies les pesaban como el plomo a causa del fango. Por fin apareció un claro a un lado del sendero que parecía indicar el final del espeso boscaje.
   La entrada a una gruta iluminó el rostro extenuado de Javier, Clara y Claudia. Se refugiaron en la gruta para cobijarse de la lluvia y esperar a que amaneciese.
-Esperaremos a que amanezca, -dijo Javier- está es la tercera luna y mañana todo habrá terminado.
-No se Javier –dijo Claudia- estoy aterrada, ese espeluznante sonido me ponía los pelos de punta y parecía acercarse cada vez más.
-No pensemos en ello y busquemos algo con que calentarnos, estamos empapados, Clara puedes ayu…
Javier no terminó la frase, Clara miraba inmóvil hacia la entrada de la gruta. Ante ellos Yemelú la diosa que protegía a los Yahorí les observaba impasible.
   No dijeron nada, porque no pudieron decir nada. Solo con mirar a los ojos a Yemelú, quedaron convertidos en estatuas de piedra. La diosa sonrió y desapareció tal y como había llegado, silenciosa e impasible. Tras ella la gruta volvió a quedar sumergida entre los brazos de la desconocida selva, donde tres estatuas de piedra permanecerían en su interior para siempre.



El amuleto sagrado de Naya de NURIA DE ESPINOSA (Barcelona)

Nuria Espinosa (Junior)


   La leyenda de la guerrera Naya, todavía suena por los pueblos de Muradia. Una joven cuya vestimenta, eran las mismas que llevaban los ciudadanos de las aldeas más pobres.
Naya salvó a Tanuk, el jefe de la tribu india Nimsa, la más poderosa de toda Muradia. Mientras Naya cazaba en el bosque, como hacía diariamente se acercó a la orilla que bordeaba el rio, con su arco y sus afiladas flechas intentando sorprender grandes presas. Pero fue sorprendida por una batalla entre Naruk y dos ladrones muy peligrosos. Naya no dudó ni un instante al ver a los ladrones atacar a Tanuk, se aferró a su pequeño arco, apuntó con precisión y aguantando la respiración, disparó atravesando el pecho del ladrón más alto, y con sabía rapidez la segunda flecha alcanzó al otro ladrón en pleno corazón, dejándolo muerto en el acto.
   Naruk en agradecimiento a su gran valentía le gratificó con un amuleto sagrado. A partir de entonces Naya dejó de ser una humilde aldeana, para convertirse en la gran protectora de Tanuk el jefe de los Nimsa.
La leyenda cuenta, que Naya, era en realidad una hechicera de los antepasados de Muradia que durante las noches caminaba por las calles de la aldea vestida con sus ropajes y que había puesto a prueba el valor del jefe de la tribu. Pero que aquel que obraba mal o se atrevía a enfrentarse a ella no veía un nuevo amanecer porque Naya velaba por la seguridad del pueblo de Muradia y sus tribus.


El guardián de NURIA ESPINOSA (Barcelona)



Era el momento de replantearme varias cosas. Estaba besando el suelo.
Yo que siempre me acostumbré a mirar a todos desde arriba, desde lo alto dónde me encontraba…
…o creía encontrarme.
Fue un golpe ágil, seco y rápido, directo a mis alas.
Una se troncho, la otra la perdí al estrellarme en la caída. ¿Y ahora cómo volvería a subir?
Ese iba a ser mi próximo desafío. Pero primero debía quedarme quieto, hasta que sanara mi espina dorsal, o corría el riesgo de morir. La muerte llega en situaciones injustas e incontrolables.
Me arrastré lentamente, arañando el suelo con mi pecho, en un intento de llegar un poco más lejos. Unas ramas me molestaban impidiéndome ver la luz del sol.
Ahora estaba a merced del astro mayor, alguien podría verme, alguien se apiadaría, me recogería y cuidaría de mí hasta que me recuperase. O, algún imprudente no me vería y me arrebataría el alma con su bicicleta.
Arrastrándome poco a poco, conseguí llegar a la acera y esconderme en un oscuro callejón, con la esperanza de que alguien me encontrase. Las horas pasaban, mis fuerzas flaqueaban y sin poderme mover mi pecho palpitaba.
Estaba asustado, temía morir, quedaba tanto por hacer. Pero qué podía hacer yo, si nadie me ayudaba ¿Dónde estaba la muchedumbre?
De pronto sentí el revuelo de unas alas, levante la cabeza con dificultad. ¡Sí! Era otro ángel y rogué para que acudiese a socorrerme.
¿A mí? Que a todos miré orgulloso.
Yo tu humilde guardián, te voy a curar, te voy a cuidar, y te voy a consolar. —Exclamó señalándome —Espero que aprendas de tu error y a partir de ahora, tu altivez se quede en este callejón, porque dios ya te perdonó.
-Mi sumisión está en tus manos —murmuré resignado.
Y el cielo se llenó de truenos y relámpagos que nos engullían  envolvió de nuevo en sus brazos.



 Columbario de PEDRO PASTOR SÁNCHEZ (Albacete)


La naturaleza había sido generosa con el viejo lobo de mar, y le había regalado un último día de esplendorosa primavera. Lástima que ya no podría apreciar con sus sentidos el canto de los pájaros, el rumor del riachuelo, los colores y fragancias que flores y arbustos ofrecían por doquier.

                Tampoco sus seres queridos estaban en disposición de apreciar estos dones, pues las gafas oscuras velaban la visión, las lágrimas y gimoteos contenidos se confundían con el responso que sonaba de fondo. Un último adiós a una persona entrañable y querida por todos, esposo, padre y abuelo que siempre había compartido vitalidad y optimismo, y al que la enfermedad postró, de forma irremisible, en una cama durante años, alejándolo cada vez más de aquello que fue su razón de ser, su forma de vida, convirtiéndolo, a última hora, en un despojo consumido de huesos y pellejos. Nunca más vería el mar, nunca más el olor a salitre le llevaría al encuentro de su memoria, a aquellos años felices, de peregrinación por los mares del Caribe, donde conoció a su mujer, donde nacieron sus hijos.

                Amelia era un mar de lágrimas, tan saladas como el mar que la vio nacer allá en Isla Recóndita. Pero no tanto por la pérdida de su padre sino por no haber sido capaz de cumplir su última voluntad. Este pensamiento la fustigaba en su cabeza, y mientras se alzaba la plegaria, no dejaba de pensar que no había tenido que dejarse convencer para que, finalmente, sus restos terminaran en el fondo de este frío y angosto columbario.



― Me lo tenía que haber llevado ― soltó entre sollozos de forma casi imperceptible.

               

Su hermano Julián, a su lado, giró la cabeza, y con voz ronca e inexpresiva le espetó:

                ― Ya estamos otra vez con lo mismo.

                ― Pues sí, Julián, porque tengo razón. Tenía que haber cogido la urna y habérmela llevado a casa. Y después ya veríamos...― pero fue interrumpida de mala manera.

                ― Eso, colocas las cenizas encima de la cómoda, y luego, si acaso, cuando juntes suficiente dinero, te cruzas el Atlántico para esparcirlas por ahí. Vaya tontería y vaya despilfarro.

                ― Pero era lo que papá quería ― le contestó ella en tono de hermana menor. ― Cuando ya estaba muy mal, me dijo que quería volver allí donde fue más feliz... ― de nuevo la brusca interrupción no le dejó argumentar.

                ― ¡Y dale con la misma canción! ― dijo su hermano en un tono que provocó que algunos de los presentes se girasen, haciendo caso omiso del rezo. Y ante las miradas recriminatorias, terminó diciendo en voz baja:

                ― Pero sí a papá ya se le iba la olla ― dijo mientras movía uno de sus dedos dibujando círculos junto a la sien.



                Mientras todo esto ocurría, dos mujeres, abuela y nieta, cada una por motivos muy distintos, se mantenían ajenas a la conversación, a pesar de ser testigos directos de estos reproches.

Doña Marina, su cuerpo retorcido sobre la silla de ruedas, sus ojos perdidos en la inmensidad del olvido más tormentoso, su memoria borrada por una enfermedad que roba al paciente su propia identidad y la de aquellos que la rodean y aman. “Marina y marino”, expresión que ella ya no recordaba, pero que su marido, Celso, repetía a menudo, casi a diario, desde aquel día que la conoció, al poco tiempo de arribar al otro lado del charco. Costas que él nunca antes había pensado que conocería pues nació en el llano, y su vida hubiera empezado y terminado allí de no ser por aquella ocasión en que acompañó a su tío al puerto, y contempló extasiado la inmensidad del océano, y se preguntó como aquellos cascarones metálicos, tan frágiles, podían surcar las aguas sin sucumbir a sus embates. Y leyendo las cartas de su tío, el emigrante, descubrió que había otros mundos, otras oportunidades allende los mares. Y la miseria le llevó a enrolarse. Y siendo grumete conoció a la que sería su esposa, al otro lado del mundo. Y allí progresó y aprendió. Y se hizo capitán de barco. Y la suerte y su sentido común le ayudaron a encontrar un buen empleo en una naviera. Durante años recorrió el Caribe y otros mares. Meses y meses de su existencia fuera del hogar, lejos de su mujer, lejos de sus hijos, pero cada vez que regresaba, a su casa, con los suyos, venía con los bolsillos llenos de variopintos objetos y de anécdotas, historias de marineros, de lugares exóticos, de otras costumbres, de otras gentes, que excitaban la imaginación y curiosidad de sus hijos, y complacían a su mujer. Porque Celso, su Celso, siempre volvía a casa, con el mismo entusiasmo, con la misma ilusión con la que se marchó. Y con la certidumbre de que muy pronto volvería a zarpar. Pero así era su vida, su felicidad en común se reducía a aprovechar aquellos ratos juntos. Y los exprimieron al máximo, segundo a segundo.



                La joven Estrella permanecía anclada a las faldas de su madre, y con un palo trazaba monigotes en el suelo al tiempo que canturreaba una canción infantil. A sus diez años, la conversación que mantenían su madre y su tío le era totalmente ininteligible. Sus gruesas gafas apenas podían ocultar aquel rostro distinto, aquella expresión peculiar, unos ojos pequeños y almendrados, rasgos propios de otra cultura oriental, pero que en occidente significaban que una alteración cromosómica había reducido su capacidad intelectual. A pesar de ello, la niña se desenvolvía con naturalidad, y era la alegría de su madre y la de la tía de esta. Precisamente fue la enlutada tía Enriqueta la que, tras finalizar el párroco su letanía, se giró para hacerle una carantoña, a la cual la cría respondió con una sincera y abierta sonrisa. Ya de pasó, recriminó a sus sobrinos tan bochornoso espectáculo justo mientras se daba el último adiós a su querido hermano Celso.

― Desde luego, hay que ver. ¿No tenéis otro momento para discutir estas cosas?. Pero si ya os habíais puesto de acuerdo. Y mira que yo prefería tener a mi hermano bajo tierra...― dejó caer con tono de resignación. A lo cual Julián, respondió con tono amargo:

― Pues haber pagado tú el entierro, tía. Porque entre féretro, nicho, lápida, coche y demás, no hay bolsillo que lo soporte.

― Hombre, haciendo un esfuerzo... ― trato de argumentar su tía.

― El esfuerzo ya está hecho. Un agujero común para toda la familia, incluso para ti, tía, si así lo quieres. Cada uno, bien tostadito, dentro de su bote. Más limpio y más barato.

― Pero mira que eres bruto ― le contestó Enriqueta zarandeando la cabeza.

― Sí, sí, bruto, pero práctico. Porque no sé tú, pero yo no estoy para muchos gastos. Y supongo que tú tampoco, Amelia, porque no veas lo que come la mongólica ― dijo con su habitual gesto fruncido.

― ¡Julián!, no la llames así. Te lo he dicho un montón de veces ― refunfuñó su hermana.



Julián nunca perdonó a Amelia. Ya de pequeños, los once años de diferencia se tornaron un obstáculo para estrechar lazos fraternales. Dejó de ser el ojito derecho de su madre de un día para otro, y para colmo, cuando esta les dejaba solos para ganar unas perras adicionales durante la ausencia de su padre, se tenía que ocupar de la pequeñaja, que no hacía más que comer, cagar y berrear de continuo. Encima, cada vez que su padre regresaba, no tenía ojos nada más que para ella, su “princesa”, como la llamaba. Los tiempos en los que los regalos y los agasajos eran sólo para él habían pasado, ahora era “todo un hombrecito”, según su padre, así que vivió sus años de adolescencia en un segundo plano, cada vez más ensimismado y apartado, justificando su carácter amargo y su desapego con un “no me hacéis ni caso”.

Y para colmo, luego vino lo de Soledad. Diagnosticada la temprana enfermedad de su padre, la familia decidió volver a España para seguir un tratamiento que en aquellas tierras era inviable. La tranquilidad del pueblo contribuiría al sosiego que un cuerpo enfermo necesitaba. Sólo el primogénito se quedó, en primera instancia, en la isla. A los pocos meses decidió malvender la casa y regresar. A Julián no le costó gran esfuerzo abandonar lo que fue su vida. Su carácter huraño le había llevado a una existencia vacía y recluida. Así que encontrarse con Soledad, una cuarentona viuda, de todavía buen ver, y que mostraba tal interés por las historias que le contaba de aquella isla tan remota, fue como un volver a nacer para él. Por fin un alma gemela, una soledad compartida, una virilidad recobrada.

Julián se compró una casa en el pueblo, no lejos de la de su familia, y durante unos meses llevó una vida ordenada y relajada. Seguramente aquella relación hubiese terminado en el altar de no ocurrir lo inesperado. A falta de marido, víctima de un accidente laboral, Soledad se hizo cargo de sus padres y hermano pequeño, Ignacio. Este siempre había sido un niño algo díscolo y falto de atención, y entre la chiquillería lo tenían por tonto. Ya de mayor ocultaba sus carencias con un fuerte carácter, y un porte que ya hubiesen querido para sí muchos galanes. Esto no fue ajeno a Amelia, mujer algo taciturna, que mantuvo durante meses su relación de forma oculta pues, a ojos de Julián, Ignacio era un “bala perdida”, sin oficio ni beneficio. El secreto se rompió cuando la naturaleza obró el milagro de la vida, y Amelia se quedó embarazada. Al desvelarse la incógnita de la paternidad, ya se encontraba en avanzado estado de gestación, y la relación entre ambas familias fue distanciándose, y más aún cuando nació la criatura, con las discapacidades heredadas, muy probablemente, por rama paterna, e Ignacio desapareció del pueblo para no asumir sus responsabilidades. Aquello fue el remate en la relación que Julián y Soledad habían construido con tanto tesón y entusiasmo.



La muchedumbre comenzó a dispersarse cuando el tiempo se quedó congelado por un instante, así como los corazones de los presentes. Un grito rasgó el éter, proferido desde la única garganta que no había pronunciado palabra en todo el acto.

― ¡CELSO! ― vociferó Doña Marina, tal vez en su único y último acto consciente durante años. Esta dramática despedida fue seguida de otra no menos lúcida, en boca de su nieta Estrella, que con voz calmada musitó:

― Adiós, abuelo...



No pasó más de un año hasta que aquella escena primaveral volvió a repetirse. El semicírculo de gente volvió a arremolinarse frente a la misma lápida del columbario. Doña Marina se cansó de habitar aquel cuerpo en el que los recuerdos ya no moraban. Tan sigilosamente como vivió los últimos años, se despidió un día sin hacer ruido. No por esperada, su marcha dejó heridas en el alma de su hija, que la cuidó los últimos años. En cambio su hijo, incapaz de comprender que la mujer que le dio el ser no le reconociese, se alejó de ella, al igual que lo hizo anteriormente de su padre mientras yació largos años postrado. La inmadurez, el distanciamiento, crearon un abismo insalvable.

Los operarios se afanaban en remover con cuidado el mármol que cegaba el sepulcro. La sorpresa fue mayúscula cuando advirtieron que la pequeña urna cineraria de Celso apareció justo al borde de la abertura, a punto de precipitarse al suelo. Se apresuraron a decir que seguramente aquel desplazamiento estaba justificado por las obras que recientemente se habían realizado para añadir dos filas más de nichos sobre aquel bloque de columbarios, y que las vibraciones propias de útiles y compresores habrían removido cualquier elemento no fijado a la propia estructura.

Tras este hecho inusual, colocaron de nuevo las cenizas de Celso al fondo de la sepultura, y junto a ellas, cuidadosamente, las de su amada Marina.



― Ya descansan juntos ― reconfortó Enriqueta a su sobrina desconsolada.

 Amelia se aferraba con fuerza a la mano de su hija. Su hermano no les acompañaba, decidió que su presencia allí no tenía sentido, que si su madre se olvidó de él en vida, tampoco importaba mucho despedirse de sus restos una vez muerta. Puro egoísmo.



Pero quiso el destino que dos años después fuese el propio Julián el que tuviese que hacer uso de los mismos servicios funerarios que pagó para sus padres. Aquel autobús que le llevaba a la capital se salió de la curva, y tuvo la mala suerte de haber elegido el lado equivocado para sentarse. No sufrió, le dijeron a su hermana, fue una muerte instantánea. Tampoco fue un consuelo, pues a pesar de todos los desplantes, de las desavenencias, era su hermano, su único hermano, y sintió como un vértigo, un vacío. Ella era ahora la última y única heredera de las vivencias de su familia. Cuando ella desapareciese, todo lo vivido y sentido en común serían sólo recuerdos, fotografías en el fondo de un cajón. Por desgracia, Estrella nunca llegaría a comprender todo esto.

De nuevo, la misma liturgia, pero esta vez bajo un tiempo desapacible. Los cipreses se cimbreaban agitados por el temporal. Los paraguas aguardaban en la mano, a la espera de las inminentes gotas de lluvia que amenazaban desde los negros nubarrones que se cernían sobre el camposanto. El veteado alabastro se retiró una vez más para albergar los todavía humeantes restos de Julián, pero esta vez se produjo un hecho que dejó atónitos a todos los presentes. Más tarde, algunos contarían que sintieron una punzada acre en la boca, a lo que siguió un penetrante sabor a salitre. Otros dirían que les dio la sensación de escuchar el graznido de gaviotas confundido con el tañido de las campanas. Pero todos coincidieron, cuando les preguntaron, en lo que vieron salir de aquella tumba. Una columna de áspera escoria se proyectó disparada hacía las alturas, a velocidad vertiginosa, procedente de los vasos vacíos que rodaban por el suelo del nicho. Al contrario de lo que podía esperarse, dada las ráfagas de viento que acompañaban a la tormenta, las cenizas no se dispersaron en todas direcciones, de forma entrópica y desordenada, sino que parecían ascender retorciéndose sobre sí mismas, cual truculenta espiral, aunque de forma acompasada y elegante, como si danzaran sobre los remolinos al son de una habanera. Y mientras se alejaban, arrastraron consigo a la borrasca, y al instante los rayos de luz solar colmaron de un renovado optimismo el corazón de Amelia.

Celso y Marina volvían a estar juntos. Al parecer no querían compartir su última morada con su indolente hijo, aquel que no les permitió cumplir su último deseo, que les despreció en vida y les confinó en muerte a una prisión húmeda y oscura, que se burlaba de una inocente chiquilla por el hecho de ser diferente. Con un poco de suerte, las corrientes les llevarían hacia el oeste, hacia el mar al que siempre anhelaron regresar. Tal vez el fin fuese un nuevo principio.

Las gargantas de los que vieron este extraño fenómeno quedaron mudas, pero se oyó una única voz de despedida:



― Buen viaje, abuelos.



Entre las sombras de SUSANA NÁSERA



La luna se filtraba por la ventana desnudando partículas plateadas sobre la cama. Hacía un buen rato que se había acostado pero le era imposible conciliar el sueño, algo la mantenía inquieta pero no atinaba a vislumbrar qué era.
Laura se levantó por enésima vez, quitándose de la cara hebras sueltas de su melena rojiza que caía revuelta sobre sus hombros. Se calzó las zapatillas de felpa rosa que le regaló su madre la última navidad y salió de la habitación. El camisón de seda blanco a la altura de los muslos se ceñía sobre su voluptuoso cuerpo al tiempo que caminaba por el largo y estrecho pasillo pintado de azul hacia la cocina.

Sin encender la luz fue directamente al frigorífico de donde sacó una botella de agua de la marca más barata que pudo encontrar en el super la tarde antes. Mientras bebía echó un vistazo a la cocina en penumbras, algo llamaba su atención pero no sabía qué.
La pila la ocupaban los platos de la cena aún sin lavar, encima de la mesa un cuenco contenía dos plátanos pasados y una manzana roja, el reloj de la pared marcaba las dos y tres minutos.
El rollo de papel de cocina se movió ligeramente por el aire: Laura se giró hacia su izquierda; la ventana estaba abierta y ella estaba segura de haberla cerrado antes de ir a dormir. Sus hermosos ojos negros se abrieron de para en par y un estremecimiento recorrió su cuerpo, minúsculas partículas de sudor asomaron a su espalda.
Miró en derredor  mientras el miedo subía por sus desnudos muslos hasta su pecho, inquietándola por completo.
Alguien había entrado en la casa. Tenía la certeza. Dejó el vaso de agua muy lentamente en la encimera de granito gris, el insignificante sonido del vidrio sobre la piedra le pareció atronador.

Lentamente salió de la cocina y fue a la sala. Echó un rápido vistazo.
La ventana que daba al callejón y la puerta principal estaban cerradas. Todo parecía normal, la revista con la última boda de Nelson White estaba en el sofá blanco de polipiel. Justo donde la había dejado, junto a su desparramada chaqueta de ante gris, su bolso marrón café seguía encima de la mesa. Nada fuera de lo común llamaba su atención. Seguramente su imaginación le había jugado una mala pasada. Se relajó ligeramente. Quizás se había dejado la ventana de la cocina abierta, sí, seguro que olvidó cerrarla antes de ir a dormir.

Volvió sobre sus pasos hacia la cocina para esta vez, sí, cerrar la dichosa ventana cuando de repente todo sucedió.

Alguien salió del cuarto de baño y la sujetó por detrás justo cuando ella pasaba. Intentó zafarse de su atacante pero le era imposible, era mucho más grande y corpulento. Con una mano le tapó la boca para que no gritara y con la otra le sujetó ambas muñecas en la espalda hasta reducirla a su antojo.

Aterrorizada, Laura dejó de moverse, tenía que pensar. Las clases de Krav Maga que había estado tomando durante los dos últimos meses tenían que servirle de algo. La respiración del hombre le acariciaba el oído, aterrorizándola más de lo que ya estaba. Intentó recordar la maniobra de liberación que Michel, su profesor, le había enseñado.
No lo pensó. Haciendo un rápido giro se revolvió contra su atacante consiguiendo zafar las manos de él. Lo siguiente que hizo fue levantar la pierna y darle un rodillazo con todas sus fuerzas la entrepierna que lo hizo tambalearse y gritar de dolor haciéndolo caer de rodillas. El agresor extendió los brazos en un vano intentó de ir hacia ella pero una vez más una patada en la cara consiguió hacerlo caer hasta el suelo. Aprovechando su vulnerabilidad le atizó con todas sus ganas de nuevo en la cara hasta dejarlo inconsciente. Lo siguiente que hizo fue llamar a la policía.

En menos de diez minutos habían llegado a su casa y tenían al atacante con la cara morada por los golpes, esposado. El agente que habló con ella, un hombre muy robusto y con cara de comer muchos donuts le dijo que era un conocido de ellos, un ladrón de poca monta que utilizaba los despistes de la gente para hacer sus fechorías. Aunque no por eso dejaba de ser  peligroso.

Laura le dio las gracias por llegar tan pronto y prometió ir al día siguiente a comisaria a poner la correspondiente denuncia.

Una vez de nuevo sola se sentó en el sofá con una taza de cacao caliente y envuelta en su bata de algodón color amarillo. Desde luego había sido una noche muy larga y estaba agotada. A su lado la revista seguía abierta por la misma página en la que Nelson White posaba junto a su flamante esposa en una hermosa playa de Mallorca.







Atrapado en la oscuridad de ALEXISVEDDER VILLAESCUSA ( Barcelona)


11 de marzo de 2011 a la(s) 11:25
Oscuridad.
Silencio.
Presión atmosférica del aire.
Cuando empecé a tener consciencia, la consciencia todavia me hizo empeorar. No era consciente de dónde estaba. Estaba en algun sitio estrecho, frio y sin ningun atisbo de luz. No habia ningun sonido. No se oía absolutamente nada.La ropa me rozaba en los laterales de las paredes, las cuales parecian ser de tierra húmeda y rocas puntiagudas. El orificio en el que me encontraba parecía una especie de pozo o cueva subterranea donde la única salida estaba por encima de mi cabeza. No habia espacios a mi alrededor ,solo por encima mio. El agujero en el que me encontraba deberia tener 1 metro de anchura, pero de altura....de altura no lo sabia.
Notaba que por momentos me faltaba el aire, y la presión en mis pulmones empezaba a aumentar .
Decidí salir de ese oscuro agujero, intentando que la locura no se apoderase de mi. Deberia mantener la cordura si queria salir de allí.
Empecé a trepar ayudándome de la rocas .A medida que iba subiendo, el orificio se iba estrechando, y las rocas me iban rasgando la ropa a jirones, hasta que empezaron a rozar mi piel y mi carne.
Habria subido unos 5 metros en la mas profunda y terrorífica oscuridad. Debido al cansancio y al dolor de las rozaduras, cada vez me faltaba más aire.
El agujero deberia de tener a esa altura medio metro de anchura. La dificultad para seguir avanzando era demasiada. Las rocas me desgarraban la carne y apenas tenia espacio ni aire para seguir subiendo.
Intenté hacer un ultimo esfuerzo y conseguí subir 2 metros más. Tenia la ropa totalmente ensangrentada, y trozos de carne y piel colgando de mi cuerpo.
Finalmente mi cabeza chocó contra el techo.
El camino habia concluido.
Sin apenas aire que respirar, ni espacio, ni luz y con la rocas frias clavándose en todo mi cuerpo como afilados cuchillos , me di cuenta que no habia salida.
En la más profunda oscuridad , empecé a sentir el más inmenso terror que jamás habia vivido.El horror y la locura se apoderaron de mi. Empecé a chocar violentamente mi cabeza contra el techo de rocas y tierra, en un acto de esquizofrenia mental. La sangre empezó a salir a borbotones de mi cabeza.
Hasta que en un último espasmo de locura un golpe tremendamente violento de mi cabeza hizo que se abriese una brecha en el techo. La tierra empezó a derrumbarse encima mio, pero yo estaba en un estado tan demencial que no noté absolutamente nada.
De repente vi una luz.
Allí mismo.
Encima mio.
La salida.
Empecé a respirar de nuevo.
Alcé mi cabeza hecha trizas para salir al exterior, para salir definitivamente de ese infierno .
Pero cuando saqué la cabeza al exterior, miles de pies andando sobre mi volvieron a meter mi cabeza ensangrentada en el hoyo.
Volví a intentarlo,pero los personas que andaban eran miles, todas apretujadas, chocándose entre ellas y cada vez que intentaba salir, los pies de la gente me golpeaban al andar mi cabeza y me era imposible salir de allí.
Grité con el poco aire que me quedaba en los pulmones. Pedí socorro a toda le gente que estaba pisoteándome, pero el caso que me hicieron fue nulo.
Lo intenté hasta que mi cabeza dijo basta.
Nadie fue capaz de dejarme salir.
 Ningun ser humano me ayudó.
 El exterior se convirtió en otro infierno para mi.
 Las personas que estaban en el exterior solo se limitaron a seguir su ordinaria vida, siguiendo la corriente, aborregados en esta sociedad, pisoteándome como si fuese un excremento, ignorándome, quitándome la única esperanza de seguir adelante...de sobrevivir...No podia contar con ellos...
Mis fuerzas me abandonaron y volví a caer en el oscuro agujero. Caí hasta el fondo. Allí , el terror más intenso se apoderó de mi mente y de mi cuerpo...comprendí que no tenia escapatoria...ni en la oscuridad...ni en el exterior...
Mi destino era morir, ignorado , en la mas profunda soledad.
Mi ojos se cerraron para siempre.
Encontré la libertad.





El húsar y la muerte de JAVIER FRANCO (Guadix)



Cabalgaba raudo recortando el cielo enrojecido del vespertino atardecer en el horizonte. El caballo era blanco, hermoso, movía sus patas con la majestad exacta de un dios argivo, y sus crines formaban llamaradas de albor al bamboleo rítmico de su cabeza magnífica. El jinete erguido sabía compenetrarse con el animal de tal modo que parecían uno, su chaquetilla húngara de color celestial, con ribetes de pieles negras, se movía al viento al ritmo de las flamígeras crines, sobre un dolman de botonadura plateada, mientras el chacó y su enhiesta pluma, también negra, eran sostenidos por una cabeza de hermosa cabellera, recogida en dos trenzas rubias, que más que dar feminidad a las facciones conferían un toque de rudeza bárbara.
Caballo y jinete se habían adelantado al escuadrón que, al asalto, se disponía a degollar a la primera fila de infantería que, pie a tierra, esperaba vanamente detener el golpe mortal de cascos, espuelas y sables. Saltó sobre la trinchera y con apenas un suave y leve movimiento de muñeca quedó su sable curvo tintado en sangre, atrás quedaba un cuerpo sin cabeza manando sangre a borbollones como una fuente del real sitio de Versalles. Sin pensárselo el húsar real dio media vuelta y volvió a asaltar la trinchera por la retaguardia, y volvió la destreza de su mano a dejar fluir la sangre en otra fontana. Y repitió y repitió la operación cuantas veces pudo, hasta quedar exhausto y sin enemigos, si bien podría intuirse que su sed de muerte no había acabado.
Y él, atusándose el puntiagudo y bien cuidado bigote, pensó ello mismo, no tenía bando, estaba en el ejército de los realistas, como podía estarlo en el de los revolucionarios, se enroló en el ejército por vocación, y por vocación buscó un cuerpo de combate con el que estar en perenne contacto con la sangre, arrollar aquellas primeras líneas era lo que más placer le causaba, zigzaguear de vanguardia a retaguardia segando vidas, cercenando arterias. Aquella sensación era superior a cualquier placer de los que había disfrutado, ni las mejores hembras, ni los mejores vinos o manjares le habían provocado nunca lo que aquella sensación de sentirse un dios por encima de las cabezas, tajándolas una a una como espigas. Pero, confiado del fin último del trabajo de esa jornada, se mantenía absorto en esos pensamientos, saboreando, relamiendo en su interior el riachuelo de sangre que aún recorría la curva de su sable para desembocar en el campo muerto, cuando, acompañado de un sonido seco, sintió un impacto taladrar su pecho, antes de caer de la esbelta montura, aún tuvo tiempo de mirar la plata de su dolman tornarse en carmesí, luego cayó.
Quedó sumido en la oscuridad, en una profundísima y cavernosa oscuridad de la que pensó que nunca saldría, era sin duda el fin, un absurdo final provocado por un enemigo invisible al que no había visto la cara, aquellas armas capaces de matar a distancia eran una aberración pecaminosa que acabaría por aniquilar la guerra como un arte. La oscuridad era cada vez más intensa y profunda, estaba cercano el momento en que ya ni siquiera advertiría la oscuridad, en que dejaría de advertir para convertirse en un despojo, un trozo de nada que seguir componiendo el entramado de la nada eterna. Un suspiro y el final, eso sería todo. Pero no lo fue, aún pudo percibir que de la oscuridad sin fin surgía una imagen, una imagen que iba acercándosele y tomando forma, tomando la forma del último rostro que vio antes de degollar su garganta, el rostro en la agonía del degüello le dirigió la palabra: «¿No me conoces? Me has visto tantas veces y aún no sabes quién soy. Soy a quien sirves. No soy tu rey, ni tu general, soy realmente a quien complaces de verdad. Ya veo que lo comprendes. Sí, soy la muerte. Soy la muerte y pocos servidores he tenido como tú, por eso no quiero que vengas conmigo, quiero que me sirvas y mientras me sirvas no te visitaré más. Mas el día en que matar deje de serte el mayor placer y tengas un atisbo de duda, ese día te visitaré».
No mucho tardó el cirujano en vislumbrar el milagro, no era capaz de explicarse la curación, nunca había visto a un herido reponerse de herida semejante y más de esa manera, con esa rapidez y con esa inexplicable recuperación de energía. Apenas pudo sostenerse en una cabalgadura y poder maniobrar con su sable, el húsar se reincorporó a su regimiento, buscando siempre las operaciones más sangrientas, aquellas en las que mayor cantidad de víctimas se pudiera causar al enemigo por encima de todos los riesgos a correr, y volvió a coleccionar cuellos cercenados y cabezas decapitadas, las balas y las bombas enemigas parecieron encontrar ante sí un baluarte inmune, su pecho, tapada su cicatriz enorme por el dolman y sus entorchados y botonaduras plateados, quedó atiborrado de condecoraciones. Ello no le producía el menor placer, sólo le movía el placer futuro, el de la siguiente misión, la siguiente siembra de cadáveres sobre un campo cada vez más mustio por la guerra, un día tras otro.
Un atardecer al coronar un otero, el general divisó una aldea al final de la ladera, vadeada por un riachuelo, era una aldea rebelde sin duda y no hubo otra orden que el aniquilamiento total, ninguna vida debía quedar tras el paso del regimiento, ninguna. El húsar sonrió de emoción maliciosamente bajo su afilado bigote, tan afilado como su curvo sable, cuya empuñadura ya estaba palpando con ansia. Como era costumbre, su galopar adelantó al resto del escuadrón y alcanzó el primero el objetivo, en el que no se veían soldados, sino casas de campesinos y artesanos, que estupefactos quedaban paralizados ante la figura demoledora del jinete que sólo hablaba con el movimiento cercenador de su sable, mientras iban cayendo una víctima tras otra, así recorrió a lo largo y a lo ancho la aldea, dejando un espumoso reguero de sangre que se extendía, como un afluente, hasta el riachuelo.
Ya no galopaba, trotaba pausadamente, aunque con todos los sentidos concentrados en su sable, en la esperanza de aún poder darle el único trabajo para el que servía, fue entonces cuando escuchó un ruido dentro de un pajar, concentró ahora sus sentidos en el oído, creyó escuchar algo como una voz, un gemido humano, estaba seguro. Aceleró el trote y se introdujo de bruces en el pajar con la mano diestra alzada, manteniendo enhiesto el acero que portaba, giró el rostro de un lado al otro, haciendo bambolear sus trenzas, y fue cuando la vio. Vio a una niña pequeña, quizá no llegara a los diez años, los hermosos ojos verdes de la pelirroja se clavaron en sus pupilas, comenzó la maniobra de su muñeca, pero titubeó, algo le impedía romper de un tajo la porcelana de aquella muñequita pecosa, nunca había matado a un niño de esa edad, pero no podía quedar en la aldea nadie con vida, y volvió a aprestarse para ejecutar el movimiento definitivo de muñeca y volvió a dudar, y en la duda sintió tres punzadas profundas, hondas, terribles sobre la vieja cicatriz de su pecho, volvió a recordar la llegada de la oscuridad y, antes de sumirse en ella, pudo ver la horca de madera que la niña le había insertado en el pecho, ¿cómo una niña tan pequeña pudo manejar así semejante arma?, se preguntaba mientras caía al suelo cubierto de paja reseca y a la oscuridad. Y en la oscuridad, el rostro en agonía de su última víctima cobraba vida para advertirle: «Ya te dije que si esto ocurría volvería a visitarte».
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 POEMAS

 La noche se detiene de ALICIA EXPÓSITO (Guadix)



              La noche se detiene
              en la ventana.
              Mira tras el cristal.
              Me llama suavemente.
              El pueblo duerme.
              La torre de la iglesia
              se engalana de luna.
              El ladrido de un perro
              rompe el tenue zumbido
             del silencio. Las calles
             brillan al paso
             de las almas errantes.

             Protégeme del miedo,
             mágica noche
             colmada de prodigios,
             y déjame ser libre,
             sin ojos que me miren,
             sin lenguas que me juzguen.
             Sálvame del temor
             de mi propia conciencia,
             de la pronta llegada
             de los ángeles negros
             que gritan soledades
             de traiciones lejanas.
             Haz realidad,
             sólo por un instante,
             los momentos azules
             que pudieron pasar
             y no pasaron.

             Engáñame la vida  
             para que la sonrisa  
             florezca de mis labios.
             Recuérdame olvidar
             tantas mentiras
             que no distingo ya
             de las verdades.

             Hora noctámbula,
             concédeme una tregua
             entre tanta fatiga.
             Arráncame las lágrimas
             para llamar al sueño.
             La noche está poblada
             de fantasmas. No quisiera
             encontrarme con Dios
             en las tinieblas.



¿Dónde estoy? de ANTONIA PILAR VILLAESCUSA RIUS


 
Hubo lunas que nunca existieron.
Ni parajes luctuosos ni tristes,
que eligieran el camino al infinito.
Son marchitas flores las que yo riego
en un afán por renacer la vida.
Es un silencio sepulcral, sobrenatural.
Doliente y amargo.
Sonido de llantos desérticos...
Todo esta muerto...
Nada se agita.
Incluso el aire parece lento…..
¿Donde está la vida?
Busco con desespero,
revuelvo la tierra prometida
 aquella que me dio la vida un día.
Imploro mirando un oscuro cielo
que no me mira
porque ya no existe...
 !Que pesar tan grande!
¡Que dolor! !
¡Que tormento!
 ¡Que desazón!
 Quizá mis ojos se han cegado.
Quizá mi boca de repente a enmudecido...
Quizá, no me queda soplo
pero yo sé que respiro, !lo sé!
Abrazo la oscuridad temeraria.
 La penumbra de la noche eterna.
Quiero someterla entre mis brazos
 ¡Dios!
La rigidez, el rigor……
Mis brazos se niegan abrazarla...
No quiero confundirme
mas estoy llena de confusión.
Abro los ojos con fuerte desespero
 y grito con el alma incinerada
¿Quizás estaré muerta?
¿O muerto está el mundo?
¡Que duda tan grande Dios!
¿Por qué tanto misterio?



En esta noche mágica de TERESA TORRES (Málaga)




En esta noche mágica de fantasía y misterio
colguemos el cartel a nuestras ilusiones
 de …“sólo para adultos”
 tal vez así sea ya el momento
de ser abducidos por nuestros
 sueños.

Acércate…
 pero no intentes descubrir los infinitos misterios
del laberinto oscuro de mis labios
o de mis ojos velados,
estos se hallan más allá de las pupilas,
más allá de los versos.

Podría revelarte lo arcano de mi alma,
 sus códigos secretos
y hasta las sombras de su voz,
más quiero que
en la oquedad de su cadencia,
en lo íntimo y oculto
 de mi carne y de mi ser…
y en el deseo de que toda fantasía
 puede ser realidad…
disfrutes sin buscar respuestas.






Estoy vivo de ESNEYDER ÁLVAREZ (Medellín-Colombia)




Se burlaban,
Loco me decían,
Que  solo de un  mundo de fantasía mis sueños provenían.

Todo era frio,
Tétrico,
El misterio de la soledad se convertía en la única realidad.

El sexo,
La codicia,
La ambición,
Eran las almas que  vivían 
en los cuerpos sin mente que habitan una tierra infértil,

La lluvia llegó,
La semilla que guardaba en mi corazón floreció,
El amor en mi nació,
El misterio de la felicidad, La fantasía y la locura de mis sueños,
Se convirtieron en la más bella realidad,
En la más dulce poesía.

Hoy grito estoy vivo,
Estoy feliz,L
La fantasía  no existe,
Solo hay hechos,
Solo hay realidades,
Solo hay amor.

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 FOTOGRAFÍA



Lo que esconde el tiempo de NURIA HERNÁNDEZ LORENTE (Granada)






Sueños grises de JOSÉ GARCÍA POYATOS







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ILUSTRACIONES


Dibujos de JUANFRAN CABRERA (La herradura-Granada)